Nuestros encuentros siempre eran entre premeditados e impulsivos. De alguna manera nuestros cuerpos sabían lo que necesitaban y nos inducían al encuentro fortuito en aquella apartada habitación. Acudíamos a ese llamado silencioso casi por instinto, y al vernos enfrentados, una media sonrisa cómplice era apenas el preámbulo de lo que se avecinaba.
El primer contacto era un chispazo inevitable que balanceaba nuestra sobrecarga por la excitación, casi de inmediato y con desesperación nos deshacíamos de nuestra ropa entre cabezazos y pellizcos apasionados. Tendidos sobre las sábanas, lamía sus axilas mientras ella deliraba dándome mordiscos en el codo. Luego apretaba con suavidad mi rodilla contra su mentón a la vez que frotábamos con furia nuestras orejas y nos dejábamos llevar un rato por el delirio que causaba el roce de nuestras narices con los hombros. Extasiados, pasábamos al masticado de nuestros dientes, con mordidas fugaces pero furiosas de nuestras lenguas, labios y encías. Jadeantes, pero llenos de energía y pasión, adoptábamos una posición que bautizamos como "el 67", en la que yo repasaba rítmicamente sus canillas con los huesillos de mi muñeca, mientras ella chupaba con furia los pliegues en los dedos de mis pies. Así podíamos pasar horas, jugando con el delicado balance de ritmo e intensidad que solo brinda la experiencia. Finalmente, ya listos para la embestida final, venía el ansiado momento de la penetración. Con firmeza la tomaba por sus caderas, y ella con suavidad jugaba a no dejarse llevar, avivando aún mas el mutuo deseo por el clímax, hasta que la complacencia de su mirada y la picardía de su sonrisa me indicaban el éxito de mi determinación. Seguidamente, ella asumía una postura cuasifetal que brindaba infinidad de posibilidades a mis cuatro miembros. Con suavidad comenzaba a introducir mi pantorrilla entre su mejilla y antebrazos, mientras mis manos atravezaban la suave piel detrás de sus rodillas. Con la pierna libre, alternaba entre sus axilas y la trémula carne de sus talones. Entre gritos de placer, sacudones y el incesante roce de toda nuestra piel, se consumía el deseo hasta que un último y prolongado espasmo indicaba la llegada del simultaneo final. Aún tendidos, disfrutábamos del escalofrío que aún nos recorría y la tibieza de los fluidos perdidos. Nuestros pechos eran ahora la caja de resonancia de encabritados corazones, que una vez calmados nos daban la fuerza suficiente para acicalarnos, vestirnos y poner esa mirada inocente que no despertaría ninguna sospecha en nuestras respectivas parejas, las mismas que luego habríamos de complacer con un ortodoxo y funcional sexo genital.
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