Cuando se van cayendo las vendas puede verse la carne viva, todavía roja, viscosa, burbujeante, hedionda. Cuerpo macerado por la fiebre, infecto, habitado por gusanos, hongos, por bacterias que llegaron ahí y ahí se quedaron, revolviéndose en el mar transparente de sus propias eses.
Cuando se van cayendo las vendas me veo: un enramado rojo de nervios, venas, tendones, huesos amarillentos que asoman entre los músculos flácidos. Y se derrama el pus de mis llagas, pululadas por microbios que trepan por la carne clavando dientes y garras.
Un flash de hastío me devuelve la imagen de un cuerpo arañado por el dolor de haber nacido y de haber sobrevivido, de tener que perder el dulzor tibio de las tetas de mi mamá, de descubrir que no soy el único, de lastimar y ser lastimado sólo para que me dejen ser, del amor que siempre arde, de los hijos, y de nuevo el amor que ya no está. Y la muerte, siempre la muerte.
Entonces veo a los otros cuerpos rozándome: son tan repugnantes como el mío, marcados por heridas que las vendas humedecidas de plasma tratan de cerrar, juntando los pedazos de carne inflamada. Cuando se van cayendo las vendas se desparraman los trozos, parece que nunca nada bueno les hubiera pasado. Se nos descascara el maquillaje y no quedan rastros de eso que creímos ser.
Cuando se van cayendo las ilusiones que nos envolvían, entonces desnudos, vacíos, quemados por el aire fresco que entra a través de una puerta entreabierta, por el sol que se cuela por las rendijas, sólo queremos volver a vendarnos y protegernos en la oscuridad del fondo del closet. Por un rato, ahí no podrán encontrarme.
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