— ¿A Vd también le parece bello?
Me di la vuelta.
Acababa de hablarme una joven de pelo auburn. En castellano. Y estábamos en Praga, en la catedral San Vito. Pero casi a solas, sin cualquier tropel de turistas a la vista. Aquel atisbo de acento. ¿Sería una chica de Praga? Por cierto, estaría yo completamente absorto en la contemplación de aquella vidriera para provocar tal entrada en conversación. Y ¿lo del castellano? ¡Oh! Claro, la guía Michelín me había traicionado.
En las iglesias, suelo contemplar con más ganas a las chicas que a las vidrieras. Pero tengo que reconocer que aquella armonía de colores me había distraído.
Por otra parte, soy poco dado a comunicar mis emociones, por muy estéticas que sean, a personas ajenas. Es un reflejo de escenarista. Probablemente me da miedo a que después de dichas no pueda ya escribirlas. "Verba volant, scripta manent", en versión inquieta.
Pero, esta vez, le agradecí al cielo el haberme quedado absorto unos instantes ante aquella vidriera que me daba ocasión de conocerla y me apresuré para contestarle, aunque de manera muy sosa, lo confieso :
— Pues... sí... eso creo.
La verdad es que lo ignoro casi todo de la simbólica de los vitrales y puedo añadir que en aquel momento me importaba un pito. Lo que tenía a la vista, a mi lado, era mucho más cautivante.
Ella, a diferencia mía, casi parecía una experta en el arte del vitral y, por lo visto, deseaba compartir sus conocimientos. Y yo tenía la suerte de estar ahí. Agarré esta oportunidad, pues, cual ahogado el salvavidas, temeroso ya de que me lo arrebataran y, aparentando el mayor interés, todo oídos, me sumí en la contemplación de aquella nueva obra de arte.
Ante la moderna pieza maestra del artista vidriero, ella disertaba para mí, llevada por el tema, volviéndose de vez en cuando en busca de una aprobación mía o para comprobar que la entendía, pero petrificado, inmóvil, arrobado, seguía yo admirando su perfil de madona, hasta que su mirada encuentre la mía y me devuelva vida para un asentimiento, una sonrisa, un agradecimiento.
Al cabo de buen rato para ella, apenas el paso de una estrella fugaz para mí, se dio cuenta de mi ingenuo tejemaneje y dijo con una sonrisa :
— Le importa un bledo lo que le estoy contando, ¿verdad?
— No crea eso, le dije, si me apasiona. Es luminoso cuanto dice.
Ignoro cómo me vinieron a la mente estos términos, pero era eso, exactamente. Una estrella, un sol había entrado en mi vida. Ella estaba ahí y yo quedaba encandilado. Que desapareciera y me abandonaba la vida.
Despareció no obstante aquella mañana, rechazando mi invitación a tomar un café en el primer "kavarna" encontrado.
Se llamaba Mara. Y quien la haya visto una vez no puede olvidarla.
Le arranqué aquel nombre, pero no pude aprender más. En vano intenté seguirla, pues el tropel de turistas, omnipresentes ya en lo alto de Hradcany, hizo que le perdiera la pista en menos de diez minutos.
Me pasé el resto del día empujando la puerta de cuantas iglesias Praga tenía abiertas ; las iba recorriendo a paso de carrera con la insensata esperanza de encontrarla discursando ante otro vitral, pero más de cien campanarios tiene la ciudad y un resto de razón me hizo comprender que tal conjunción de probabilidades rayaba con el milagro. Era como decir que mis posibilidades de volver a verla resultaban casi nulas.
Exhausto, abatido, despechado, había bajado hasta Nuestra Señora de Tyn, en la plaza del Ayuntamiento. Estaba anocheciendo. Sentado a una terraza, removía el inexistente azúcar de un café enfríado, intentando acordarme, por centésima vez, del menor detalle del rostro de Mara y estaba consiguiéndolo, por fin, cuando ella pasó delante mío, como por milagro precisamente, saliendo de una tienda, cogida del brazo de una amiga y cargada de paquetes.
Grité su nombre a voz en cuello :
— ¡MARA!
Se volvió con viveza en un ademán elegante que hizo girar su falda en torno suyo, dejándome transportado :
— Estuve buscándola todo el día y ya desesperaba. Es un signo que la haya encontrado, ¿no le parece? Venga. Tengo que hablarle. Siéntese.
Salieron las palabras por sí solas, ordenadas por la urgencia, sin silencio, casi sin respiro. Debí de parecer sincero y convincente porque sonrió, habló unos instantes con su amiga que se alejó espetándome una mirada negra, y luego vino a sentarse a mi lado.
— ¿Qué le pasa?
Nos mirábamos. Tenía los ojos claros de las chicas del Este.
— No sé. O sí. La necesito.
— ¡Vaya! ¡Tan poca cosa! ¿Y se imagina que le voy a creer?
— Lo debe.
En mi fiebre, le había agarrado una mano que ella no se atrevía a retirar.
— Es imposible.
— ¿Qué va a ser imposible?
— Todo. No puede haberse enamorado de mí tan pronto. Y no creo en los flechazos. Casi todos los días me topo con turistas atrevidos, como muchas otras chicas de Praga. Dentro de una semana, no seré sino un nombre exótico más entre sus piezas cobradas. No me hace gracia.
Vejado, le retiré mi mano. Ella, a causa del sol poniente, entornaba los ojos, fijándome con una mirada tranquila. Me levanté.
— Vd me juzga mal, Mara, pero no puede impedir que yo la quiera. Y le demostraré que está equivocada. Buenas noches.
Y me alejé con paso decidido, insconsciente, por no tener ni idea de cómo volver a encontrarla, pero magnífico por eso mismo, mientras ella se cogía la cabeza entre manos como para lamentar la suerte que se le deparaba.
Apenas cometido, sentí con amargura aquel gesto impulsivo y teatral y volví al hotel, ensimismado, para cenar con el resto del equipo encargado de la localización de la película. Nos habíamos bajado en el Hotel Europa, situado en la avenida Vaclav Havel y, desde la ventana Art Déco del cuarto que yo compartía con el jefe operador, vislumbraba la plaza Wenceslao. Allí era donde Jan Palach, estudiante desesperado por el fracaso de la Primavera de Praga, se había inmolado por el fuego en enero del 69 y, de principio a final de año, varios ramos de flores refrescaban la memoria de su sacrificio. Pero esta noche, sólo me inquietaba el mío.
Estaba sombrío y preocupado, y después de cenar, le fue fácil a mi compañero sacarme confidencias. Así fue como gastamos el resto de la sobremesa y parte de la noche pasando revista a los medios propicios para que volviera a encontrar a Mara.
Volver a San Vito, primero. Tal vez la llevasen ahí sus pasos si procuraba verme de nuevo. Porque, a despecho de sus negaciones, con todo, encerraba señales de estímulo su actitud, ¿no? Ella vino a sentarse a mi mesa y no me retiró su mano ¿verdad? Yo era bastante escéptico de temperamento, pero dos veces ya me había sonreído la suerte. No habría dos sin tres.
A continuación, frecuentar los lugares a los que acuden con regularidad los pragueses : cafés, teatros, salas de concierto, plazas y jardines. Era tanto como buscar una aguja en un pajar. ¿Por dónde empezar? ¿El puente Carlos, el Teatro Nacional, el café Slavia, Narodni Namesti, las terrazas de los cafés de la Plaza del Ayuntamiento, etc. ?
Mi compañero de cuarto, gran conocedor de Praga, desde que empezó nuestra conversación, trató de devolverme a la razón con propósitos que yo me empeñaba en no querer entender, tipo "¡Déjalo! no es una chica para ti" o "Te entusiasmas, te embalas, pero ¿qué sabes de ella?" No había manera. Cuando, por fin, comprendió que había que ayudarme en vez de desalentarme, lo vi, de súbito, saltar de la cama y abalanzarse sobre el ordenador de sobremesa que descansaba en el escritorio de nuestra habitación. El hotel tenía el ADSL. Abrió el buscador y el motor de búsqueda de imágenes. Perdido por perdido ¿por qué no? Tecleó : "Mara". Era increíble : 91700 respuestas. Yo sabía que los nombres femeninos en A tenían un exitazo en todos los sitios calientes, eróticos y pornográficos, pero no pensaba que llegara a tanto. Él afinó un poquitín la búsqueda. Unas cuatrocientas fotos todavía correspondían.
Con febrilidad, pasé lista de las diez páginas propuestas, lleno de una esperanza matizada de temor. ¿Qué oportunidad podía tener la Mara mía de estar ahí dentro? Los motivos para publicar su foto en Internet son múltiples, a veces involuntarios, a menudo interesados y sus efectos son incalculables, improducentes por lo general, apabullantes en ocasiones. Entre decenas de clisés anónimos y cualesquiera, pude ver una señorial pensión de familia, una jugadora de tenis, una golfeadora así como una afamada mezzosoprano que respondían todas al nombre de Mara.
Pero, ahí, abajo de esta página... Sin duda alguna era ella, desnuda, en aquel sofá rojo, con una rodilla doblada debajo del mentón, como para esconder los senos, lo que revelaba a medias un sexo depilado.
En mi pecho retumbaba un tambor.
Era un gancho para ojear clientes hacia un sitio especializado. Dentro, otras chicas y Mara.
Aquel tambor retumbaba cada vez más fuerte.
Con vergüenza, recorrí la galería de fotos que la concernía. Sexo revelado, sexo sin atractivo. Hubiera querido poder hacer clic en estos retratos degradantes y borrarlos de la pantalla, pero... era imposible y ¿para qué?
Un dolor físico, concreto, palpable, me oprimía el pecho ahora.
Así que Mara era una "escort girl", una "chica de Praga", según la expresión vigente en Internet desde hacía algunos años, me reveló mi compañero. Propuesta con otras para una noche, un weekend, una semana, a las almas solitarias, mediante unos centenares de euros. Jóvenes, bellas, cultas y poco esquivas. Capaces de figurar con elegancia en cualquier recepción. Sujetas a todo tipo de prestación personal... a voluntad. ¡Y esas chicas lo consideraban como una liberación so pretexto de que ningún chulo las esperaba abajo de la casa!
Yo entendía mejor ahora su "¡Es imposible!" de la víspera. ¿Significaría que no estaba dispuesta a una relación gratuita, en la que imperaran sentimientos y no sólo el afán de lucro o incluso la única búsqueda del placer?
Con todo, quise saber a qué atenerme. Y por tercera vez en el día, la suerte, mala o buena, como se quiera, estuvo conmigo. El contestador del sitio me encaminó hacia la mensajería de Mara. Elemental filtraje de las llamadas.
— Buenas noches, Mara. Rafael Sibony al habla. Nos hemos encontrado por dos veces hoy, ¿se acuerda? No fue fácil localizarla. Ahora sé en qué se ocupa y entiendo su actitud. Pero me da igual. Estaré en Praga ocho días más, para la localización de una película, y si Vd piensa que puedo serle más que un cliente, llámeme. Hotel Europa, habitación n° 25. Hasta pronto.
Sobraba aquel "hasta pronto". Me perdió, tal vez. Demasiado enamorado, demasiado confiado estaba yo.
Ella no quiso volver a verme y he tenido que guardar el recuerdo de la "chica de Praga" en el departamento de las ocasiones perdidas y amores fallidos. Pero todavía se me encoge el corazón siempre que oigo pronunciar el nombre de Mara. Aunque no fuera, a todas luces, más que un nombre fingido.
©Pierre-Alain GASSE, Abril de 2004.
http://pierrealaingasse.fr/esp/ |