Acabé perdiendo la cabeza. Fue lo último que hicieron conmigo, arrancármela y tirarla lejos, tan lejos que perdí de vista mi cuerpo.
En un principio todo parecía inocente: Te desvisto, te vuelvo a vestir, pongo en tu boca palabras que nunca has dicho, incluso palabras que nunca se te hubieran ocurrido para decir. Te asigno sentimientos y una historia pasada; una vida a tus espaldas para que cargues con ella, te guste o no te guste, no puedes elegir. Pero en algún momento, me canso de la casa que te construí y decido que ya no debes vivir allí por más tiempo; que tus cuentos son insulsos y tus diálogos una bazofia que no entretienen.
Poco me queda que hacer entonces, sólo sentir los golpes secos de mi medio cuerpo y cabeza contra la mesa. De un pie, o el principio de una pierna, me coges y me golpeas una y otra vez, casi con ritmo, despiadada y violentamente contra la madera. Toc, toc; oigo los impactos secos del plástico duro. Y mi cuello queda maltrecho, al igual que el resto de mí. La cabeza colgando, mareada; los pensamientos revueltos, desordenados, adulterados, castigados. Casi me haces un favor cuando, por fin, con un movimiento rápido, tiras y la separas, se te escurre de los dedos y sale disparada describiendo una hermosa parábola. Mi cabeza... Me veo por última vez en tu mano, lo que queda de mí, un cuerpo rígido de plástico. Siempre quise ser un muñeco de trapo, nunca supe por qué, pero ahora, mientras me alejo y caigo y dejo de verme, creo haberlo descubierto: si lo hubiese sido, me habría visto lacio en tus manos, muerto, asesinado. Si lo hubiese sido, me habrías sentido lacio en tus manos; tu muerto asesinado.
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