Conciencia alerta
Cuando entreabrí los párpados no sabía si aún estaba vivo.
Como una ráfaga de luz viajé a los tiempos cuando me cubría con sábanas y allí
construía mis sueños. En la oscuridad conversaba con Dios que acaso sea la
mentira más piadosa que nos inventamos los desgraciados. Creía ser un niño que
debía huir por la rendija de la puerta, o esconderse detrás de las cortinas, o
permanecer agazapado debajo de la mesa.
Luego ví sombras, fantasmas negros que no dejaban de serpentear alrededor
mío. Mi cuerpo era un inmóvil yunque gris. Continuaba postrado sin saber quién
o qué me acechaba.
Acomodaron mis piernas congeladas que pendulaban en el vacío.
– Aún sigue estable, hay que esperar. –
Fué la respuesta a una pregunta. No escuché nada más aunque percibí que
continuaban murmurando. Mis sentidos restringían la poca energía que me
abandonaba como un caudal sin fin.
Dormí un buen rato y mi mente comenzó a clarificarse.
Recordé la fragilidad de mis huesos, la enfermedad.
Mi piel cubría un esqueleto en ruinas y asumía el sostén como un rígido disfraz.
El manto de bruma en mis retinas se disipaba y divisé contornos más definidos.
El aroma de mi mujer me ayudó a distinguirla, necesitaba más de un sentido
para captar sensaciones. Ella no se percató de mi conciencia despierta, y dudé
otra vez si todo no era imaginación mía o si era mi alma la que sentía dentro de
un cuerpo muerto. Creí que el espíritu vago, de ese que tanto nos hablan y nadie
conoce se resistía a abandonar la materia.
Ella indicó a alguien que mirara la pantalla que monitoreaba el corazón y susurró
que se dibujaban mesetas y picos, y se repetía siempre la misma imagen.
Supe que mis dos mitades seguían fusionadas. Cuerpo y alma continuaban
amándose y se negaban a escindir una relación de tantos años.
Estaba ansioso por dar señales auténticas de vida y que supieran que mi cabeza
funcionaba.
Estaba grave pero también podía salvarme. Vivir algunos años más, muchos tal
vez, era mi mayor deseo.
Prefería pensar y dirigir mis ideas, lo único que podía dirigir en silencio. Recorría
momentos de esplendor, veía reír a mi padre a carcajadas, veía a mi madre
dormir sus siestas reposadas. Recordaba la sonrisa de mi mujer el día que nos
casamos, nunca me voy a olvidar de la sonrisa de ella.
Me parecía volver a la sala de nacimientos viendo el exacto momento en que mi
hijo respiraba su primer bocanada de aire y lloraba.
Una sonrisa se dibujó en mis labios. Escuché que mi mujer le gritaba a la
enfermera que mi boca se había movido. La nurse intensivista no se sorprendió:
– Cálmese señora, es común en los pacientes comatosos, son sólo reflejos
nerviosos. –
Vaya reflejo pensé. Como si la risa fuese un simple estertor.
Quería tocar a mi mujer, decirle que me había reído porque pensaba en ella y en
nuestro hijo, pero para la ciencia era solo un reflejo.
Luego volví a dormir. Una vez más se filtraban palabras en mis oídos y escuché
frases sueltas y quebradas:
“no se puede ...”,
“mejor dormirlo ...”,
“inestable ...”,
“pocas horas ...”.
Luego sólo llantos entibiaron mi cuerpo entumecido.
Susurros, caricias breves, tomaban mi mano y la soltaban. Escuchaba las voces a
lo lejos.
Me habían dejado solo. Estaba asustado y no quería pensar en lo que vendría.
Cómo decirles que aún estaba allí, cómo reclamarles que me habían quitado el
aliento.
Entonces supe que estaba muerto.
Manos desconocidas me brindaron el último baño y me vistieron para la
sepultura.
Dejaron olvidados un lápiz y hojas en blanco en mi traje sepulcral, ... sé que
nadie vendrá a recoger estos pensamientos que aún no concluyen.
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