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Inicio / Cuenteros Locales / juan_manuel_torres / La felicidad en una nuez

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(c) 2005 Juan Manuel Torres Moreno (http://juanmanuel.torres.free.fr)

Está dedicado a ti claro,
pero te juro que deseé nunca escribirlo.

Verla cuando se comía las almendras era todo un espectáculo.
Había que mirar nomás como movía las orejas mientras las mordía rápidamente y se dejaba acariciar por Patricia. Con las manitas agarraba su almendra dándole vueltas para morder la parte más brillante y prometedora. Movimientos expertos. Disfrutaba su almendra como nadie. Era feliz. Y nosotros disfrutábamos de su compañía. Claro, eso fue después de muchos días, y de haber vencido las inevitables barreras de las presentaciones y los protocolos. Bueno, hay que admitir que el primer día que llegó entró intempestivamente en la casa como si fuera suya. No pidió permiso y se metió casi hasta la cocina... Patricia se asustó bastante cuando la vio entrar y ella también. Se miraron ambas con ojos bellos y curiosos. Yo diría que fue un susto mutuo, de esos sustos inocentes porque se salió casi tan rápido como había entrado. Pero no pasó más de cinco minutos en que la sorpresa se transformara en alegría, así que regresó esta vez con un poco más de recato. Patricia le dio algunos cacahuates que devoró con fruición. Como una niña. A partir de entonces vino prácticamente todos los días del verano. Por la mañana, al mediodía y en las tardes de Agosto. Nunca después de las seis de la tarde. Ni nunca antes de las siete de la mañana. Los fines de semana me hacía levantarme bien temprano para atenderla medio dormido, entre brincos y avellanas.

Las nueces que le compramos en el mercado de la Côte-des Neiges le significaban una delicia profunda. Eso sí, era toda una gourmet, y había que darle sólo las mejores, las más grandes y sanas, con cascara brillante y dura. Claro, nosotros difrutábamos viendo como manipulaba con extrema delicadeza la mitad de su nuez, también veíamos como botaba los pedacitos de cáscara vacía por doquier, pues la felicidad se hallaba al interior. Luego del “repas” había que pasar la escoba y el recogedor pues la señorita después de tremendo atracón con seis, siete o más nueces de Grenoble dejaba el parquet de la sala en un estado lamentable. Las almendras como dije, eran su pasión, sin hablar de las avellanas peladas, y de los cacahuates que sólo toleraba si estaban debidamente rostizados sin aceite ni sal. Los transgénicos no podía ni verlos.

A veces para hacerle pedir de comer le cantaba yo “Atiendan pollitos.” de Cri-cri. Se quedaba quieta, y entonces me veía con suma atención:
“Atiendan pollitos que hay que buscar,
algún gusanito para merendar...”
Se sentaba en sus patitas traseras y en la cola esponjada, y cuando le terminaba de cantar me pedía con sus manitas la almendra que yo le escondía a propósito.
“...y por las mañanas se pone a cantar,
y es porque ordena que salga el sol...”
Patricia se sentaba a su lado en el suelo, mientras ella se le subía en las rodillas y comía con fruición los frutos secos. Entretanto se dejaba acariciar la cabecita o las orejas que nunca estaban quietas.
“...Atiendan pollitos que hay que aprender,
lo que todo pollo debe saber.”
Era nuestra niña. Y lo sabía. Ardillita era hembra, y estaba, por lo que pudimos ver después, embarazada. Niña precoz, después de todo. Yo creo que por eso comía con tanta fruición. Un día nos llevó al causante de sus embarazos: un ardillo enfadoso que se afanaba en rascar irremediablemente a Camila, la plantita que tenemos en la maceta de la ventana. El es un ardillo muy travieso, porque de vez en cuando mordía a Ardillita o la correteaba. Ella nunca mordió a Camila (bueno, quizás sólo una vez, pero Patricia se encargó de enseñarle lo que “NO” significa en correcto español, y juro que aprendió rápido).

Ardillita siempre fue sólo “Ardillita”, pero claro, yo no dudé en llamarla tambien “Chichona”, a causa de sus senos extraordinaria-mente generosos. Me daba risa ver cómo después de comer sus nueces y almendras, siempre aportaba una o dos más para enterrarlas en el jardín de abajo. Aquí en Québec los inviernos son más-que-terribles, y uno nunca sabe. Así que ellas hacían provisión para después. Este verano estuvo trabajando mucho en ello. Agosto, Septiembre se fueron volando. Enterraba sus nueces en sitios estratégicos (que tendría que haber recordado uno a uno en el próximo invierno) y después salía corriendo, atravesando a media avenida, llena de autos y camiones hasta los jardines de enfrente donde vivían. Yo creo que, como el Principito, fue ella quien en realidad nos adoptó. Y eramos quizás sus niños a sus ojos. ¿Qué importaba finalmente quién había domesticado a quién?

Siempre he detestado los autos. Me parecen un invento estúpidamente peligroso. La avenida Edouard-Montpetit es sumamente transitada y ruidosa. Pero como Montréal es una ciudad extremadamente civilizada, están por supuesto los semáforos para reglamentar el flujo de autos y personas; las rayas blancas perpendiculares para dar prioridad a peatones y bicicletas, y las rayas amarillas de las esquinas en las cuales los peatones tienen menos prioridad de paso que en las otras, pero que es por donde se debe atravesar y no a media calle cuando no hay semáforo. Están también por doquier, las señales de “Danger école” en forma de rombo amarillo, las flechas del sentido único, de “Maximum 40” para limitar la velocidad y finalmente los octágonos rojos de “prohibida la vuelta a la izquierda” o de “Arrêt”. Códigos todos de los hombres. Las ardillitas no saben leer francés, por supuesto, y las rayas amarillas o blancas no tienen ningún significado en especial. ¿Acaso se les dice alguna vez para qué sirven? Los octágonos rojos, los rombos amarillos, las líneas perpendiculares o paralelas, anchas o delgadas, las flechas insensatas y toda esa geometría de símbolos inútiles nunca les será explicada. Los semáforos, los autos tampoco les significan nada. Y ese fue el error de nuestra Ardillita chichona. Esta mañana la encontré junto al árbol. Parecía dormida, pero estaba muerta. ¿Para qué decir que no se movía, o que no acudió a mi llamado? ¿Para qué decir que ahora las nueces no le interesan más, ni las almendras, ni su ardillito, ni nosotros? ¿A que maldito automovilista imprudente le debemos todas estas preguntas sin respuesta de esta mañana? ¿Qué hacen tantas ardillitas en esta ciudad de flechas y líneas insensatas? o más bien ¿qué hace esta ciudad en este lugar que les pertenece a ellas? La verdad es que no hallo las respuestas entre todas estas señales estúpidas de las civilizadas calles de Montréal. Por más que las busco no están. Y será porque no existen. Y tal vez es mejor así: que no haya respuestas. Ni preguntas. Y seguro también es mejor que pare de escribir esto porque las lágrimas no me permiten ver con claridad las letras del teclado; así como la tierra y hojas que echamos esta mañana en su tumba no nos permitirán ver más a nuestra Ardillita. Aquella que era feliz y libre, y saltaba buscando en nuestras manos algunas almendras y nos daba un poco de su tiempo, de su sencillez de vivir y de su libertad. Aquella que sabía que la felicidad de un instante está adentro de una nuez, y que para encontrarla sólo hay que saber abrirla, pero no romperla.

(Montréal, 11 de octubre de 2001, a las 9 de la mañana.)

Texto agregado el 02-08-2005, y leído por 224 visitantes. (0 votos)


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