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Se oían tambores en las lejanas montañas. La muchacha se encontraba prisionera. Aun cuando una venda de fuego la mantenía ciega, sabía que su captor era el distante cielo nocturno, que la oprimía contra la gran piedra, y que las punzantes estrellas eran las agujas que laceraban su carne desnuda. Su busto, perlado por el frío sudor del terror, se había convertido en un voluptuoso espejo.

Sus almendrados ojos le produjeron punzadas del más puro dolor cuando recibieron las primeras luces de una argéntea luna que se escondía, quizás por miedo, tras el horizonte. Las lágrimas que los humedecían trataban de encontrar salvación alguna en las nevadas montañas, mas no lo conseguían.

En el intervalo en el cual las pupilas se dilataban y la visión se volvía nítida, los demás sentidos cobraban protagonismo. Su boca aún era un contraste de sabores; el amargo de la droga sedante, el agridulce del amor con el que fue engañada, el ácido de la traición...

Su dolorido cuerpo, desprotegido en casi la totalidad de su extensión, registraba mil y una magulladuras en el altar de piedra, cuyas dimensiones le fueron imposibles de adivinar. La glacial temperatura no le ocasionó tanto frío como lo hicieron los aullidos de los muertos, que arremolinaron su larga cabellera y le produjeron tal escalofrío que toda su piel se puso de gallina y erectó sus pezones con una extrañísima sensación.

El aroma dulzón de la muerte alcanzó su olfato cuando empezó a percatarse de que era lo único vivo que había en el inquietante paisaje; que iba a ser testigo de horrores que sólo ciertos los dioses se aventurarían a conocer.
Lo siguiente que percibió fue un ensordecedor eco a intervalos regulares, que parecían eternidades si se comparan con el retumbar de aquellos tambores lejanos, que provenían de las montañas.

Una nueva sensación, un tremendo dolor irrumpió en los pensamientos de la joven; devolviéndola a la realidad. El frío metal rompía en pedazos su corazón, desgarrando furiosamente músculos y huesos. Una fina columna de plata, con áureos filigranas, se erguía triunfante sobre su pecho; del que manaba un dulce licor bermellón, embriagador fluido vital.

Gimió, y sintió que la vida se le escapaba, que su alma le era arrebatada. Sólo ahora, que su vida expiraba, alcanzó a ver a su asesino. Aquel cuyo rostro no pudo vislumbrar, cubierto por un piadoso capuchón, del mismo color de su túnica; negro, con bordados en oro, que brillaban con una mortecina luz dorada.

Durante un momento que le pareció una eternidad, sintió que fuego y hielo recorrían y abrasaban sus entrañas. Imploró por última vez al negro cielo. Su corazón perdió presión, se moría. Aquel acompasado y ensordecedor eco se amortiguó. Las montañas guardaron silencio, y entonces se dio cuenta de que estaba muerta. ¿Pero había estado realmente viva durante todo este tiempo... ?

Texto agregado el 22-09-2003, y leído por 199 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-10-2003 que extraño siento como si me describieras, ja, que ironia... leticia
 
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