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La Comadre Por: Brander Gonzáles López

Sólo Roque fue el culpable, ¿quién le mandó poner el pie? Bueno, también ese bendito silbato que avisó la culminación tan de repente del recreo. Todo fue demasiado cinematográfico: el silbato, mi mano que golpeaba deliciosamente el trompo y su metida de pata. ¡Ah si! y su gran, pero gran grito. Recuerdo haberle traspasado el pie al pobre ¡Si, pero fue una gran, pero gran casualidad! Producto de ello y las premoniciones de mi madre “!Vas a matar a alguien con esa porquería de trompo!”. Yo mismo había manufacturado el mío. Es que los otros eran muy frágiles en esos brutales castigos de la “Cocina”, juego donde se acribilla a los desvalidos trompos que han sido trasladados en vía crucis hasta el patíbulo, donde serán desgajados o partidos. “¡Ya sabes la zurra que te espera cuando eso ocurra!”, sentenció mi querida, Lola, mi madre.

Me vi obligado después a escuchar al director del colegio ... “¡Mañana traiga a su papá, sino, no entra!”, con una voz sádica, como si mi desgracia le produjera gran placer. Rumbo a casa y lleno de temores y lágrimas, decidí autoexiliarme en aquella vieja casona que perteneció a mis ancestros -los Sánchez- donde fui cordialmente recibido por mi vetusta y tierna tía abuela, Julia, última de los descendientes de algún Sancho que no vió arruinada su posición por aquel presidente Velasco Alvarado, ese demente que arruinó a todos los hacendados, quitándoles lo que tanto trabajo había costado a sus antepasados. Gracias al Todopoderoso ella ni se enteró ... nos dejó tan de repente.

Aquellos lejanos días, bajo la tutela y defensa acérrima de una mujer solterona y cucufata, que veía en mi una excelente compañía y distracción, pasé varias semanas entre juegos y encantadores momentos de engreimiento, nadie, nadie como ella. Nada me estaba vedado en aquella estancia: los paseos a caballo, mis antojos culinarios, berrinches y sorpresivas enfermedades para no ir al colegio eran aceptadas con un dulcísimo “Ya papito, ya”. Aguardaba pacientemente el olvido paternal o el indulto de la pena que ya se me habían a signado sin juicio previo. Mi padre de fama de heraldo negro entre mi tribu, por darle fuerte, fuerte a nuestros lomos, y dejarnos una gran resaca de todo lo vivido impregnada en las costillas, solo dijo: “Ya volverá, mujer ... Ya volverá.” mientras acariciaba nerviosamente sus pétreas manos.
Mis blancas nalgas sabían cual era el precio a pagar, y decidimos quedarnos y tomar posición de ese encantador recinto. La casa era muy vieja. Solo Dios y unos bigotudos y extrañísimos personajes colgados en los cuadros sabían de que año databa. Sus muros de un metro de ancho, sus largos pasadizos y sus tétricos patios, mostraban que fue construida para durar toda una vida y algo más.

Siempre llegaba muy agotado de mis incursiones del campo, donde mi única preocupación era darle un buen hondazo a alguna lagartija o pájaro distraído y traer cualquier tipo de bicho y operarlo de emergencia. Debo decir que ninguno de mis pacientes sobrevivía, pero echando a perder se aprende, al menos en el arte de la taxidermia esto es así. Todo eso era muy agotador: correr, disparar piedras, lidiar con esos testarudos insectos que no entendían lo importante que era para la ciencia mi trabajo. Pasada las siete de la noche, el “cirujano”Ciro -o sea yo- sucumbía en un profundo sueño.

La mala suerte hizo que un día no me agotara lo suficiente, por ende, no pude pegar los ojos aquella aciaga noche anguiana. Miraba fijamente al techo sin poder verlo, mi tía había apagado hacía horas nuestro cirio. En la calle se escuchaba el croar de los sapos y el melancólico canto de los grillos. En ese estado permanecí largo tiempo, cuando me llamó la atención ruido de pasos en las habitaciones contiguas que estaban desabitadas, luego escuché la caída de una especie de tarros o algo así. Hasta ahí todo era escalofriantemente soportable, hasta que percibí el asesar de un perro que se aproximaba a mi. Perdí el don del habla, me envolví con la frazada con el propósito de aislarme, creándome un pequeño escudo de mantas. Enseguida propicié pellízcones frenéticos en el huesudo trasero de mi tía, tan fuertes como podía, pero no encontré respuesta de la longeva, que dormía como una verdadera roca. Pronto comencé a sudar horrores y hubiera muerto deshidratado si no es por que esos singulares ruidos se alejaron lentamente, luego de rondar la cama en un espacio que en verdad pareció eterno.

Mi corazón estuvo a punto de estallar en ochocientos mil pedazos. A los pocos minutos, mi tía se dio la vuelta para ponerse cómoda y me encontró en ese estado deplorable. Encendió rápidamente la vela, me mudó de ropa -que estaba como recién lavada -y trató de convencerme que todo había sido una pesadilla, pero yo estaba seguro que todo eso vino de la dimensión desconocida. Me sacó de la habitación y pacientemente me enseñó los otros ambientes donde no había ni un tarro caído y mucho menos ese desgraciado perro. Regresamos a la cama. Ya casi, casi, me había convencido del mal sueño, cuando a las cinco de la mañana un peón tocó el portón, llamando a la señorita Julia. Mi tía salió, luego de angustiosos cinco minutos de espera, volvió sonriente y me dijo: “Ya no te preocupes hijito, ya sé lo que ha sido todo eso. Es que mi comadre Eduviges ha fallecido hace unas horas y se ha venido a despedir la pobre. Ya no te aflijas, cariño ... ya no pasa nada.” ¿No pasa nada?, apenas hubo amanecido, agarré mis pertrechos y regresé a casa. Más valía la tunda paterna que otra despedida de las numerosas y prehistóricas comadres de mi tía abuela.

De la memoria de mi padre

Texto agregado el 06-08-2005, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-08-2005 jajaja, muy bueno eh, me hiciste recordar las inumerables e incocientes travesurillas de niño y los temores que algunas veces duram mucho tiempo. un exelente texto. mis 5* saludos!!!! angelcaido
 
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