La depresión lo ahogaba, lo aprisionaba. Sus cabellos castaños poco a poco se fueron pintando de color ceniza. Sus manos y rostro perdieron su juventud. Ahora es un anciano. ¡Dios santo! Exclamaba al verse al espejo. Claro, él era el que notaba en sí mismo el paso del tiempo, pero nadie lo notaba, a nadie le importaba. Él era un hombre conocido, pero no tenía a nadie. Él, si se enfermaba, tendría que arrastrarse por el suelo para tomar el teléfono y así pedir auxilio. Desde que se jubiló, su juventud se terminó. Había dedicado toda su juventud oculto en sus temores y en la adultez a recriminar a los otros y de existir sólo para sufrir su soledad, pero su soledad era olvidada, aunque esporádicamente, en momentos de trabajo. Estando jubilado se quedaba recordando cuán fracasado era. El jubilado apoyó su cabeza contra la pared. Suspiró, pero esta vez no se puso a llorar y se podría decir por dos motivos: A sus ojos no le quedaban lágrimas y su dolor era tan fuerte que cada vez que lo vomitaba en sus llantos solitarios, se los volvía a comer para volverlos a vomitar. Quiso acabar con ese maldito círculo vicioso.
- Se acabó.- se dijo, con un nudo en la garganta.
Su cabeza se separó dos pulgadas de la pared para luego chocar de nuevo. Recordó una vez más lo mísero que era y apretó sus puños. Nada tenía qué hacer. Quería con todas sus fuerzas que alguien entrase a su departamento y que le diera muerte en un vil asalto. Pero dudosamente alguien lo haría: lo único que hay la casa es una que otra prenda de ropa, una cama y un teléfono que patéticamente nunca sonaba. Así pues, las paredes de su minúsculo departamento le quedaron enormes, se sentía más pequeño que una hormiga en casa de elefantes. El mísero solitario, como se llamaba él mismo, se puso a espaldas contra la pared y se deslizó hacia abajo y se quedó sentado, como un muñeco de trapo, mirando el vacío.
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