Los ocres y rojos de las hojas muertas perlan el suelo del bosque. Por entre las ramas, batallando con las sombras perennes, los limpios rayos de luz se escurren hasta la tierra dibujando arabescos al azar sobre un tronco caído, una roca de cantos suaves, unos musgos tímidos que protestan al ser obligados a despertarse por el monarca.
Muy cerca de él, una fila de hormigas caracolea por entre un surco limpio trajinando restos de naturaleza hacia su hogar. Las moscas se desperezan y comienzan a trazar círculos concéntricos en el aire compitiendo en zumbidos y vuelos con las primeras abejas de la mañana. Una mariposa, altiva e indolente muestra, cual paleta de artista, sobre una rama baja, sus colores vivos al amanecer.
Trinos de pájaros se mueven con la suave brisa musicando el denso bosque, poniendo notas de ritmo al día.
Y en medio de todo…un intruso. Un excursionista iluso y poco previsor que creyose amo y señor del bosque. Ahora, con la espalda apoyada sobre un gran tronco muerto abre sus ojos al amanecer y contempla la carne turquesa que circunda su tibia desarbolada que atraviesa piel, calcetín y pantalón hasta aflorar sanguinolenta por entre el tejido.
Hace ya mucho tiempo que el dolor candente se apagó. Ahora, tan sólo un palpitar constante late junto a la herida. Moverse es morirse. No moverse es morirse.
El excursionista solitario ya se ha rendido. Antes, gritó, se arrastró, perjuró, suplicó y sollozó. Ahora, una vez ya se ha abandonado, tiene tiempo para gozar con la belleza del bosque. Observa maravillado el devenir de las hormigas, sigue las trayectorias de los rayos de luz desde el lejano cielo hasta las yemas de sus dedos y, habiendo ya aceptado su muerte, fantasea pensando en la calavera mondada que tal vez, en un lejano día, otro excursionista halle junto al tronco donde ahora reposa.
Ha escrito, grabando en el suelo con un ramita de árbol en un trozo que limpió de hojas y piedras un lacónico “Os quiero. Viví feliz”.
De repente; las ramas bajas se agitan y quiebran. Un alce enorme, un macho de cornamenta imposible, entra en el claro.
El encuentro sorprende a ambos. El hombre arquea la espalda y aguanta asustado la respiración. El alce detiene en seco su marcha y abriendo en sobremanera sus fosas nasales observa al hombre.
Nada se mueve, nada se oye, pareciera que el tiempo se hubiera detenido en el claro del bosque. Las moscas, las abejas, la mariposa e incluso las hormigas permanecen expectantes al encuentro entre hombre y bestia.
El alce inicia el diálogo. Agita su cornamenta a uno y otro lado con pereza y emite un áspero y apagado mugido.
El hombre responde relajando su espalda y sonriendo; nunca soñó con ver un alce salvaje tan cerca de él y la curiosidad le puede al miedo.
El alce avanza y se para en el claro, a tres metros escasos del hombre. Los rayos de luz trazan caprichosas líneas en su esbelto cuerpo. Se miran. El hombre observa los negros y grandes ojos del alce en los que se refleja como en un profundo pozo de agua. El alce observa al hombre, ahora ya tranquilo y sabiéndose dueño.
Alza una pezuña y traza un movimiento en el aire. La baja. Mueve la cabeza con parsimonia y decide acercarse lentamente hasta el hombre, sin prisa. Rodeando el tronco caído se sitúa a su lado.
El hombre sonríe tranquilo. El alce baja la testa hasta el rostro del hombre y olfatea su cabello. Su áspera lengua recorre curiosa, primero una oreja y después una mejilla.
Es un momento mágico, nunca pudo el hombre imaginar que algo así podría llegar a sucederle; nunca antes tampoco el alce se había acercado tanto a esta curiosa criatura.
De repente un grito apagado, lejano… alguien llama al hombre, lo están buscando.
El hombre y el alce se miran, el primero piensa por un momento en no contestar y perdurar ese instante, pero el segundo, decidiendo por los dos abandona al trote el claro.
Por cientos de veces que el hombre cuente la historia nunca nadie podrá ser capaz de ni siquiera entrever la magnitud de ese instante. Quizás el alce tenga más suerte.
Vuestro, reparando la nave para seguir pedaleando;
Dolordebarriga |