Dos.
La luz se estrella contra la pared de ladrillos. Destellos naranjas aletean en los espacios del aire. Los cerros verdes, enormes, silentes, vigilan desde lejos. Las antenas de recepción, los tinacos y los escombros que se amontonan arriba de las casas, se cubren de celofán rojizo. Pronto se irá el sol. Se irá con este viento, este norte que sopla fuerte y frío, que pareciera llevarse también consigo los sueños de quienes han dormido la siesta. Poco a poco, el día irá padeciendo hasta morir. Ahora se percibe ese resplandor que surge precisamente cuando muere el ocaso, antes de anochecer por completo, como un flashazo, un relámpago enorme que se queda congelado y nos deja, por un breve instante, su luminosidad en los ojos, en las cosas, que reflejan un brillo gris pero anaranjado a la vez, un brillo uterino, digamos. Por fin oscurece, las lámparas en los camellones, las farolas en las calles, se encienden; la luz artificial hace presencia. Las tiendas, algunos negocios allá abajo, han comenzado a cerrar, se oyen varias cortinas metálicas cayendo. Me encuentro arriba, en la azotea del edificio H de la unidad habitacional “Rinconada del Sol”, con Mario, que se entretiene oliendo los calzones de la vecina del 201, una chamaca bien proporcionada y potable, muy apetecible, entre los veintisiete y treinta años. La ropa en los tendederos se agita violentamente.
Rola el toque, no seas atascado, me dice. No seas atascado tú con los chones de la chava, te vas a dar un pasón de fluidos vaginales, le contesto y le doy el cigarro recién manufacturado. Es que huelen muy ricos; como me gustaría revolcarme con la vecinita, olerla de a de veras, dice con emoción notoria en su voz. Oye, y a todo esto, ¿por qué subimos a fumarnos el churro acá, si en tu depa se puede?, pregunta mientras retiene el humo. Para ver el cielo, los cerros, no sé, para que pudieras oler la ropa interior de una mujer, pinche depravado, contesto y recibo una vez más el gallito, fumo, retengo, exhalo, vuelo. Imagino que vuelo. Por encima de los edificios, de las casas. Que vuelo hasta su casa, hasta su ventana, hasta su cuarto. ¿Qué pensaría si me viera algún día? Imagino que entro, que atravieso el cristal y que me monto en ella. Imagino que la penetro, que estoy en su cuarto, ese cuarto que me atrae mucho, en el que no se complementa nada. Imagino que lo hacemos tres, cinco, siete veces. Y que no llora, que terminamos desnudos de ropas y miedos, que no llora porque la he llevado a múltiples orgasmos y porque a cada embestida le fui inyectando felicidad. Sonrío, quiero acomodar mi sombrero de fieltro que me cubre la cabeza. ¿Cuál sombrero? Yo no tengo sombrero. Quiero uno, me digo. Y me imagino que estoy en su cuarto, desnudo, copulando con ella de a perrito y con un sombrero gris de fieltro puesto.
Oye, no te pierdas, ¡hey despierta!, exclama Mario muy cerca de mi cara. Te ondeas gacho, mi hermano, te pregunté si vas a ir a la proyección de la película y te quedas ido, viendo hacia quién sabe dónde, agrega. Lo siento; voy a ir pero yo te alcanzo allá porque me salió trabajo para hoy, contesto. La sirena de una patrulla suena a lo lejos, el viento sopla más fuerte en las azoteas, la ropa se sacude ahora más violentamente, haciendo un sonido arrullador. ¿Qué pensaría si me viera masturbándome en la rama del árbol, mientras la veo masturbarse a ella? ¿Me atrevería a explicarle que la veo desde el primer día que llegó a vivir ahí, la noche en la que se masturbó soplándose aire caliente con su secadora de cabello en la vagina, como bautizando, como inaugurando ese espacio, su cuarto, que antes de que habitara ese cuarto, que estaba vacío y sucio, en el último edificio, el Z, en el que sólo viven otras dos personas aparte de ella, yo llegaba ahí a esconderme de la gente, a beber, a drogarme, a observar a las demás personas en los edificios de la unidad habitacional? Imagino que algún día la veo en la calle y le hablo, que le invito a tomar unas frías cervezas, para platicar, sin ningún compromiso claro, cómo crees, yo soy Pedro y tú?, ahora que si quieres me gustaría sustituir a esa vela que usas o a el control remoto o (como la otra vez) la paleta de limón que te metes en esas noches candentes y solitarias que reflejas pasar. ¿Cómo decirle que ya van más de diez o quince veces que la veo, desde que ella llegó, hace como un mes? ¿Qué diría? ¿Qué pensará? ¿Quién será? Pero lo que más me perturba son sus lagrimas, las que derramó la última vez que la vi. Las lágrimas que atravesaron ese magnífico rostro adusto tan suyo.
Pinche pedro, neta que estás bien raro hoy. O de plano te pega bien cabrón el viaje ya, mano, creo que debes bajarle volumen a tu música ya, carnal. Mientras él habla, escupiendo pequeñas partículas de saliva, observo el rostro de mi amigo e intento crear un efecto visual, trato de desenfocarlo, de sacarlo de foco, veo su rostro borroso y lo que está detrás suyo (el tendedero, la ropa interior de la vecina, las antenas, los edificios y sus luces encendidas, la ciudad iluminada atrás, el valle y los cerros llenos de luces, el cielo negro ya, con sus estrellas y su luna, como de utilería) se ve nítido, mucho más claro que él. ¿Me oíste? Dije que si quieres te puedo dar un aventón a tu cita, ¿a dónde vas?, pregunta. No, gracias, Ramón, en serio. Ella vendrá acá. Es una nueva. Viuda reciente. Me laten las viudas, termino diciendo.
Estoy en mi departamento. Rento un lugar ya amueblado, que consta de un cuarto (con espejos en paredes y techos), un baño, una salita, espacio pequeño para la cocina y una terracita en la que se construyó un lavabo y en donde lavo mi ropa. Desde que comencé a trabajar para Roli me ha ido bien, he tenido buenos ingresos. Con lo que ganaba dando clases en la prepa no me alcanzaba y decidí cambiar de chamba. Dejar esa escuela y ese pinche empleo fue lo mejor. Tengo más tiempo para leer, para ver películas, para escribir. Pero lo mejor de todo es la buena paga. De hecho, ya me hubiera cambiado a una casa si no es por la nueva inquilina de aquel edificio viejo de la unidad, el que no está pintado y que se ve de lado, como vil torre de Pisa. Prendo el ventilador, pongo algo de lounge, a Esquivel específicamente, para ambientar. Tocan a la puerta. Debe ser ella. Abro. Una señora alta, rubia, como de unos treinta y siete o cuarenta años aparece ante mí. Trae un vestido negro, ajustado, con un sugerente escote, además de portar un pequeño bolso y una bufanda, negros también. Da un último toque al cigarro que venía fumando y sopla el humo hacia mí, no a la cara, pero sí hacia mí. Imagino que tú eres Pedro, me dice. Imagina usted bien, preciosa. Ya, ya, sin adulaciones ni piropos. Quiero que me lo hagas rápido, callado y rápido, lo más salvaje que puedas, sin que nos besemos y mucho menos quiero que hables, dice mientras tira el cigarro y lo apaga con una de sus zapatillas. Está bien, pasa, le invito, siéntate y relájate, sé que es tu primera vez y/ ¡Pero no entendiste o qué!, me interrumpe enojada, dije que no hables, no estoy nerviosa, tan sólo quiero que me cojas callado, sin besarme y muy fuerte, si no puedes gracias, le diré a Roli que su servicio no me gustó. Está bien, está bien, lo siento, le digo excusándome. Entonces pasamos al cuarto y procedo a hacerlo violentamente, como ella ha pedido. Al finalizar me deja el dinero en la mesita a lado de mi cama, donde hay una foto de una amiga mía a la que agarré desnuda. Buena foto, ¿eres fotógrafo?, pregunta al fin y después de un largo silencio muy incómodo. Yo no contesto, la mando al diablo en y con mi silencio, sigo fielmente las instrucciones que ella dio. No te enojes, me dice ya en la puerta del depa, en realidad cojes muy rico, te necesitaré luego y ya hablaremos, debes entenderme, hoy hace nueve días que se murió el pendejo de mi marido, aun estoy de luto, dice ahogando una risita cínica, que esboza para sí misma. Cuídate, me dice al final, dándome un rico beso en la boca, chupándome el labio inferior y mete otros billetes extra en la bolsa de la bata de algodón que me he puesto.
La proyección ha sido un éxito, varios bebemos como animales y comentamos la cinta que acabamos de ver. Todo mundo habla de la buena actuación de Rourke, interpretando a Bukowski, o a Chinaski, que es lo mismo. Todos vociferamos alto, tan alto que los encargados del lugar han venido a decirnos que el lugar ya va a cerrar. Que buena idea, le dice un desconocido a Héctor, otro amigo mío y que organizó la velada cinematográfica. ¡Buenísima idea esta la de proyectar “Barfly” en la cabina de una sex shop!, ¿cómo le hiciste?, pregunta otro. No pues, pues nada más hablé con los dueños del lugar, pues ellos dijeron: no pues sí, como de que no, y pues ya ves, ya viste no?, la peli y todo, las chelas y todo, el alcohol y todo corrió a cargo de mí, tu seguro servilleta y pues la neta sí salió un billetito pero no hay tos, contesta Hector, notoriamente dopado y estimulado por el trago y quién sabe qué más sustancias. Mientras levantan las sillas y demás cosas en la cabina, decido husmear por la tienda, ver los juguetes sexuales: fuetes, mallas y máscaras de cuero, consoladores, vaginas de hule y demás parafernalia cuelgan en varios exhibidores. Entonces, de otra cabina sale una pareja, él sale primero, es alguien grande, como de unos cincuenta y cinco o sesenta años. La mujer que le sigue se me hace conocida. ¡Demonios!, pienso, pero si es la hermosa que se masturba constantemente, la que observo. Un cosquilleo extraño me recorre el estómago. Siento que mi rostro se pone pálido y luego se sonroja, cuando ella me voltea a ver sin querer y posa su mirada por un rato en la mía. Luego baja la vista, se acomoda el cabello y se dispone a entregar una película a la encargada de los videos tres equis. El señor con el que viene parece conocer a Héctor, pues este lo saluda efusivamente. ¡Doctor Lamberto!, pero, ¿qué hace por acá?, pregunta mi amigo. Nada, nada, simplemente haciendo travesuras, contesta el viejo, lanzando una mirada de lascivia a la joven y jalándola hacia él, para darle una fuerte nalgada, a lo que ella responde con una sonrisa fingida, forzada. El ruco y mi amigo se van para afuera del local, para platicar y ella queda sola, viendo las películas pornográficas en el estante. Yo la observo, cuasi oculto, detrás de una columna que atraviesa la habitación. Observo sus nalgas, que se proyectan apretadas detrás de su pantalón tallado de pana. Observo sus manos, los dedos que desenredan su cabello castaño. Veo el temblor de sus nalgas al dar un paso. Entonces voltea a verme en un movimiento rápido. ¿Qué me ves?, ¡pinche mirón!, me dice y me hace una seña obscena con un dedo. Luego se va. Yo ahí parado, como estúpido, no pude decir nada, tan sólo la seguí observando, la seguí con la mirada, viendo siempre el tentador vibrar de sus pompas al caminar.
Afuera hay frío. La noche nos cubre. Una noche despejada, sin lluvia pero fresca. Una noche con buena luna, luna llena. Héctor y yo estamos orinando las llantas del carro de Mario, que nos espera adentro, con el auto encendido. La gente ya se ha ido, la sex shop ha cerrado, la encargada nos queda viendo con desprecio y desconfianza, como diciéndonos: pinches cochinos, a orinar a sus casas, cuando pasa cerca de nosotros que aullamos, como buenos lobos, a la noche. Me sacudo el miembro y le pregunto a mi amigo si sabe si ese ruco que conoce, al que llamó doctor, es pareja de la chava con la que iba. Mira, pues no sé, ese ruco, como tú le dices, es el mero, mero del Centro Cultural, se las gasta en lana y además es un pinche lujurioso y adicto de primera, por eso es mi conocido pues, por lo de las drogas, digo, yo le conecto pues, me acaba, bueno, nos acaba de invitar a su casa, a una fiestecita, a seguirle, ahí puedes preguntarle, si quieres a ella de una vez, si tanto te interesa, pues. ¡Apúrenle!, parecen pipas de agua. Nos subimos al auto. Mario pone una rola de Led Zeppelín, a todo volumen. Yo te dirijo, le dice Héctor, yo sé dónde vive el Lamberto este. Escucho la música y me imagino lo que le diré. ¿Se lo diré? ¿Por qué anda con ese vejestorio? Nos dirigimos a la fiesta y yo solamente pienso en ella, en su rostro inexpresivo, en el temblor de sus nalgas.
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