Junto al cadáver había una noche intransitable. Yo también pensé en no salir a falta del paraguas. Pero la calle estaba enfriada por el invierno que era blanco y ya había parado de llover, Nueva York parecía una sala de emergencias, pero era un edificio gigantesco con tantas luces. El muerto era un hombre, muerto ahí desde hace rato. Un clochard de mal gusto; lo único bueno era la gabardina y los cabellos claros; y los ojos enturbiados por ese camino a la muerte que se distingue en la pupila de su ojo derecho. La ceja caída hasta el mentón. He sabido antes por amigos médicos que la muerte a uno le transforma la cara a la tristeza, pero este hombre, pobre, pucha que pena, y pensar que mientras yo tomaba el té, o freía carne o distinguía las miradas del semáforo de rojo a amarillo y de amarillo a verde –error, es al revés- , a este vagabundo lo mataban despacito. El cuchillo por la frente, por el pecho, por los hombros. Y luego amén. Y luego los asesinos corriendo vestidos de negro, dejando sus huellas en la escena del crimen. Convirtiendo a Nueva York en una verdadera sala de emergencias, en una morgue, en un cementerio. Los detectives lo rebuscaban como perros de aduana adictos a las drogas. Le dibujaron la religiosa silueta de blanco al piso y le examinaron los lentes. Faltaba decir que dijeron que encontraron cuatrocientas dos gotas de sangre. Un par de huellas de zapatillas. Tres dólares tirados. Un sobre de café. Y tabaco. Le diagnosticaron asesinato en primer grado. Le cerraron los ojos al clochard. Se lo llevaron en una ambulancia vieja. Y a Nueva York, al día siguiente se le cayeron las dos torres. Se volvió una vez más una sala de emergencia. Ya conseguí el paraguas y está lloviendo y debo salir otra vez. Pero mejor hoy no.