-Muere-, susurró Benjamín.
Subía por la escalera, los pasos cortitos y titubeantes. En silencio, para evitar el menor ruido. Tenía sólo una razón para temer, y era que el descuido más ingenuo pudiera resucitar el alma del enemigo. A esa hora de la noche Benjamín tenía la certeza de que él estaría sumergido en un sueño profundo. “Muere. Ahora”, pensó, los ojos bien abiertos, la mirada endurecida por las penumbras del corredor, su pequeña mano apretando el cuchillo, terminando de subir la escalera.
La habitación estaba al final de un pasillo crepuscular. La luz mortecina de un candelero extenuado marcaba su camino. Sombras de sombras agigantaban la diminuta silueta a medida que caminaba, un cuerpo al acecho desplegando infinitas deformaciones proyectadas en las paredes, en el techo, en la alfombra cetrina, en la puerta cerrada de la morada límite. Benjamín, fehaciente en su andar, absorto en su arrebato de muerte, transitó los últimos pasos de su inocencia con la fe de los criminales. “Muere”, repitió en un murmullo aterrador, como un eco del mandato nacido en sus pesadillas, de los monstruos nocturnos que azuzaban su instinto de supervivencia.
La voz aguardentosa que cada noche frecuentaba sus sueños infantiles se parecía a la de su madre. Se repetía de mil maneras diferentes, en tonos tristes o lozanos, a modo de precepto o invitación. Se lo decían las aves, los árboles desnudos del invierno, las paredes manchadas de moho, los niños sonrientes de la plaza, el señor de bigotes que vendía boletos de ferrocarril, la mano delicada de un serafín alado que él identificaba con su madre, los monstruos con cabezas de dragón y gigantes bocas dentudas que lo emboscaban en fríos y desolados laberintos: “él quiere hacerte daño, Benjamín: debes matarlo”.
Benjamín huía o despertaba. Y su madre siempre estaba junto a la cama para consolarlo. Sus caricias lo liberaban del espanto. Aunque él se resistiera a dormir otra vez, caía vencido por esa voz hechicera, por la dulzura materna que lo protegían de sus horribles alucinaciones. Él le pedía que no se fuera, que se quedara toda la noche a su lado y lo defendiera de esa voz maligna que le impedía descansar.
Benjamín volvía a soñar con sus ángeles perfectos, con los cándidos juegos de niños, con verdes prados bucólicos en la aurora, con sus trenes de chocolate y los mares infinitos de los cuentos del jardín de infantes. Su cuerpo frágil y sereno se arropaba en los brazos de su madre. Apenas el resuello silencioso de su pecho sosegado interrumpía el sepulcral mutismo de la siesta. Y el susurro convincente de su madre dictándole al oído las instrucciones para coronar su plan. Llevaba dos pacientes años haciéndolo.
Benjamín callaba al amanecer. Las palabras lo estrangulaban; aunque deseaba contarle a su madre -y sobre todo a su padre- la misión secreta de sus clamores nocturnos, no podía hablar. ¿Acaso ellos creerían que un coro de objetos y seres desiguales le dictaban un designio maléfico en sus sueños? ¿No sería para ellos más fácil interpretarlo como simples fantasías infantiles, meras sugestiones creadas a partir de los cuentos que escuchaba cada día, de los numerosos programas de televisión que no hacían más que alimentar su frágil y tierna imaginación? No podía despegarse del recuerdo de cómo eran castigados los mentirosos en las fábulas que relataban los mayores. La mentira era un pecado inaceptable. Y aunque de su boca no saliera otra cosa que la cruel y tormentosa verdad, el miedo a ser acusado de mentiroso era más fuerte que su necesidad de espantar los trastornos que lo acosaban. Tenía miedo, sobre todo, de verse obligado a cumplir las órdenes de las voces para acabar con las pesadillas.
La madre dejó de inspirarle confianza una tarde en que la descubrió hablándole al oído en un tono que no le costó reconocer. La expresión melodiosa con que lo defendía de sus alucinaciones había mutado en el sonido cavernoso y macabro del monstruo de cien cabezas de dragón instigándolo a matar a su enemigo. Cuando se despertó y la vio allí, tendida a su lado, adivinó que su madre era el monstruo del sueño. El grito de espanto se multiplicó. Tuvo miedo, por ella y por él. Pero no podía concebir semejante idea. “Mamá no es un demonio, es un ángel que me cuida”, pensó enseguida. Sin embargo, se sintió abatido y solo. Cada despertar a su lado ya no fue el mismo.
El padre se rió de su ocurrencia cuando le contó el nudo de sus visiones. Se decidió a hacerlo porque la opresión ya no lo dejaba dormir. Y porque intuía –las voces cada noche eran más claras– que era él quien le haría el daño anunciado. “Tu felicidad depende de esa muerte, Benjamín”, le había gritado un perro negro mientras lo perseguía por calles derrumbadas y ensangrentadas. La dueña de esos perros tenía la cara de su madre.
Nadie lo acusó de mentiroso. Tampoco lo reprendieron como presumía. El padre se mostró sereno y entretenido con la historia. La madre lo anestesió con una mirada severa. Benjamín se sintió invadido por una soledad desgarradora. Sabía que sin su ayuda las voces apocalípticas no podían ser destruidas. Por el contrario, cada noche, cada sueño, crecían en persistencia y luminosidad.
En cada despertar abrupto estaba la madre, la cabeza sobre la almohada, la mano tibia enjugando su sudor. Benjamín, sin rechazarla, la percibía como a una enemiga. Las pesadillas ya no menguaban con ella a su lado. Y el murmullo hipnótico con que lo aliviaba parecían estruendos infernales horadándole el alma.
Ahora Benjamín caminaba a paso firme por el pasillo, esquivando sus propias sombras disfrazadas de fantasmas. Ya no le temía a los fantasmas; los había dominado del modo más infantil: obedeciendo a sus órdenes. El cuchillo parecía inmenso en su mano. Una sonrisa siniestra desfiguraba los últimos rasgos de pureza de su rostro. Se detuvo un segundo frente a la puerta. Temía hacer ruido. Sigilosamente aferró el picaporte y abrió.
Avanzó con decisión hasta la cama. Una penumbra exterior le permitió ver la silueta tumbada del enemigo. Estaba de cara al lugar vacío de su acompañante. Apretó los dientes y empuñó el cuchillo con afán. Alzó el brazo en toda su extensión, dispuesto a imprimirle la mayor fuerza que pudiera concentrar para clavarlo de un golpe.
Benjamín estaba tan seguro que no titubeó ni un momento cuando su padre despertó de repente y lo miró con un gesto de terror inenarrable. El aullido largo y siniestro despertó a su madre, que dormía en la cama de Benjamín.
–Muere-, gritó Benjamín con su vocecita aguda, y se abalanzó hacia la cama.
La habitación se llenó de un silencio fúnebre.
Cuando la madre llegó hasta la puerta, el cuchillo ya estaba clavado hasta el mango en la garganta. La sangre emergía a borbotones. El charco crecía rojo, caliente, goteando desde la almohada hasta el piso. Crecía mientras la última exclamación del muerto aún flotaba en la habitación. Benjamín se quedó tieso. Estudiaba su obra con fascinación, en silencio; el gesto duro y vencido de su padre se perpetuaría en su memoria. Era la imagen del vencido, la representación abreviada del terror inesperado. Era esa cara que Benjamín perfeccionara en su mente cuando recibió el oculto mensaje de terminar con aquella vida perturbadora.
–Muere-, suspiró, pero él ya no lo escuchó.
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