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- Sin pecado concebida – dije titubeando, hacía tanto tiempo que no pisaba una iglesia que ya ni siquiera recordaba los ritos – perdóneme padre, porque he pecado – me dolía todo el cuerpo por la posición de rodillas en el confesionario.
- Cuéntame, hijo mío, ¿qué te trae hasta este templo del Señor? – apenas podía ver por entre la rejilla las manos del cura entrelazadas apoyando la cabeza.
- Padre, hacía dos semanas que sentía la necesidad de hablar con alguien, de escupir todo lo que me pasaba. En ocasiones miraba la cara de Juan, mi compañero de cuarto en el hogar universitario desde que llegué a estudiar a Valdivia hace cuatro años. Somos amigos, casi como hermanos, nos cuidamos cuando nos enfermamos, compartimos los libros y la comida que robamos del casino en algún descuido de la cocinera. Pero no era buena idea hablar con él.
A veces me desvelaba pensando en quién me podría escuchar sin juzgarme, pero sólo Juan era mi amigo, para el resto de mis compañeros no existía, yo era invisible; incluso una vez en que me encontraba leyendo en la biblioteca, dos estudiantes de obstetricia se sentaron en la misma mesa que yo, sacaron de sus bolsos unos libros, se daban unas miraditas juguetonas y reían descuidadas. Yo no podía escuchar lo que decían, su voz era tan baja, o la grasa se me estaba acumulando también en los oídos; de pronto, una de ellas se levantó de su silla y miró para todos lados, como tratando de asegurarse de estar solas en la sala; se desabrochó los pantalones y se los bajó, su amiga la quedó mirando, después se acerco un poco más y con una de las manos tomó su vello púbico mientras asentía con la cabeza. La muchacha, parada con las ropas abajo, seguía mirando para todos lados hasta que su amiga se alejó, se subió los pantalones y se sentó nuevamente, sólo escuché la voz alarmada de la estudiante que hacía un rato me había enseñado el trasero - ¡Ladillas!
- Perdón, padre, si lo ofendí con esta historia, por lo de la ropa abajo y todo eso, pero se da cuenta, yo estaba sentado al lado de ellas y ni siquiera me vieron, ellas creyeron que estaban solas.
- ¿Eso te atormenta, hijo mío?
- ¿Qué cosa, padre?
- Ver el cuerpo desnudo de una mujer.
- No, como me va a atormentar, si se lo digo para que se de cuenta por qué estoy aquí, es que no tengo a quien contarle.
La verdad es que yo toda la vida he sido grande, talla XXXL, y cuando era un niño pensaba que el tema no me importaba, porque siempre que alguien me rechazaba, podía encontrar un sanguche o un chocolate que me hiciera compañía en la angustia.
Después, cuando me empezaron a gustar las niñas, acostumbraba sentarme en algún rincón en donde mi humanidad cupiera para observarlas desde lejos. Me agradaba imaginarlas sin ropa, todas ellas mirándome, como invitándome a jugar. En las noches me quedaba dormido pensando en las niñas. Yo era corriente, padre, como cualquier chico de catorce años, sólo que un poco más gordo.
- Disculpa que te interrumpa, hijo mío, pero aun no entiendo tu pecado.
- Lo que sucede, padre, es que pasé tantos años torturándome con dietas inhumanas para poder agradarle a las mujeres, yo quería sentir un beso de ellas, sentir sus manos en mi cuerpo, sentir su aliento, quería tocarlas, usted me entiende, eso, es que yo soy virgen, padre, de todos lados, si ni siquiera he besado a una mujer y todo por ser gordo, sí, obeso; en un tiempo me hablaban, pero de lejos, creo que les molestaba mi sudor descontrolado, o mis manos rollizas. Después, simplemente me hice transparente y ya no me vieron más. Entonces, yo tampoco las quise ver y las comencé a ignorar. Ya nunca más me quedé mirándolas en silencio.
- Eso no es un pecado, hijo mío, el Señor ve el celibato con agrado.
- No se trata de eso, padre. Al comenzar este año, después de las vacaciones yo llegué a la universidad igual que todos los años, sin mayor expectativa que sacar los ramos sin problemas, pero Juan, mi compañero de cuarto, del que le hablé hace un rato, llegó distinto, se lo pasó todo el verano en el gimnasio; ahora se ve como un hombre de verdad, lleno de músculos. En un comienzo lo odié, me daba envidia verlo toda la noche contestando su teléfono móvil, con esa voz coqueta. Después lo espiaba, me tapaba la cabeza con las sábanas y me hacía el dormido cuando el se desvestía, admiraba su cuerpo tan masculino, las líneas de sus músculos dibujándolo entero.
Yo pensaba que todo era placer de ver un cuerpo perfecto, uno como el que yo quería tener para poder montarme a cuanta mujer se me cruzara – perdóneme padre – pero no era eso, me di cuenta cuando Juan comenzó a salir con Pilar y en ocasiones no llegaba a dormir; yo lo esperaba toda la noche, revolcándome en mi cama, enfurecido los imaginaba toqueteándose, usted me entiende, padre, no le digo como los imaginaba para no ofenderlo.
- Eso no esta bien, hijo mío, no es bueno que desees a la mujer de tu amigo.
- Padre, yo no deseo a la mujer de mi amigo, si de mi dependiera, que se pudra. Como se lo explico; estaba tan empeñado en ser un hombre normal, porque esto de tener unos cuantos kilos de más a uno lo hacen distinto, siempre cansado, con la respiración agitada, vistiendo los mismos trapos viejos de siempre porque no se encuentra ropa extra grande. Cuando en el curso salta una broma siempre es para el guatón, padre, a momentos hasta olvido mi nombre, estoy tan acostumbrado a ser el guatón, el chancho o el gordo que ni los profesores saben como me llamo, solo soy “el guatón Aguirre”; hasta Juan que es mi amigo me molesta por mis kilos y yo sólo puedo mirarlo y reírme, pero no es una risa sincera, a estas alturas es un reflejo, una respuesta natural a sus burlas.
Como le decía, dejé de mirar a las mujeres y me empeñé en observar los cuerpos de mis compañeros, unos más otros menos; eran hermosos, delgados, ágiles estructuras en movimiento que contrastaban con esta bola ávida de comida, siempre estacionada en algún rincón. En la televisión sintonizaba esos programas ridículos de jóvenes bailando con caras sexy, pero padre, yo no miraba los cuerpos semidesnudos de las niñas contorneándose libidinosas, sólo entraban por mi retina los muchachos de torso descubierto, con sus grandes y brillantes músculos.
- Hijo mío, aún no consigo entender.
- De tanto ver esos programas y espiar a Juan por las noches, me di cuenta con terror que no quería ser como ellos.
- ¿Finalmente te aceptaste como eres? Eso es bueno.
- No padre, yo quería tocarlos, sentir esos cuerpos duros entre mis manos, el verlos me excitaba; ver a Juan caminar desnudo por el cuarto me provocaba un deseo incontrolable de sentir sus labios pegados a los míos. Perdone que este llorando padre, lo que pasa es que ahora me doy cuenta que soy más desgraciado que hace un año atrás, me enamoré de Juan; de tanto querer ser como él, de tanto mirarlo terminé por enamorarme.
- Hijo mío, estás se…
- No siga, padre, yo no quiero penitencia ni consejo, sólo quería contárselo a alguien.

Texto agregado el 06-08-2005, y leído por 224 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
20-08-2008 Excelente ejercicio narrativo,te felicito******* duqueuviedo
27-07-2006 Un relato sólido bien urdido, con ritmo en la prosa y diálogos precisos que aportan al desarrollo de la narración. Un hallazgo. *x5 poenauta
06-05-2006 Excelente, tienes fluídez, es entrete, me gustó impresa
10-08-2005 Un excelente texto, me dió gusto leerlo. Felicidades. ULEIRU
06-08-2005 muy bueno este escrito, mu ameno de leer...una historia genial, con una estructura muy buena...mis estrellas y un saludo amiga. tenoch
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