Inocencia había enfermado tiempo atrás, y aunque en un principio ni yo mismo me había dado cuenta, llegó un día en que la enfermedad era tan evidente que nada en nuestro mundo permanecía ni tan siquiera de forma similar a lo que había sido con ella sana. Ni siquiera me atrevía a mirarla cara a cara para observar todo lo que ella había significado para mí en mi vida, y a lo que poco a poco le había llevado la enfermedad. Me culpaba en parte de no haber hecho nada para hacer la enfermedad más llevadera para los dos, pero el tiempo no perdonaba y la enfermedad había hecho tantos estragos en su rostro, antaño angelical, que el hecho de verla allí, postrada en aquella vieja cama me dolía hasta donde nunca nada me volvió a doler en mi vida. Aquellas sábanas de niño que tantas veces habíamos compartido, rodeada de antiguas fotos con viejos y no por ello buenos amigos, enamorada hasta las cejas del primer amor de nuestra vida… tantas cosas agonizaban en aquella habitación que no pude sentir un escalofrío en día en que murió definitivamente. Recuerdo el día como si fuese ayer. Me encontraba aquella noche con una muchacha que no conocía, en su habitación, y habíamos hecho el amor varias veces. Fue pura intuición, no hizo falta una llamada, ni un telegrama, lo supe al instante, Inocencia se había ido para siempre. Ni siquiera pude acudir a sus funerales por encontrarme fuera del país, pero a la vuelta acudí a visitar su tumba, y una lágrima furtiva rodó por mi mejilla al tiempo que leí el epitafio:
“En memoria de tu Inocencia, aquella que no te impidió crecer a pesar de que sabía que con ello moriría”
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