El Leng Tch’e siempre me sedujo. Con el Leng Tch’e terminaba cansado, luego de los tres o cuatro días que duraba el suplicio, pero las gratificaciones eran sumarias. Nunca podía llegar a ser rutina dar de tragar pequeñas dosis de opio al condenado, ni dragar el hoyo para colocar la estaca donde apostaría su cuerpo, ni mucho menos la elección del lugar en la piel donde cortaría. Mil cortes al azar hasta que el cuerpo se desangrara. Mil cortes eran, en la espalda, en el pecho, los brazos, las piernas, el vientre. Mil pequeños pedazos de carne que se exhibían al lado del supliciado.
Cuando había Leng Tch’e, la gente se agolpaba para ver la tortura. La plaza siempre se llenaba. Sobre todo aquel día que me llevaron a los hermanos, pegados de nacimiento por el flanco, desnudos, lacerados, silentes y monstruosos. Venían con órdenes del Hijo del Cielo de ser ejecutados por tratar de asesinarlo.
Los saqué a la plaza para que los conocieran antes de sangrar. Ambos quedaron narcotizados a pesar de que sólo le di opio a uno de ellos. Puse dos estacas para sostener dos espaldas. Los amarré firmemente. Quedaron parados. Así morirían.
El primer corte lo hice en el punto de unión. Pensaba que tal vez de esa manera podría separarlos. Mostré la carne con piel de los hermanos antes de colgarla al sol. La sangre de ambos brotó lentamente. Luego me concentré en las piernas y en el sexo fláccido y duplicado. Después los ijares dejaron ver las costillas. Así pasaron la noche.
Fue el segundo día el mejor. El rictus en el rostro de uno de ellos me dio la certeza de que esta vez el efecto del opio no había sido igual en ambos. Ese día hice cortes sólo sobre un cuerpo, volteando en cada tanto para mirar al otro, al dolor del otro.
El tercer día hice los cortes que restaban. Los hermanos habían muerto la noche anterior. Ellos y sus cortes quedaron exhibidos hasta la mañana siguiente. Afuera de la ciudad, tras las murallas, quemé los cuerpos en un claro del bosque. |