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El doctor Sánchez abrió la puerta principal de su casa. Entró silenciosamente, como un gato. Su esposa estaba adentro. Pero él no va al dormitorio, sino a la biblioteca. Al llegar allí, cierra la puerta con cautela y se detiene a controlar su respiración. Los muros del recinto privado, están repletos de amarillentos diplomas otorgados por las más importantes universidades del mundo. Cuántos sueños académicos hechos realidad. Piensa que, a sus 54 años de edad, cualquiera podía considerarlo un hombre exitoso.
El doctor llega al escritorio, extrae una llavecita de su saco y abre una de las gavetas. Ahí está la verdadera justificación de su vida: el voluminoso manuscrito de su última obra: la culminación de toda una vida de labor filosófica. Centenares de páginas listas para ser publicadas por la editorial de una de las universidades donde enseña. Se emociona al saber (al sentir) que alcanzará el reconocimiento definitivo de la inmensa minoría culta (que es el único reconocimiento que le interesa). No puede negar tampoco que la masa también lo recordará, sólo que no por su impecable obra filosófica. Estará en boca de la masa por algunos días, quizás semanas. Estará en boca de los sabios por siglos.
Luego de repasar algunos párrafos (casi de recitarlos) besa el manuscrito y lo devuelve a la gaveta. Tose. Luego, va al otro extremo de la biblioteca. En un anaquel donde están viejos y pesados diccionarios (de alemán, francés e inglés) y libros de su época de universitario hay una cajita de cartón y otra de madera. De esta última, extrae un objeto y sale.


Camina por el pasillo alfombrado; su cuerpo magro, su calva incipiente, sus gruesas gafas reflejados en los espejos laterales. Piensa en su vida. En cómo tuvieron que pasar varios años para demostrarse a sí mismo que no era un hombre gris, sin atributos, como le habían dicho varios familiares y amigos en su juventud. En cómo antes de terminar los estudios de pregrado ya había obtenido el respeto de sus compañeros y la confianza de sus maestros (a varios de los cuales había superado en conocimiento y sagacidad). Y en cómo, en contra de lo que todos pensaban, no se había quedado solterón, pues a los cuarentaicinco años (el mismo día de su cumpleaños) se había casado con una guapa muchacha que había sido su alumna en la universidad. Por primera vez en su vida lo habían envidiado por algo ajeno a su quehacer intelectual. Su mujer era verdaderamente bella. Una secreta coquetería en sus modales, un abismal brillo de lujuria en su mirada, eran sus mayores encantos.
Por fin, llega a la puerta principal de la casa. Echa llave. Mira hacia las escaleras alfombradas.


Laura, con los ojos cerrados piensa en la vida que le ha prometido George. En un mes ya estarán en Nueva York. La ropa de ambos está regada por toda la habitación. Más que viajar lo que la excita es la idea de por fin poder compartir muchas horas con George, ser libres. Ciertamente, con su marido había ido a Estados Unidos y a Europa en varias oportunidades. Pero la presencia de ese hombre a su lado deslucía toda alegría. Así como la deslucía a ella cada vez que tenían sexo. Con él era la cópula, con George era la cópula y la ternura: el amor. Allí, recostada en el invencible pecho de George, se ríe una vez más de la estupidez de haberse casado. “La seguridad económica del matrimonio está antes que la locura pasajera del amor”... ja já, qué estúpida había sido al decir eso alguna vez a una amiga. Peor consejo no podía dar. Con George había llegado el fin de la tortura de acostarse todos los días con un hombre que era un titán en su mundo de libros, pero apenas un gusano baboso en la cama.


De pronto, siente algo a sus espaldas y voltea. El casi anciano la está mirando con unos ojos que tienen algo de hielo y mucho de navaja. Ve cómo el semicalvo se acomoda los lentes. Ella se incorpora violentamente y cubre su pecho desnudo con la sábana. George se despierta y salta como un resorte; balbucea unas absurdas palabras de disculpa. Pero para el doctor Sánchez ya no hay tiempo para nada. La exactitud matemática de su pensamiento le impide dilatar más las cosas. Levanta el arma (que le parece más pesada de lo que pensaba) y les dispara a los amantes. Las sábanas se cubren de sangre. Sigue disparando y continuará hasta que dejen de gritar. Los ojos de los amantes, detenidos para siempre en el horror, no ven correr la sangre.
Antes de que el arma se enfríe, el doctor se coloca el cañón en la boca. La afrenta está vengada. El libro de su vida está escrito. La estúpida mayoría le dará fama; la inmensa minoría, la gloria. Aprieta el gatillo. Cae pesadamente. Dos minutos después, muere.


Texto agregado el 05-08-2005, y leído por 149 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
12-11-2005 Pienso como ninfa_one, escribís bien y el tema atrapa tanto que talvez merece algunas líneas más. Estrellas. marukgal
10-09-2005 Me ha gustado, es una narracion que atrapa. A mi parecer da para un cuento de mas letras. Desarrolla mucho el principio y luego termina muy pronto. Pero es un buen cuento. estrellas. ninfa_one
05-08-2005 QUe se pega un tiro en la boca y tarda dos minutos en morir????que raro, pero el etxto es magnífico, será recordadopor mucho más que por ser un sabio sino por sus vivencias y tragedias, he quedado impresionado con tu dominio de las letras, un besillo vladeemer
 
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