Seguía escuchando las voces,
a pesar de los desiertos.
Grisáceas presencias rondando,
como fantasmas inventados:
desesperado intento de ignorarte,
escapar del sentimiento que es necesidad
con los ojos cerrados.

Atardeceres,
que dejaron de ser luminosos,
es en la hora de la melancolía
cuando el alma se esconde,
tras las nubes que opacan el sol.
El frío puede más,
que las sensaciones cuyos ecos no se apagan
y sin embargo,
no mueren,
duelen,
como una melodía desafinada
que se repite una y otra vez.

Como desbaratar los recuerdos,
que se vuelven traicioneros
en su decisión de permanecer y existir,
para aparecer sin invitación
en los instantes
en que la soledad es compañera.

Sin pensar,
he vuelto a desear
la realidad de aquel sueño
que ya una vez soñé.