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I

Belén acerca con cuidado el cazo mediado de leche al fuego. El leve temblor de su mano denota que incluso este peso comienza a serle excesivo. Deposita lentamente el recipiente sobre el fuego asegurándose de que no se derrame por los lados. Acaba de limpiar la cocina y está cansada. Permanece de pie, con la mirada clavada en la leche, vigilando que el hervor no provoque el estropicio que sus brazos han conseguido evitar. Mientras, su pensamiento mira hacia atrás y le recuerda que a sus 76 años el tiempo que le queda por vivir no ha de ser mucho. Siente como el dolor de su espalda se agudiza, a pesar de llevar tan solo unos minutos de pie. Limpiar la cocina le ha llevado cerca de una hora. Antes lo hacía en 15 minutos y sin detenerse, y de eso no hace tanto tiempo. La leche empieza a revolverse en el interior del cazo, inquieta, rebelde, deseando escapar de las paredes que constituyen su prisión, ascendiendo impulsada por una fuerza invisible que la va acercando progresivamente a la libertad, pero cuando la salida está casi al alcance, cuando los borbotones más atrevidos se asoman al exterior, se hace el vacío en el interior del cazo y las esperanzas se van desvaneciendo lentamente, una vez más. Belén retira la leche del fuego y la vierte sobre los dos vasos situados en la bandeja roja de plástico.

Se oyen pasos arrastrados por el pasillo, pasos que se acercan de un modo cansino, pero rítmico. Pasos que irrumpen en la cocina y se acercan a la bandeja. El medio kilo escaso que añade de peso a su cuerpo enlentece aún más su ritmo. Pasos que se alejan hacia la salita. Pasos cuidadosos, vigilantes, inseguros. No se cruzan palabras, no es necesario.

Belén deposita el cazo en el fregadero y deja caer agua en su interior hasta mediarlo, justo por encima de la marca dejada por la nata de la leche. Se seca las manos en el paño que hay colgado en el picaporte de la puerta, donde nunca se pierde, donde está siempre a la vista. Con cuidado se dirige a la salita y se sienta en uno de los dos sillones de orejas, el más cercano a la TV., tan hundido por el peso de los años que necesita de varios cojines para recordar viejos tiempos de lozanía, para mantener su orgullo, pero a nadie engaña, ni siquiera con la funda que pretende disimularlos.

El otro sillón está ocupado por Antonio.

Los dos vasos de leche caliente presiden la pequeña mesa camilla que separa a los únicos habitantes de la casa. En la televisión, un ignorado concurso lúdico-cultural, que no consigue ninguno de sus dos propósitos, emite los únicos sonidos humanos de la habitación. En la ventana, la persiana semi cerrada proclama su inutilidad ante la incipiente noche estival que tanto se demora. Antonio bebe a sorbos emitiendo unos ruidos que Belén hace tiempo ya no le corrige. El reloj de pared se agita ante la proximidad de las campanadas. Las nueve en punto, la sintonía del telediario anuncia las malas noticias del mundo, aquellas que nunca importaron a Belén y Antonio, pero que ahora se han convertido en una parte fundamental de su rutina diaria, la última parte, o mejor la penúltima.

Otra estadística, el 90% de los niños que son dados en adopción se integran perfectamente en su nueva familia. A menudo niños que provienen de otros países, pobres, sin futuro, junto a padres sin descendencia, sin futuro. Una breve entrevista a padres orgullosos, unas pocas imágenes de niños pequeños correteando felices. Belén aparta la mirada de la televisión con el cambio de noticia, ya no le importa nada de lo que pueda mostrar. Parece cansada, pero Antonio sabe que esa no es la razón. No sabe si buscar la mirada de su mujer, o acariciar su mano suavemente, de un modo casual. No se atrevería a pronunciar palabra. La culpa no es expía hasta que la mente no deja de ocuparse de ella, y los días de Antonio son demasiado ociosos, y su memoria demasiado buena. Al final no hace nada, no porque lo decida, ni por falta de amor, sino por temor, por cobardía.

“Ahora anochece antes” comenta Antonio, mirando intencionadamente a la ventana, sin poder divisar nada a través de ella. “¿Quieres que nos acostemos ya?”. Belén levanta la mirada hacia donde la dirige su marido, pero no es necesario, su respuesta ya está pensada- “Como tu quieras, para lo que hacemos aquí”.

Antonio apaga el televisor con el mando a distancia. Es pesado y antiguo, uno de los primeros modelos que salieron al mercado. Lo deposita con cuidado sobre el cristal de la mesa. Belén se dispone a recoger los vasos de la mesa, pero su marido se lo impide. “Ya lo hago yo, pareces cansada, voy detrás de ti”.

La casa es pequeña, nada que ver con los caserones en los que ambos se criaron, cada uno en sus respectivos pueblos, allá en el norte. “Esto es más funcional” les habían dicho, ninguno de los dos estaban para demasiados esfuerzos, y era mejor una casa en la ciudad, cerca del ambulatorio, por si acaso, y con ascensor, por supuesto.

Belén tiene frío y se desviste con rapidez antes de introducirse en la cama. Hoy está especialmente cansada, y el edredón veraniego no consigue devolver la estabilidad a su temperatura corporal. Tiritan sus manos, y sus pies. Intenta frotarse con las sábanas, se encoge como si fuera un niño pequeño, como un recién nacido, como si quisiera volver a nacer, como si pudiera adivinar el futuro. El frío no la deja pensar más que en el frío.

“¿Tienes frío?” le pregunta Antonio que acaba de entrar en la habitación y la mira inmóvil desde el otro extremo. No necesita respuesta. Se acerca al armario y saca una manta fina de cuadros, regalo de los puntos del Banesto, y la extiende suavemente por sobre el edredón. Al llegar al cuerpo de Belén le acaricia levemente el brazo, esta vez sin ambigüedades, mostrando la intención de lo que pretende, sentirse cerca de ella. La sonrisa torcida que recibe en premio le es suficiente. Vuelve a la cocina para coger un vaso de agua para ella. Él nunca bebe por la noche, y habitualmente ella tampoco. Se detiene un instante a fregar el cazo y los dos vasos de leche vacíos. Se toma la medicación, para el corazón. Lo tiene débil. Belén tampoco tiene un corazón fuerte, antes sí, pero se niega a tomar pastillas. Siempre dice que no quiere alargar la vida más de lo necesario. Antonio es más cobarde.

Al entrar en la habitación Belén está dormida, así que después de depositar el vaso de agua que no será bebido en su mesita de noche, se dirige con sigilo hacia su lado de la cama. Cuarenta y ocho años y siempre han dormido en el mismo lado de la cama. Se quita las zapatillas lentamente e introduce su pesado cuerpo, mas por viejo que por voluminoso, bajo el edredón y la manta. Teme despertarla, aunque su temor no tenga sentido. Cierra los ojos diciéndose “un día más”, pensando que todos son iguales, cansadamente iguales, pero aún no sabe que esté no lo será, que éste lo recordará mientras viva, que todas sus palabras, sus gestos, sus pensamientos, quedarán grabados en su memoria. Acaricia el pelo de Belén antes de dormirse sin saber que lo hace por última vez. Al día siguiente, cuando intente buscar explicaciones, se culpará a sí mismo por no haberse dado cuenta, por no haber prestado más atención; la culpará a ella por no haber querido tomar medicación, y culpará a Dios por no darle fuerzas suficientes para acabar con su propia vida.


II


Belén se despertó empapada en sudor. Aunque la pesadilla se repetía con insistencia en los últimos días, no conseguía acostumbrarse, y siempre la obligaba a levantarse sobresaltada. Nunca había tenido una especial preocupación por la muerte, así que no entendía por qué la abordaban estos pensamientos tan lóbregos.

Miró el despertador para descubrir que ya eran casi las ocho y media. Una vez más Jose se había olvidado de volver a ponerlo después de levantarse. Belén se levantó de un salto y se dirigió a la ducha mientras se desnudaba por el camino, dejando un sendero de ropa qué, pensó, luego recogería. El agua fría la ayudó a despejarse del todo, agradeciendo haberse decidido a cambiar de aires y vivir en el sur. De vez en cuando echaba de menos cosas que pensó nunca añoraría, tales como la lluvia, a veces el frío, en verano, y sobre todo a sus hermanas. Pero el teléfono y las constantes y mutuas visitas ayudaban a mitigar esta añoranza.

Vestida con una falda larga y una blusa de seda salió de su casa en dirección al trabajo. La gestoría “Martínez & Serruno” abría a las nueve, si bien se les exigía a sus empleados que estuvieran al menos 10 minutos antes. Belén rara vez cumplía con ese precepto, pero aquel día llegó a las nueve y cuarto, maldiciendo y renegando de la empresa pública de autobuses, que ella nunca utilizaba, pero que hasta ahora había conseguido salvarla de más de un atolladero.

María le dijo que no era necesario que montara ningún escándalo, pues aún no habían llegado ninguno de los dos socios. Belén se dejó caer en la silla, renegando esta vez de las costumbres de la empresa, de la escasez de personal, de la cantidad de trabajo, de los salarios tan bajos, de lo difícil que le resultaba llegar a fin de mes a pesar del trabajo de Jose, y por tanto, de lo irresponsable que era Jose en lo que al despertador se refería, volviendo a renegar de las costumbres de la empresa.

María la interrumpió para decirle que un mensajero había traído un sobre para ella por la mañana. El sobre, de color amarillo crema, estaba en una de las esquinas de su mesa, sin remitente y con los bordes doblados. “¿Quién ha dicho que lo enviaba?”- preguntó Belén, pero su compañera no supo responderle. Con cuidado lo tomó entre sus manos, lo escrutó minuciosamente, y se decidió a abrirlo. En el interior tan solo había una tarjeta en la que, con letra temblorosa, escrita por una mano anciana, o asustada, o ambas cosas, se podía leer:

Tu también apareces en mis pesadillas. Balcón de la Alameda. 9:00 p.m.

Fdo: Antonio

Belén dejó caer la tarjeta bruscamente y miró en derredor para comprobar si alguien la estaba observando, pero todos estaban concentrados en sus mesas, incluida María. Sin atreverse a cogerla, la volvió a leer, mientras el color volvía a asomar tenuemente a sus mejillas. En principio pensó que podría ser una broma pesada, pero no recordaba haber comentado sus pesadillas con nadie, ni siquiera con Jose, y menos aún con alguien de la oficina. Intentó pensar alguna explicación alternativa, pero todas acababan muriendo por su falta de lógica. Además, no conocía a nadie que se llamara Antonio.

A pesar del desasosiego que le había producido la carta, Belén no era mujer fácil de intimidar, así que decidió que el único modo de encontrar la solución al enigma sería acudir a la cita, “Balcón de la Alameda. 9:00 p.m.”. Aún faltaban casi doce horas, así que en contra de su costumbre, tendría que trabajar un poco.

El día transcurrió de un modo lento y aburrido. Belén no conseguía apartar de su mente el momento de la cita, y el reloj que presidía la gran sala con mesas separadas a modo de mini despachos en que trabajaba, no parecía estar dispuesto a favorecer su tranquilidad.

A las ocho menos veinte adujo un irritante dolor de cabeza y se marchó, no sin antes llamar a Jose para decirle que llegaría un poco más tarde por culpa de “no sé qué cliente capullo”. La gestoría estaba cerca de la alameda, así que al cabo de diez minutos ya había llegado. Una hora antes de la cita era algo que atentaba contra las sólidas bases de su impuntualidad, pero quería reconocer el terreno. Algún que otro domingo se había acercado junto a Jose hasta este sitio, que en días festivos estaba lleno de paseantes, y durante las noches de los fines de semana acogía a jóvenes con muchas ganas de beber y poco dinero. Pero hoy no era ni lo uno ni lo otro, por tanto estaba prácticamente vacío. Tan sólo una pareja parecía finalizar lo que probablemente habría sido una airada discusión, y un viejo estaba sentado junto a la barandilla contemplando como el sol descendía por detrás del castillo iluminado, tiñendo de rosa las nubes que le rodeaban.

Belén se dirigió hacia el viejo disimuladamente. Quería comprobar si se trataba del protagonista de su pesadilla. Al pasar por su lado le miró de soslayo, observando su rostro, que aunque no se correspondía con el que iba buscando, le resultó muy familiar. Sin embargo, al no identificarlo claramente, decidió seguir andando y no dirigirse a él directamente.

“Llegas pronto”, oyó que le decía una voz justo detrás de ella, “Aunque creo que soy yo el que llego demasiado pronto. Siempre es así”. Belén se volvió sorprendida y pudo ver como el viejo se había incorporado y la miraba fijamente. “¿Es usted Antonio?” preguntó ella, sin terminar de reconocer como suya la voz que pronunciaba aquellas palabras. “¿Es usted quién me envió la carta esta mañana?, porque si es así creo que me debe una explicación”. Poco a poco iba recobrando su aplomo, pero no conseguía obtener ninguna respuesta. “Su cara me resulta familiar”, continuó, “pero no termino de adivinar a quién me recuerda”. El viejo esbozó una sonrisa “disculpa por el despiste de esta mañana, pero yo también me dormí e iba con prisa, por eso no recordé volver a poner el despertador”. Belén dio un paso atrás atemorizada, esta vez sí. Buscó entre los pliegues de los ojos y por debajo de sus bolsas, intentó imaginar pelo allá donde ya no había más que una absoluta calvicie, y añadir a boca y nariz la vitalidad que les faltaba. “¡Jose!” exclamó acusadoramente, “¿qué clase de broma estúpida es esta?”.

Jose se acercó hasta Belén y la obligó a sentarse. “Ahora tendrás que escucharme, porque lo que voy a contarte te resultará muy difícil de entender. No soy Jose, ni Antonio, o soy los dos si lo prefieres. En realidad sólo soy un anunciador de lo que nadie quiere oír, de las palabras más temidas y a la vez esperadas. Estas soñando Belén. Estás muriendo Belén. Esto que vives es tu último sueño, donde se entremezclan miedos, deseos y recuerdos. Es tu despedida, Belén, y yo estoy aquí para anunciártela.”

De repente, el paisaje que rodeaba a Belén y su acompañante empezó a difuminarse, como si su leve miopía se fuese agudizando a un ritmo trepidante. Los colores empezaban a desbordar las líneas que hasta ese momento habían conseguido custodiarlos, y se iban mezclando entre si dibujando un cuadro abstracto que, como empapado por la lluvia, se iba tornando cada vez más irreconocible. El único al que no parecían afectar estos cambios era el viejo que había frente a ella.

“En estos momentos estas cruzando el umbral, Belén”, continuó, “no tengas miedo”, y a la mente de ella empezaron a acudir recuerdos que hasta entonces no había tenido, recuerdos de su futuro, de su vejez, y el último recuerdo que acudió a su mente fue el de Antonio, su marido, arropándola ante el intenso y extraño frío que recorría todo su cuerpo. Convertida en una anciana, reconociéndose más allá de los sueños, con su recién adquirida conciencia de la realidad, comprendió que el instante que tanto había esperado estaba llegando. Miró a su alrededor, sin ser capaz de dar sentido al paisaje ya inexistente que la rodeaba, y fijando sus ojos en su acompañante, extendió las manos en una invitación diciendo “¿Vamos?”.

III

“¿Dónde estoy?”- Sólo tinieblas, que cubren todo lo que alcanza la vista. Sólo silencio, roto por las palabras inquisitivas, vacilantes, de una voz que acaba de irrumpir en el espacio prohibido. “¿Hay alguien?”- No hay eco ni respuesta. No hay salida. El tiempo no transcurre, no existe. No hay movimiento. No sabe si espera, porque no sabe que esperar. La oscuridad es tan profunda que no puede verse a sí misma. “No puedes verte porque no tienes cuerpo”- Una frase sin voz, solo sentida, no escuchada. “No puedes ver porque no tienes ojos”- Belén intenta mirar hacia distintas partes, pero todo son tinieblas, y no tiene sensación de movimiento. Busca la voz, o las palabras- “No puedes escuchar porque no tienes oídos. No puedes hablar porque no tienes boca”. No son palabras, son pensamientos. No vienen del exterior, sino de sí misma, pero ella misma no se encuentra. La desesperación empieza a apoderarse de ella. “¿Quién eres?, ¿Dónde estoy?”. Se da cuenta de que lo que antes creía que eran sus palabras, son tan sólo pensamientos. Sabe que existen, pero no los ha oído. “Estás en el umbral. Sólo las luces decidirán si podrás llegar hasta el final”- El pensamiento viene de ella, pero no es suyo. “¿Qué luces?, ¿Dónde me llevarán?”-Las tinieblas lo envuelven todo. Cada vez lo hace mejor, ahora no intenta hablar, sólo pensar. “Las luces brillarán y te llevarán. Si las luces se apagan antes de llegar, caerás. Las luces te llevarán al otro lado”- Sólo tinieblas, no aparece ninguna luz. “¿Cómo veré las luces si no tengo ojos?”- “Las luces no las verás, las sentirás. No todos llegan al otro lado. Sólo si las luces son lo suficientemente intensas te podrán llevar. Las luces brillarán contigo”- “¿Qué son las luces?, ¿Qué hay al otro lado?”- “Lo que hay al otro lado tendrás que descubrirlo por ti misma, si las luces consiguen llevarte. El camino las irá apagando, ellas te empujarán. Sólo si son brillantes te llevarán al final. Las luces son el fulgor de tu vida anterior, la luz que has dado a los demás. Las luces son la vida que has insuflado en otros más allá de tu propia vida. Son las esperanzas y el consuelo que has proporcionado, son los ánimos y el apoyo prestado. Son tu amistad y tu amor.”

De lo más profundo de las tinieblas empiezan a surgir pequeños destellos que van aumentando de tamaño. Las que no se pueden ver, sólo sentir, se acercan decididas hasta Belén, surgiendo de ella, para rodearla y penetrarla, para empujarla y acompañarla. Son muchas, pero sobre todo son muy brillantes. De entre todas ellas una no deja de crecer, y su luminosidad desbordante supera con creces a las demás, situándose justo en mitad de todas ellas, de ninguna parte, convirtiéndose en su centro de atracción. Belén siente las luces, siente su fulgor, especialmente el brillo radiante de una de ellas. La voz que no existe, en su despedida, pronuncia una última palabra, un pensamiento lejano, el último de ellos, el más deseado, a pesar de la incertidumbre de lo que le espera: “Llegarás”.

Texto agregado el 22-09-2003, y leído por 413 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
23-01-2005 ¡Que sorprendente cuento!. Como te envuelve. Creo que lo volveré a leer. me ha encantado. Un beso eloisa
23-04-2004 ¡Dios mio! que preciosidad ¡qué luz tiene este cuento! maravillas
12-04-2004 Pero que bueno es esto; empiezo de nuevo, seguro que se me escapó algo. Es hermoso, es original, es nostálgico...es un texto genial. Saludos. nomecreona
24-11-2003 Nada. No debo decir nada. Sólo mantener un respetuoso y admirado silencio que extienda el disfrute de haber leido esta pieza, impecable desde la construccion esforzada y cuidadosa, a las vueltas de tuerca imaginativas. Eso. Nada. Solo placer. gracias por compartirlo hache
30-09-2003 me encantó la descripción del peso de los años en ella, y esa suave nostalgia que envolvía su vida cotidiana, y la ternura de él, y todo ese pequeño universo de ideas, me pareció encantador que te avisaran de que te ibas a morir en una especie de sueño, y también la idea de que la luz que reflejas la recibas luego (algo muy en sintonía con mi propio pensamiento, siempre he creído que la felicidad que das es la que sientes, porque egoístamente te hace sentir feliz ver feliz a los demás) y por Dios que me calle alguien¡¡¡¡¡¡¡¡¡&iexc l; me ha encantado.. me voy .. ta luego rnahimla
30-09-2003 Santo cielo¡¡¡¡(nunca mejor dicho), que bien escribes... cuanto me gusta leerte, tus cuentos tienen un brillo especial, no te sabría decir qué pero hay algo en ellos que me hace recordarlos después de mucho tiempo de haberlos leído.. rnahimla
 
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