Perdón… quisiera no molestarte con mis divagaciones, pero esta inquietud me consume…
Hace alrededor de 2 o 3 meses, la soledad allanó mi vida, en un juego macabro… me habían propuesto, con encubierta malicia, que repitiera mi nombre tantas veces como pudiera… y yo, culpable de ingenuidad, accedí.
Confiado en que la tarea era simple, incluso absurda, comencé a repetir una y otra vez: Eduardo… Miraba con aires de confianza y superioridad a mis amigos (a mis verdugos)… y mi voz como un eco, como una tautología, como una redundancia: Eduardo Eduardo Eduardo Eduardo Eduardo Eduardo Eduardo Eduardo…
Dicen los psicoanalistas que pronunciar una palabra descarga el afecto ligada a ella… ¿Qué efecto habrá tenido en mí la pérdida de la conciencia de Eduardo?
Esa tarde repetí mi nombre hasta que la palabra gastó su sentido, hasta que las letras y la palabra misma me eran insípidas, desconocidas… como un animal ajeno a mí, como el costillar de un barco naufragado… volví a una casa que era la mía… pero yo ya no sabía quién era Eduardo (o qué era “ser Eduardo”)… un puñado de tristezas, felicidades y recuerdos buscaban en vano un sujeto, una persona, un nombre…
Ajenos, aún zumban en mi cabeza, como almas, como moscas, cientos de constelaciones de sentimientos, de recuerdos, de datos y letras, de imágenes y sensaciones, olores de jazmines y pinchazos de rosas, el gusto del café y nombres de mujeres… |