Todo hombre que atraviesa el desierto de Moab regresa al pueblo con demonios que lo habitan. Esaú regresó así. Jesboc también. Del mismo modo lo hizo Henoch. El desierto de Moab enloquece a cualquiera, por más santo que sea, por más digno del amor de Dios Nuestro Señor.
Esaú, después de haberse despedido de su hermano gemelo Jacob, y de sus mujeres cananeas que fueron Judit y Oolibama, y también de Besemat su prima, partió al desierto de Moab en busca de mejores tierras para su familia.
Jesboc, por su parte, se despidió de su madre Cetura y sus hermanos Zamran, Jecsan, Madan, Madian y Sué cuando apenas había alcanzado la edad para cazar, y también por su parte entró al desierto de Moab. Lo hizo en busca de mejores tierras para su familia.
Así lo hizo también Henoch siguiendo a su tío Jesboc, después de que éste ya no regresara, luego de años sin noticias de él. Henoch se despidió de su padre Madian, hermano de Jesboc.
Así como se fueron, así regresaron. Primero Esaú. Tras él Jesboc. Finalmente Henoch. Los tres regresaron con el mismo ropaje, sin trazos de cansancio ni años acumulados. Los tres regresaron con gestos y muecas. Los tres balbucearon el nombre del ángel que los condujo a la Ciudad de Dios, en medio del desierto de Moab.
“La Ciudad de Dios es luminosa”, dijo Esaú. “La Ciudad de Dios es eterna”, dijo Jesboc. “La Ciudad de Dios es creación”, dijo Henoch. Todos sabían que la Ciudad de Dios se encuentra en los Cielos, y no en el desierto de Moab. Todos supieron que los viajeros habían demudado el juicio y que su delirio era definitivo.
Esaú fue interrogado. “Si encontraste la Ciudad de Dios –le preguntaron–, ¿qué te hizo entonces regresar?” “No regresé –contestó–, la Ciudad de Dios está dentro de mí”. Del mismo modo interrogaron a Jesboc y del mismo modo contestó. Del mismo modo lo hicieron con Henoch y lo mismo ocurrió. “Están locos”, murmuraron.
Las mujeres lloraron por siempre la locura de Esaú y de Jesboc y de Henoch. Los hombres se arrastraron pidiendo clemencia a Yahvé por las blasfemias de sus deudos. Jacob, que era hermano de Esaú e hijo predilecto de Dios, intercedió por los tres ante los ojos furiosos del Señor. De esta manera no fueron condenados.
Cuando la calma arribó al regazo de Yahvé, con ella vino la curiosidad. Yahvé se encaminó al desierto de Moab para ver si era cierto que allí había ciudad. “Esta ciudad –dijo al verla– está erigida justo como lo imaginé. Sin Duda esta es la Ciudad de Dios”, y mudó sus aposentos a la Ciudad de Dios, en medio del desierto.
Para Dios representa un enigma saber quién fue el que construyó la Ciudad de Dios. Para Israel, el pueblo de Dios, eso es sólo un mito, a pesar de que se logre ver a lo lejos desde la cima del monte Hebrón en los días de canícula. |