Los interminables cuartos que se sucedían en una clonación de estancias repletas de muebles antiguos, eran el tenebroso escenario para ese pequeño grupo de personas que se repartía esos dominios. Adentro de esa inmensa casona se sucedían los mismos hechos triviales que en cualquier otro hogar sólo que estos se amplificaban en la vastedad penumbrosa y adquirían una particular solemnidad.. El sonido de las voces, hermanada con los ecos, se amplificaba en los enormes espacios, rebotaba y se diluía, pero algunos de estos ecos se anidaban en los vericuetos del entretecho y allí se confundían con los maullidos de los gatos y el arrullo de las palomas. En las noches esos sonidos se reproducían fantasmagóricos y tomaban la forma de enérgicas reprimendas, velados llamados al orden, risas infantiles o simples y triviales conversaciones de los dueños de casa. Quienes habitaban dicho hogar ya estaban acostumbrados a este etéreo tránsito que sobrevolaba sus cabezas para finalmente depositarse sobre las raídas alfombras en donde bostezaban más tarde las sílabas incompletas.
Carlos Cerón, esposo de Susana de las Mercedes Buendía y padre de Juanita y Martín, dos hermosos y traviesos pequeñines, era un eminente abogado que ejercía con enorme y bien ganado prestigio en un importante buffet de profesionales. Su trabajo le absorbía gran parte de su tiempo de tal modo que se veía muy escasamente en esa gigantesca residencia comprada hacía poco tiempo en ese sector de Santiago. Pudo haber elegido una vivienda más pequeña pero él amaba los espacios amplios, los inmensos ventanales encortinados, la posibilidad de ir descubriendo rincones a cada trecho y de sentir las reverberancias de la música clásica expandiéndose emancipada por las incontables salas. Además le fascinaba poseer esa enorme biblioteca y una servidumbre fiel y presta a atenderlo a él y a su familia. Susana hubiese preferido un hogar de acentos más íntimos ya que la espaciosidad de esa mansión la aterraba y le producía la sensación de estar inmersa en un inmenso océano de muros, alfombras y muebles semejantes a catafalcos. Tenía la desagradable sensación de ser engullida a cada trecho por esa marea aterradora. Nunca se sintió realmente en su hogar sino sobreviviendo en esa construcción que en su espantoso caos también se asemejaba mucho a un oscuro panteón.
Los niños, sin embargo, no sufrían las mismas aprensiones y deambulaban por las interminables habitaciones en una tremolina de correteos y risitas entremezcladas. A menudo se topaban con personajes extraños que no eran precisamente de la servidumbre sino la imagen distorsionada a los ojos recoletos de la mansión, los resabios de su memoria centenaria tratando de archivar malamente la fisonomía de sus ocupantes. Visiones que se ocultaban en los enmarcados espejos y desfiguraban los retratos desvaídos de los antiguos residentes. Los pequeños no se cuestionaban estas manifestaciones y las asimilaban a sus deschavetados juegos. Más tarde, al comentárselo a su madre, recibían las reprimendas y los incruentos castigos de –por ejemplo- quedarse sin sus postres o irse a dormir más temprano que de costumbre. Pero en su fuero interno, Susana sabía que algo siniestro se hospedaba entre esa multiplicidad de muros y en sus pesadillas se imaginaba rodeada de una legión de espectros que la contemplaban con ojos inquisidores.
Cierta tarde apareció Elías Centeno, un maestro cerrajero que, encomendado por el dueño de casa, debería reparar unas cuantas cerraduras. Este era un tipo rudo de rostro mal agestado y de muy escaso lenguaje. Susana le miró primero con desconfianza pero muy pronto se dio cuenta que ese tipo rústico le provocaba algo parecido a la atracción. Sin siquiera proponérselo y pudiendo haber recurrido a sus empleados, ella se dio a la tarea de atender personalmente al desconocido. Este, a su vez, comenzó a mirarla de reojo, pareciendo adivinar los sentimientos encontrados en que se debatía la mujer. Quizás fue el enorme contraste entre su personalidad refinada y la tosca reciedumbre de aquél lo que promovió este larvario estado, que de curiosidad derivó en pasión. Sea lo que fuere y sin que existiera un fin predeterminado, muy pronto se encontró desnuda en su lecho y seducida por ese tipo tan infinitamente diferente a su esposo y por lo mismo tan excitante para su naturaleza femenina. La mansión pareció sacudirse en espasmos de lujuria y ella lo atribuyó a esa nueva experiencia que arremetía con fuerza en sus alborotados sentidos.
Carlos continuaba con sus importantes labores y eso ahora no preocupaba mayormente a Susana, quien, sólo deseaba verse protegida por los brazos firmes y musculosos de Elías para sobrevolar sus angustias o, mejor dicho, para cargar con todas ellas e incinerarse en esos reiterativos infiernos de mutuos orgasmos. La vida continuaba rutinaria en la casona salvo por ese islote de pasión que parecía navegar sin problemas en las aguas azarosas de aquella instintiva insensatez.
Pero una noche de insomnio promovida por extraños ruidos, más extraños que de costumbre a decir verdad, sacó a Carlos de su lecho. En su trayecto a la cocina, sintió que unos pasos insondables parecían marcar una determinada ruta. El hombre, pragmático como el que más, no se atemorizó en lo más mínimo y se internó por los tenebrosos pasillos en procura de una respuesta razonable. Los ecos se multiplicaban y cualquiera que no hubiera tenido la naturaleza del abogado se habría debatido en el miedo más absoluto. De pronto, sin saberse por qué, una puerta rechinó alargándose el quejido en una especie de fantasmal clamor. El hombre ingresó a la habitación y lo que vio en uno de los espejos le provocó una pugna entre su racionalidad a ultranza y un atisbo de algo muy parecido al temor. En la luna algo empavonada de ese cristal aparecieron dos cuerpos trenzados en un fogoso romance. Eran dos figuras distorsionadas que se debatían entre ecos ululantes, objetos imprecisos en los que Carlos creyó reconocer algunos gestos, ciertas vaguedades, ínfimos rastros de la personalidad sensual de su esposa.
Elías terminó con su tarea en aquella casa pero aún se dio maña para continuar con ese affaire que tan gratuitamente había aparecido para salpimentar su existencia. Susana en cambio se enamoró de aquél rústico varón y se desvivía por él. Ambos inventaban excusas para encontrarse, ella descomponía los objetos y él se demoraba una enormidad en repararlos. La servidumbre comenzó a sospechar algo que los niños ya sabían, puesto que la casa ya se los había mostrado en sus particulares visiones.
La desgracia estaba a punto de saciar sus vernáculas ansias de sangre, lágrimas y llanto para jalonar su luctuosa enseña. Una tarde apareció abruptamente Carlos y sin anunciarse siquiera, ingresó por una puerta lateral. Adentro todo era silencio, a veces interrumpido por los gritos lejanos de los chicos. Caminando con cautela, se aproximó a una de las habitaciones, acaso la de aquella noche misteriosa y cuando estuvo en la puerta de ella, la abrió con violencia. El rostro espantado de Susana, su cuerpo apenas cubierto por las sábanas y la figura de un hombre dibujado en la semipenumbra, fueron el detonante para que el abogado extrajera un revolver de uno de sus bolsillos y lo descargara por completo sobre esos seres que del placer más completo fueron expulsados a un pozo de hipotética perpetuidad.
Instantes más tarde, Carlos buscó a sus hijos y los llevó a sus habitaciones. Se acomodó junto a ellos, les leyó un cuento y como era de esperar los pequeños muy pronto sintieron que el sueño les embargaba. Ya dormidos, puso alternadamente un almohadón sobre cada uno de sus rostros hasta que la muerte acudió a sus almitas inocentes. Todo culminó con un disparo en la sien de aquel hombre formal que había encontrado el modo más práctico, según él, para acabar con sus pesares.
La casona hoy es una enorme mole derruida y quienes se internan por esos espacios neblinosos juran que a veces han visto sombras deformadas que se desplazan de una habitación en otra buscando inexistentes espejos en los cuales encontrar espectrales respuestas…
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