Locario no quiso pernoctar en la finca, tenía el tiempo necesario para regresar a Uchiza, el flete estaba en su poder; se despidió de los colochos, puso en marcha la máquina y despegó sin demora. A lo lejos divisó un paredón oscuro de mal tiempo atravesando su trayectoria, no era posible evadirlo; antes de entrar en el frente, bombeó combustible a uno de los tanques, se ajustó el cinturón y el arnés; el valle del Huallaga estaba sombrío operable, según la apreciación del hombre de la radio. Tomó una gran bocanada de aire a escasos segundos de entrar en la nubosidad color cemento; apenas se dejó engullir, la turbulencia lo exigió al máximo; los gotones semejaban piedras queriendo perforar el parabrisas; el timón se movía al antojo del viento sin importar el esfuerzo de Locario por mantener el control; preocupado, puso rígidas las piernas sobre los pedales, clavando el rumbo en la brújula; los relámpagos lo cegaban, conectó las luces de la cabina en toda su intensidad.
La señora revisaba la superficie del huevo sin ningún tipo de trance, por ese fugaz cambio de foco de su mirada directo a los ojos de Locario, supo que algo andaba mal; el huevo le decía otras artes, es decir, otros brujos. No es la primera vez que busca esta clase de ayudadita, verdad. Bueno, pero nada en especial. La mujer se movió con disgusto, con la certeza de que le habían lanzado groseramente a la cara una mentira. ¿Y el huesito de tanrilla que guarda en el fondo de maleta, es azul no es cierto? Locario se quedó de una pieza. Y esa cochinada que le gusta ponerse en el brazo para llevar a su cama a cualquier huambrilla incauta que le da la mano. Sintió como si la cara se le hubiera embadurnado con yeso. Con todo respeto, que usted no supo tener hacia mi persona, haga el favor de marcharse; lo único que le puedo decir es que no hay nada por temer, pero que debería comenzar a reparar el daño que ha regado, aquí aparece la multitud de almitas de tanto bebito que no llegó a serlo, muertos casi en manos de usted, seguramente los ve de vez en cuando, buscando el futuro debajo de las piedras que pisa, con el amanecer con que les engañó al llamarlos a la vida sin querer. Sin sangre en la cara le preguntó lo que vino a saber, como era su costumbre. Voy a tener un vuelo, ¿puedo hacerlo sin problema? Ah, ¿el que va a hacer con droga? Le repito, no veo ningún problema, por ahora. Locario salió hecho una furia pensando que alguien lo había boleteado, dejó una cantidad mayor a la consulta normal, pero eso no impidió que la señora le dijera que no volviera a su consulta nunca más. El sudor frío de siempre le quemaba aún en la cara, cada vez que iba a una de esas sesiones su cuerpo reaccionaba así; quién sabe por qué intuía la presencia de algo o alguien de fuera de este mundo. No podía dejar de saber el futuro, se volvió una adicción. Eso empezó cuando se asomaron problemas con su mujer, a veces no le era posible cumplirle. Ella era muy joven y él ya estaba dando la vuelta en contra al reloj. Esos vuelos ya empezaban a darle suficiente dinero para hacerlo atractivo, un hombre interesante, pero hay cosas que no se pueden comprar, así que siguiendo el consejo de un conejo, fue a buscar uno de esos curanderos, que lo tuvo a un régimen de pociones y dietas de comida como de sexo, no ocurriendo nada de lo prometido. Ya estaba tirando la toalla, resignándose a que su mujer le “adorne la cabeza”, cuando uno de sus ayudantes le habló de don Pancracio; y lo llevó, algo entrado en la selva a la casa de este señor. No hubiera dado ni un centavo por ese viejito que fumaba un capacho a un lado de su choza. Los ojillos del viejo auscultaron de pies a cabeza al piloto, el humo del cigarro hacía irespirable el aire de la choza. Es frío señor, déme 20 soles y le preparo el remedio. Locario no lo pensó dos veces y le entregó lo solicitado. ¿Puedo leerle las cartas, señor, estoy viendo algo que me preocupa en su salud? Vamos, viejo, no me jodas con tus vainas. Al final cedió a la curiosidad. Mandó comprar un mazo nuevo de naipes y éste empezó. Hay mucho dinero a su alrededor, pero si se le acerca un joven que le falta el meñique izquierdo no acepte el siguiente negocio si es que no quiere perder algo más que a su mujercita. Ja, ja, viejo, te pasaste de la raya. El viejo no se sintió herido, ya estaba acostumbrado a tanta majadería de los jóvenes. Ahora puede irse señor, en siete días regrese por su remedio. Al día siguiente se le presentó el muchacho que le faltaba el meñique pidiéndole un vuelo a la frontera, le explicó todo demasiado pronto, mala señal, Locario, sorprendido de haber visto tan rápido la mutilación en la mano del muchacho, intentó escucharlo con atención; mas, por los pormenores que repetía como disco rayado y cierta intuición, no pasó por alto las advertencias del viejo y lo despidió sin dejar entrever la premonición. Después se arrepintió de no haber avisado a sus amigos la advertencia cuando Chani se fue. Volvió por su remedio, cuando le entregó la botella de un líquido pardo que era un menjurje de huevo, aguardiente, limón y otras cosas, luego enterrado bajo la boca de las canaletas para que el agua de lluvia le caiga de lleno abrigado por un poco de tierra. Debía tomarlo en ayunas. La ducha era obligatoria, sino quería quemarse por dentro, al cabo de siete días se despertó con una tremenda erección que le impidió salir de su cuarto hasta el medio día, cuando bajó la bandera como mejor pudo a puño y letra. En cierta forma se le pasó la mano, el viejo le mando tomar la poción por siete días y él vació la botella en 21 días. Día y noche su mujer fue sorprendida por la renovada fuerza de su esposo, pero ya después de una semana le dijo que parara y no pudo, comenzó a insinuarse a cuanta muchacha se le presentaba en el camino, pero la mayor de las veces no podía desahogar sus nuevos ímpetus y volvió a ver al viejo, haciéndose también habitual la pregunta sobre su siguiente vuelo, el vuelo no tendría problema, pero lo otro lo debía hacer otro personaje, el viejo lo internó aún más en la selva, y le presentó un hombre más viejo que él, por suficiente dinero le podía preparar un huesito de tanrilla, era más fácil de conseguir, pero no siempre era efectivo; había otra cosa que podía usar, los labios de la vagina de una delfín bufeo, era efectivo, pero sólo por una noche. Locario pagó por las dos cochinadas. Y el más viejo salió a la caza, “dietó” por una semana en plena selva para agudizar sus sentidos y ofrendó pagos a los demonios que habitan en los lugares donde buscaría sus presas, su aypullito se apoyó en la rama de un árbol cercano, le avisó con su chillido que una tanrrilla andaba cerca. Tomó su escopeta y a unos pasos de allí la encontró dirigiéndose a una quebradita por agua, el viejo parecía flotar sobre la hojarasca entre los árboles, como si ellos y sus raíces se encargaran de sostenerlo encima de la floresta sin hacer ruido. Cuando la tuvo en la mira, disparó y un tiro certero la atravesó. La recogió y separó las patas del resto de cuerpo que desplumó e hizo secar la carne y los huesitos de la pata los colgó del techo del tambito que había construido para guarecerse de las inclemencias de tiempo. Ahora debía acercarse a un río grande, era difícil quitar al río y a su yacuruna una de sus bellezas, pero al hombre no le importó la traición y sus consecuencias o si justos pagan por pegadores. La venganza del río sobrevendría hacia los habitantes de las riveras, perderían a sus hijas sin la esperanza de que el sumo poder de un brujo “banco” pudiera rescatarlas. Después de preparar la trampa en el lugar más propicio y pagar a su demonio del agua por la discreción de sus intenciones, regresó a su pequeño campamento. Los huesitos de la tanrilla ya estaban secos y dio inicio a los preparativos del embrujo, primero lanzó los huesillos a la orilla de la quebrada, recuperó sólo el que flotaba sobre una película de agua. Aprovechando la fogata y esperando que corran las horas hasta el momento de hacer el conjuro en el que debía llamar al espíritu de la tanrrilla muerta para que habite en su huesito y ayude a su poseedor a embrujar a la mujer a la que apunte y mire a través del huesillo y busque al dueño y exija que la haga suya. Por más simple que pareciera el conjuro no dejaba de ser agotador, pero por fin acabó con prepararlo y lo envió para entregarlo a su aypullito que a su vez lo entregó al viejo del brebaje afrodisíaco, quien recibió el dinero y dio las instrucciones de uso a Locario. Nadie debía ver que hacía uso del huesito, especialmente la elegida. Se debía enfocar el rostro de la mujer y ella debía voltear a mirar como si alguien tocara su hombro. Una forma de estar seguro de que funcionaba era apuntar a una perra negra y ver que volteara. Y así hizo y funcionó en algunas ocasiones. Mientras en la selva el brujo continuaba su acecho y como si tuviera todo el tiempo del mundo se dedicó a tejer una bolsa de shicra para su uso, porque la vieja ya era una bolsa toda llena de remiendos. Al tiempo se escuchó el primer coletazo y corrió hacia la orilla del río donde dejó la trampa y encontró enredada en ella a una bufeo robusta y firme como nunca había visto antes. En un par de saltos la sacó del agua donde podía recuperar fuerzas y con un golpe certero de su machete le atravesó el cerebro y murió dando un terrible quejido y se internó con el cuerpo inerme hasta su campamento, a lo lejos escuchó los lamentos de los habitantes del agua que lloraban su ausencia y preparaban su venganza. Así entre lamentos de hombres y espíritus del agua cortó los labios del sexo del animal quedando como un aro en carne viva y lo preparó invocando a la yacumama y a la pachamama para que le dieran el poder y a cambio les ofrecía la vida del delfín en ofrenda. Después de esas intensas sesiones de preparación del conjuro regresó a su casa y esperó que llegara el dueño del instrumento que acababa de traer consigo. Cuando Locario se enteró del regreso del brujo salió volando a su encuentro y no escatimó en el precio del amuleto. Ya había experimentado el uso del huesito de la tanrrilla. Esto no lo iba a decepcionar. Cuando lo quieras utilizar póntelo en el brazo derecho y mantenlo oculto bajo una camisa de manga larga. No des la mano a nadie más que a la que elijas y esa noche estará tocando tu puerta no importa lo indiferente y esquiva que se haya mostrado. Y así empezó a quebrantar voluntades e imponer su lujuria sin pensar en las aspiraciones ajenas y deseos futuros y no sin hacerse el desentendido de las consecuencias de sus actos repartiendo su semilla que la mayor de las veces no culminaba el embarazo a fuerza de pastillas del día siguiente o en las manos asesinas de algún abortero. Se le hizo tanta costumbre que ya sólo vivía para eso, esquivando el almita de los no nacidos y los lamentos de los ríos.
De vuelta sobre el caballo, dejando todas esas cosas en tierra; su espíritu de lucha era puesto a prueba una vez más, hasta para esto hay que tener cojones, si al menos fuera por algo que realmente valiera la pena, se sorprendió pensando a pesar de su apatía. Después de un sacudón, percibió un olor a plástico quemado; los rompecircuitos saltaron, el olor se tornó más penetrante, el humo podía envenenarlo; apagó el master del sistema eléctrico. La situación era controlable aún, la última comunicación persistió en “tiempo sombrío operable”, sólo recargó una hora de reserva y sin sistema eléctrico no podía recargar el par de timbos que restaban ni ubicar su posición con los equipos del avión. Se burló del chispazo de temor de ese momento; estaba a doce mil pies sobre selva baja; tenía el combustible justo.
Su principal preocupación, como la de todos en ese instante, era la posibilidad de perderse a causa de la tormenta, ya llevaba cuatro horas de vuelo sin salir de ese bendito mal tiempo, parece increíble como puede pasar el tiempo y tener la mente en blanco. El recuerdo de su familia lo sorprendió; tal vez no la volvería a ver. La resignación suplió a la nostalgia. ¿Qué más? Siempre estuvo consciente de lo que hacía, a pesar de que nunca había tocado un gramo de cocaína, la transportaba con tanta frescura. Los helicópteros no eran dificultad y su desprecio por la gente se lo permitían.
Como de golpe, salió del mal tiempo; observó el terreno, verde, verde hasta donde alcanzaban a ver sus ojos, se le erizaron los pelos, aún volaba sobre selva baja, a un lado corrían las curvas y remansos del río Ucayali como dejando un rastro marrón de mujer disponible o de una boa gigantesca en busca de alimento; por el tiempo de vuelo debería estar sobrevolando la cordillera; repasó con intensidad la mirada a sus cuatro cuadrantes; el sol cayendo al Oeste le dibujó las siluetas de los cerros, viró hacia ellos, a pesar de que consumiría más combustible, a veces priman las urgencias y no las razones, exigió al motor potencia de ascenso, debía llegar a algún sitio en una hora o la noche lo engulliría; ajustó todo su cuerpo como si con ello pudiera imprimir mayor velocidad al avión. La agitación no le permitió reconocer los ríos; sólo importaba pasar esos cerros y encontrar el Huallaga; el instinto de supervivencia lo obligó a pensar en Dios, empezó una plegaria, el sentimiento de culpa y la vergüenza le impidieron acabarla. La soberbia trató de apoderarse de él, pero la inminencia de la muerte le hizo caer en la cuenta de la futilidad de sus esfuerzos, del dinero ganado arriesgándolo todo; ahora sólo valía el polvo de sus huesos, apenas era un ser humano luchando, rogando por su vida. ¿Se encontraría con Chani?. Llegó a la primera cadena de montañas, roca y árboles, no reconocía el terreno; se mantuvo en el mismo rumbo con la esperanza de encontrar algún indicio de su posición, maldijo, el valle estaba cubierto por una capa baja de nubes; conectó el master eléctrico para tratar de comunicarse, mas el humo blanquecino volvió a emanar del panel, lo desconectó. La alarma empezaba a adormecer sus brazos y sus piernas; empapado, el sudor le corría helado por su cara, por su espalda, acalambrándose por los escalofríos, pero la alerta y la sangre bombeando, desbocada, lo mantenían en control.
Con gran esfuerzo logró calmar el torbellino desatado en su mente, respiraba con profundidad, como si ello le traería la calma, pero la hiperventilación le produjo un leve mareo; un escozor en su garganta seca lo obligó a toser provocándole el vómito, no encontró a su alcance algo donde arrojar; se ensució los pantalones, las arcadas lo obligaron a dejar los controles; al recuperarse casi entra en un tirabuzón al corregir el viraje en descenso en el que estaba el avión; controló el avión y volvió al rumbo; echó un vistazo al horizonte, con su mirada vidriosa, teñido de rojo y granate, el sol se despedía de él, en otras circunstancias habría disfrutado del ocaso; el tiempo corría y el combustible se agotaba; viró al rumbo recíproco buscando una hendidura en esa masa blanca para descender, pero ni rastro de la superficie.
Un sonido lo petrificó, un hálito helado le corrió la espina, el motor tosió; miró los indicadores de combustible, con sistema eléctrico fuera de servicio fue imposible anticipar ese momento, los tanques debían estar en cero; la hélice se detuvo. Mecánicamente compensó el avión a la velocidad de planeo, su mente se blanqueó; colocó su posible tumba paralela a dos cadenas de cerros, mientras descendía sentía la urgencia de salirse de su cuerpo, todo esfuerzo por eludir ese instante era inútil, se oía el roce del aire sobre las superficies del avión. No tardó en meterse en la capa de nubes que cubría el suelo, fue como quedarse ciego, sólo quedaba esperar el trastazo, no quiso cerrar los ojos, quería vivir ese instante, ver el lugar donde se encontraría con su duro destino. El altímetro le mostraba con lentitud cuántos pies lo separaban de su muerte, nunca se acobardó y éste no era momento para empezar; además, pensó con desdén, no pasaría del piso.
Se acomodó en su asiento, tenía cinco mil pies de altitud sobre el terreno; fijó su mirada en el parabrisas cubierto por la masa inconsistente del agua evaporada, cuatro mil pies entre esa orografía que lo esperaba. Tal vez lo devore la selva y no encuentren su cuerpo para sepultarlo. Tres mil pies. Locario se impacientaba, ya debía terminar esto de una vez. Dos mil quinientos pies. No pudo creerlo, por un segundo la sorpresa lo anonadó, había salido de la capa de nubes, el verdor del valle se camuflaba en los primeros vestigios de la noche, a cuarenta grados se extendía una pista. ¿Tocache? Viró hacia ella, la senda era perfecta, aterrizó con alivio, las piedrecillas saltaban golpeando las alas, apenas resplandecía la luz natural, la inercia lo carreteó hasta la rampa donde se detuvo; tiró la cabeza hacia atrás y estiró las piernas; la tensión se derritió adormilándolo, el cansancio lo atrapó en un suspiro; pero no podía perder tiempo, sacó el manifiesto, no reflexionó en lo que puso, los policías se lo pedirían. Se acomodó el cabello con las manos, se limpió lo mejor que pudo; pasado el susto, sintió el olor nauseabundo de su bilis impregnado en el interior del avión, cubrió los timbos. Un par de uniformados se acercaron, el piloto abrió la puerta, saludó a los policías y les entregó el manifiesto, mientras les comentaba sin que ellos escucharan que se había encontrado con mal tiempo, que se le malogró el sistema eléctrico. No hicieron preguntas, ya los habían comprado; el olor era insoportable, dieron media vuelta y se alejaron con una mueca de náusea. Limpió como pudo el interior, la creciente penumbra se lo dificultaba; recogió su maletín y cerró el avión dejando el aerodromo a sus espaldas.
Buscó una radio para conectarse con su base; reposado, comunicó su posición, aún le temblaban las piernas; detrás de la voz del jefe Eugenio Urcututo, oyó la algarabia de la gente de su empresa que festejaba, menos mal que tenía secuaces en Tocache. Al terminar la conversación, se metió en la primera chingana que encontró, dentro había algunos conocidos, lo miraron como a un fantasma, las malas noticias vuelan. Se sentó junto a ellos para emborracharse sin dar importancia al gesto de asco soltado ante su proximidad; mañana repararían el avión y en un par de días saldría otra vez hacia el norte. Aplastado, embriagándose con gente que apenas conocía, se sintió desprotegido preguntándole a su vaso de cerveza si algún día todo este asunto no sería más que un mal sueño; en fin, las cosas podrían ser peores, allí estaban las consecuencias de decir NO como lo hizo Pipité.
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