Miles de centímetros de hierbas y tierra pasaron bajo sus pies mientras abandonaba Bachikan rumbo al río Tan Jian.
Durante toda esa mañana y parte de la tarde decidió la muerte de 23 peces, que salieron del agua para brillar desde el barro bajo el sol de Junio.
Nunca estuvo tranquilo, jamás en la vida. Y anheló la naturaleza estática de sus días comunes cuando los impulsos nerviosos llegaron a su cerebro desde ese índice atravesado por un anzuelo oxidado.
El dolor (o la soledad) le trajeron el recuerdo de ese terrón de opio en su bolsa que debía ser entregado a su hermano, siete kilómetros y medio al sur, en el pueblo de San Ian.
El humo espeso dibujo el aire, cuando en la última exhalación su cuerpo se deshizo del peso y del tiempo, mientras cedía a un lecho de hojas bajo el árbol del cielo. La sombra del cabello inquieto del Ailanto bailó sobre su rostro tendido de lado. Desde el que un par de ojos húmedos hallaron las metáforas más bellas escritas de baba, escamas y espinas. Concluyendo lo indecible de una vida en cadáveres plateados que ahora estaban secos.
Los sueños se le velaron tres días después, cuando una luz de sala de hospital golpeó sus ojos abiertos. Extendió su mano y observo a través del espacio que debió ocupar su dedo, y pensó que después de todo, el preció de semejante viaje no había resultado tan caro.