Al margen de la eterna batalla donde no está permitido dejar ideas prisioneras, me veo entre tanta letra muerta, no porque haya dejado de latir, es que nadie levanta su tapa sepulcral; muchos se cubren los ojos para poder decir que no existe. Otros estamos demasiado famélicos para intentarlo. Quizá esté cavando la tumba de mis palabras, otro ocupante más de los nichos mecanografiados en el lomo; tiro una plegaria al aire por si alguna mosca celeste se cruza en su camino y se atreve a curar sus heridas con estos signos peregrinos. En plena justa ya no soporté más ser un descifrador de instrumentos, un aterrizaje perfecto, una oportunidad perdida y ese cargamento de pesadillas al que me negué a transportar pensando en detenerlo, pero se lo llevó algún otro sonámbulo ensartado al canto cristalizado de una sirena del Huallaga. Me acusaron de loco desde su paranoia; en la frenética persecución de sus chatos sueños verdes me diagnosticaron pataleta ontológica con residuos de salsa existencial, siendo ellos el chancro atracado en el vientre virginal de la jungla, el que la hizo vomitar esa polvareda, ese blanco noctámbulo heredero de las pezuñas de Atila. La negativa, me temo, fue una barrera de papel contra la voracidad de charapas, camaleones y algunas ratas de callejón, pero la negativa, al menos no fue la única.