La cena en el departamento 666
El péndulo no deja de moverse y en el vaivén la vieja parece hipnotizada. Nada la retiene, poco la contiene. Suena el gong, son las 22.00 en punto y la noche hace crujir el zinc de los techos vecinos con tanta lluvia de a mares. Por la ventana del departamento 666, las gotas dejan el surco irregular en ese chorreo indefinido.
El horno está a la temperatura deseada, falta poco.
Tiende el mantel. El mejor que hay en la casa, regalo de su marido para uno de esos aniversarios aburridos que habían perdido su número. Dispone los platos en simetría, tal como a él le gusta. Luego los cubiertos: tenedor a la derecha, cuchillo a la izquierda, cuchara arriba y al centro. Dos copas, como a él le gusta. Una pequeña y otra mayor. En esta ocasión el vino es tinto, hay carne asada.
Un candelabro culmina el ritual, lleva tres velas encendidas con pulcritud religiosa.
Nada la detiene, nada. De pié espera los cinco minutos restantes antes de que la alarma indique que la cocción está a punto. El corredor está vacío, es la hora en que las otras almas se van a dormir. El ascensor no sube ni baja. Quietud. Silencio al fin.
La chicharra suena. Toma la fuente y con aplomo la posa sobre la mesa de fiesta.
Sirve primero la guarnición, luego llena la copa de agua y seguidamente la de vino hasta la mitad. Se sienta.
Dispone un trozo de la carne en la vajilla reluciente, tal como a él le gusta.
Comienza por lo más tierno, cortándole las orejas en finas lonjas.
La lluvia es el único testigo del festín, tal como a ella le gusta.
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