El Siluro sabía avanzar en el tiempo. Había aprendido ese arte de sus ancestros de la tribu de los siluros. Era fácil. Cosa de localizar el agujero negro; adentro el mundo. Ni David Cronenberg hubiera pensado que la teletransportación fuera tan simple. Menos Hernández. Hernández ha muerto. Lo enterraron en la playa de los pescadores. Era un pescador pirata, trajeron su cuerpo congelado en un frigorífico para pescados. El capitán de la nave, oriundo de Castilla, confesó que nada se pudo hacer contra el tifón. Hernández se aferró al mástil del navío, pero junto a él fue jalado cohete hasta la sala de máquinas; murió del cabezazo. La madre de Hernández llora. El camarada Enríquez también. Sus tres hijos parecen un cuadro de Monet fuera de tiempo. El siluro sabía avanzar adentro de los cuadros de Monet. Nunca adentro de un Pollock por ejemplo, pero se le daba bien Monet, o Kandinsky cuando quería cosas nuevas. Cuando le preguntabas por Edvard Munch o Vincent van Gogh el Siluro te miraba con ojos grandes y casi llorando. Era un tema tabú; oralmente. El Siluro pintaba bonito, pero no era pintor, sino artesano. Con sus manos verdes hacía espectaculares collares microscópicos que amaban las niñas y odiaban los lectores de Marcel Proust y Albert Camus; tonto, decían. Pero a Siluro le gustaba Marcel Proust y Albert Camus; sin ser snob. Hernández, por su parte, fumaba habanos caros. Era su placer culpable.