Cuando andando por la calle nos encontramos con dos espejos formando una esquina, inevitablemente nos vemos tentados a mirar nuestro reflejo en ellos, pero nunca conseguimos vernos enteramente. Seguimos caminando, expectantes de lo que pasará, con la mirada fija en la esquina, y al ver frustrados nuestros deseos, no nos queda más remedio que intentar sacar una pequeña victoria: damos dos, quizá tres, pasos atrás, mas no conseguimos nada. Nos detenemos. Miramos con curiosidad hasta que justo antes de rendirnos, una de nuestras imágenes nos seduce y hace que giremos unos pocos grados nuestro cuerpo. Entonces, el silencio largamente esperado -en íntimo secreto- se hace real. Observamos nuestras pestañas mecerse lánguidamente al tiempo que nuestros ojos bailan sobre nuestra imagen. Vemos esa luz que mana del propio espejo reflejada en nuestras pupilas. Estamos empezando, por fin, a descubrirnos a nosotros mismos cuando un coche pasa demasiado cercano y al punto nos encontramos de nuevo en el mundo real.