Te veo a la puerta de un colegio repartiendo caramelos caducados. Tu presencia desmerece los recuerdos. Tu espina dorsal se alargaba a la vez que decrecían tus extremidades, pero nadie quería verlo. Nadie puede huir de la mirada de la serpiente. Ríes con candor, te sonrojas, hablas por hablar para no dar tiempo a pensar, a recapacitar, a recordar. Huele a azufre cuando te acercas, pero la asfixia del azufre nubla los sentidos y el discernimiento. Como un César que vuelve a casa para ver que aquello que vio y después venció sigue exhumando. Después de todo se vive bien a las puertas del infierno. Su visión se parece en algo a la esperanza. El retorno es una droga, suministrada con paciencia de verdugo. Los cuervos me saludan como amigos y los verdaderos amigos mandan postales y deseos de reencuentro. Hay más como yo, pero nadie habla, o hablan todos, para sí mismos.
A veces la puerta se abre y nos agitamos todos ansiosos como colas de lagartija. En realidad todo es mentira pues todos sabemos que los cantos de sirena son forzados. Diez, cien, mil sirenas cantan encadenadas a columnas de piedra. Pero es bello creer, ser un barco que se arrastra sobre un mar de arena hacia un acantilado de fuego. La muerte es un ser oscuro, encapuchado y armado con una gran escoba, cuya misión purificadora es limpiar las puertas del infierno. Todos los malos poetas rezamos letanías a Satán para que cumpla su promesa.