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I. Primera seccion de la vida de Fausto Lopez. Es una historia con la que estoy trabajando, acerca de los cambios de la vida, los amores, y el proposito que nos planteamos al crecer, nuestro proposito.
Hubiera querido cargar la historia completa, pero estoy un poco indeciso con la continuacion de esta parte, si esta bien asi, si falta corregir, o algo. Lo cargo para poder recibir criticas y comentarios, y alguna que otra ayuda. Gracias

Fausto López

Entrelazado entre las sábanas de lino blanco, sábanas que protegen del dolor en lo mundano, se encontraba Fausto López. Pensando con tristeza en los acontecimientos pasados escuchó el suave golpeteo de la lluvia contra su ventana, el lejano ruido de la alarma de un coche contrastaba con las gotas de lluvia, que a su vez golpeaban los contenedores de metal del callejón al que la ventana de Fausto daba. Un rayo iluminó la estancia, y esa luz asustó al alma misma de Fausto, esa luz que no había visto tan clara y serena, tan tormentosa y tan vulgar, que ilumina las tinieblas, mostrándonos nuestros miedos, que ilumina nuestra imaginación y no nuestra vista. Sintió como poco a poco los recuerdos de su vida iban pasando lentamente frente a él, y con un suave movimiento de su mano trató de ahuyentarlos, tenía miedo, quería olvidar su pasado, quería olvidar lo que le había sucedido en estos últimos días. La alarma intermitente del automóvil se detuvo, sólo quedó el silencio incomodo que se siente bajo la lluvia. Poco a poco dejó de recordar y empezó a vivir de nueva cuenta…

Hoy, desperté de un sueño que me perturbó el alma. Las cortinas jugaban con el viento que entraba a mi habitación por la ventana, con ese suave vaivén que me contempló desde esa ventana. Yo, recostado en mi cama, contemplando ese suave movimiento de las cortinas que se vislumbraba a trasluz de la luz de la mañana, traté de recordar ese sueño que me despertó tan de mañana, ese sueño que me hizo contemplar la luz de la madrugada, luz misteriosamente mundana y rutinaria, que chocó contra mi sueño y contra mi ventana. Tomé aliento y caminé hacia ella, cerré y regresé a mi cama. Las sábanas formaban un misterioso juego de sombras en mi cama. Pareciera que la tranquilidad que ahora las cortinas plasmaban en la habitación chocaba contra el acomodo de mi almohada y de mis sábanas. Me deshice de toda perturbación, me deshice de las figuras en la cama, y dejándola liza, destruí todo misterio que había contemplado esa mañana. La luz eléctrica no funcionaba, esa luz que me ayudaba a ahuyentar el misterio de esa mañana no se encontraba presente en mi habitación. Me vestí lo más rápido posible para no pensar en eso que me había despertado, bajé suavemente las escaleras y caminé hasta salir de mi edificio, para cruzar la calle, para llegar al parque, para sentarme en mi banca, para contemplar el amanecer, y destruir el deseo de soñar con el misterio que me despertó esa mañana. Y así desperté esta mañana, con rapidez y con misterio. Era un día mundano, común y corriente. El deseo de sentir las teclas de marfil bajo mis dedos inquietó ese amanecer que había contemplado, después de haberme levantado de la banca, de haber cruzado la calle, subir el edificio y entrar de nueva cuenta hasta mi habitación, pude deshacer todo ese deseo que estaba sintiendo, de tocar, de sentir, de olvidar, de olvidar… el misterio… el sueño… mi vida… Pero ese deseo no lo pude lograr, al terminar de tocar, aquí seguía, en mi cama, recostado, entrelazado entre las sábanas… ¿que hacía? entrelazado… encarcelado… entre mis propias sábanas, bajo la lluvia que chocaba contra mi ventana, yo Fausto López, ¿estaba viviendo otra vez? ¿Estaba soñando de nueva cuenta? No… imposible… ¿cierto?... que acaso, ¿soy?... ¿estoy?... ¿cómo recordar ese día, esa mañana, ese amanecer, ese sueño que quise olvidar, que no fue sueño, que fue verdad y que me ha llevado a esta cama, debajo de estas sabanas?... ¿cómo… recordar?... ¿poder… recordar?...

En la cama, ahí se encontraba él, deambulando dentro de su mente, sentía que sus esperanzas de encontrar un propósito a su vida se estaban perdiendo entre las sábanas, acariciaba con su mano derecha la almohada, mientras que observaba el ligero movimiento de su mano izquierda en el aire. Afuera de su cama el sol entraba fuertemente por la ventana, acariciando las sabanas que lo cubrían de la triste verdad, el naranja cálido que al chocar con los cristales de su ventana se convertía en el naranja perfecto para exaltar la estancia, ese naranja cálido que le despertó de su sueño templado. El día perfecto para todo ser humano que ama al sol y que vive abiertamente, pero no para Fausto López. Para Fausto López ese día no era el mejor de su vida, ese día era como un último aliento a la locura.

Tomó fuerzas y se levantó. Sintió como el helado piso le despertó la planta de los pies, y a su vez todo su cuerpo, pero no se inmutó y empezó su día caminando con el pie izquierdo. Ese día fue el primero que tomó cuenta de sus actos, nunca había repasado tan profundamente lo que había hecho. Ese día caminó a la ventana y cerró las persianas, el sol, ahora pálido, no era el sol naranja que le despertó, éste le traía recuerdos humanos que en su subconsciente todavía no había olvidado. Se recargó tranquilamente en su piano y tocó tres notas que le estremecieron el alma. Bajó por las escaleras esta vez, no por el elevador, y como era su rutina matutina, diaria, inexplicable, se sentó en la banca del parque donde se sentaba a diario. El sol ya había salido, eso fue extraño en su mañana, ese día su vida cambiaría radicalmente, ese día sintió que se le iba para siempre su existir. Sin su sol, sin su amanecer. Regresó a su hogar perturbado. El cereal que desayunó serenamente le supo a arena, la leche a agua, el jugo a nada. El periódico que leía cotidianamente no decía nada, sólo eran letras acomodadas de tal forma que parecieran palabras, y así que se sintieran frases, y esas frases noticias sin ninguna relevancia. Los ladridos del perro de su vecina llenaban esa estancia, que no era la cocina, que no era el comedor, era una mesa acomodada de tal forma que separaba a ambos y que los juntaba a los dos. Recordó con esperanza la semana anterior, todos esos sentimientos que había sentido… Los ladridos se hicieron más intensos, hasta un punto en que Fausto los dejó de escuchar, como si la disonancia de ese lenguaje se uniera a la serenidad de su mañana. Los ladridos difícilmente romperían la paz olvidada que se vivía en medio de la tormenta de sentimientos por la que Fausto transitaba. Dejó el dinero en la cocina para la señora de la limpieza y se acomodó la corbata de rayas grises que escogió para ese día, su día gris. Tomó las llaves de su coche y bajó las escaleras de su departamento. Tenía planeado para ese día un ensayo de dos horas con la orquesta sinfónica, eso en la mañana, comida con el director de la orquesta, el concierto y una cena de gala con los personajes de renombre que asistirían al concierto. Sería una noche de máscaras y caras hipócritas que creían conocer la música que se interpretaría, que fingirían sentir el dolor y sufrimiento del programa escogido para esa noche, que irían solo para hacer una alusión más a la hipocresía del país. Prendió el motor de su coche, que retumbó dentro de él, como si fuera lo último que escucharía ese día. Hizo que avanzara. Al momento en que las llantas de su coche tocaron el asfalto de la calle vio la luz que le confundiría el alma y que terminaría con su deseo profundo e inconciente de seguir viviendo, aunque al despertar haya soñado con morir... mas aún… ahí estaba todavía…

La alarma intermitente del automóvil resonó de nueva cuenta en la habitación, Fausto López regresó por unos momentos y sintió dolor en su pierna izquierda. Intentó intuitivamente tocarla, pero no sintió nada, buscó rápidamente entre las sábanas, pero no la encontró. El miedo acogió su corazón, algo le había pasado que en ese momento no podía recordar. Buscó su pierna derecha. La pierna derecha estaba en su lugar, pero enyesada, le dolía hasta lo más profundo de sus huesos. Súbitamente la memoria le brilló en la mente. Prendió la luz y tomo una de las pastillas que tenía en un mar de medicamentos junto a su cama, en su buró, la colocó en su boca y tomo un sorbo de agua del vaso que sobresalía entre los medicamentos y la lámpara. La cabeza le empezó a dar vueltas. Apagó la luz de nueva cuenta y se perdió entre el ruido de la lluvia que resonaba en su interior y en la habitación entera…

¿Qué había pasado? ¿Porqué mi sueño no fue mundano? ¿Qué me había hecho recordar esa mañana? ¿Sería, el recuerdo del amor? ¿Ella… o alguna otra que ya había pasado? ¿Sería el recuerdo de mi propósito?... Sí… mi propósito… ¿era mi propósito, se habría perdido... mi propósito… mi vida… esa mañana?

…Sirenas…ambulancias…patrullas…dolor…sangre…cristales por todo el asiento… dolor en su pierna izquierda…dolor de cabeza… Trató de respirar, pero había algo en sus pulmones que se lo impedía. Escuchó voces, pero ninguna le decía nada, números, letras, nombres, teléfonos, datos… Sintió como unas manos lo tomaban y lo retiraban del asiento y lo recostaban. Sintió dolor, toda su espalda le dolía, su cabeza, su pecho, su pierna izquierda. Vio como los pájaros volaban, como las hojas de los árboles pasaban, caras desconocidas le observaban. Repentinamente todo se tornó negro… vio una luz, dos, tres, cuatro, ruido, dolor… despertó en la camilla de un hospital. La cabeza le daba vueltas, no sabía donde estaba, que había pasado, como había llegado ahí. Recordó una luz blanca y hermosa, pero luego vino el dolor y la frustración, había sufrido un accidente al salir de su departamento. Sintió la ausencia de su pierna izquierda y dolor en la derecha, su cabeza le seguía dando vueltas. El eco de las voces de las enfermeras retumbaba en sus oídos, el sonido suspendido de su respiración se aceleró conforme se sentía cada vez más inútil y seco en esa camilla de hospital. Y escuchó una escala menor en su interior, descendente, y al llegar a las notas mas graves se impulsó de su camilla, su pulso había aumentado, su respiración ya no era pausada y tranquila como hace unos instantes, sentía su cabeza oprimida, y gritó. Las enfermeras lo recostaron en su camilla y con una ligera inyección le regresaron a su estado artificioso, anterior a ese ataque…

Abrió de nueva cuenta los ojos, le dolían, observó como el techo se movía, escuchó pasos, escuchó una conversación sin importancia, entró a una nueva estancia, un elevador, se cerró la puerta. Las voces de la conversación que escuchaba se volvieron más profundas en ese espacio cerrado, su cabeza le estaba molestando de nueva cuenta, pero no le tomó importancia. Su respiración era pausada, doliente, intranquila… escuchó cada pulsación que daba su corazón, cada respiración que sentían sus pulmones, cada pensamiento que cruzaba por su mente y que bajaba a su corazón, cada gota de suero que viajaba por sus venas, cada impulso de dolor que sentía de sus piernas… el elevador se detuvo. Cerró los ojos y sintió el golpe de las ruedas con el distinto tipo de piso, y las escuchó rodar debajo de él, las escuchó tranquilamente…

Un relámpago interrumpió la realidad iluminando el cuarto, Fausto abrió los ojos y observó el contorno de la ventana reflejada en la pared de su izquierda, la luz de la calle que se perdía por el callejón penetraba entre la separación de las persianas bailando con la fuerte lluvia que seguía cayendo. Notó que la alarma finalmente había parado, ese incómodo sonido que irrumpía en sus recuerdos. Un nuevo sonido ajeno al ambiente generado por la lluvia llenó la habitación, era el timbre del teléfono que sonaba en su buró, junto a los medicamentos, al vaso de agua y la lámpara. Prendió la luz, pero no hizo el esfuerzo por contestar, el timbre se repetía constantemente como un eco en su cabeza, que le dolía internamente como si fuese un recuerdo, como si fuese su secreto. Dejó de sonar. Se tranquilizó un poco y acomodó las sábanas que le resguardaban el alma en pena que estaba llorando internamente. Sonó de nueva cuenta el teléfono, la luz y el timbre le perturbaron el alma, la luz entraba por sus pupilas lastimándolas, el timbre resonaba aún más profundamente en su cabeza que la primera vez que sonó. No contestó. Dejó que el timbre formara un eco se perdió en la habitación, tras la lluvia, tras sus recuerdos. El timbre cayó, Fausto apagó la luz que le lastimaba el alma y levantando la mano izquierda imaginó tocar el marfil de las teclas de su piano, pero su mano cayó encima de las sábanas. Una lágrima nubló su vista, una lágrima caminó por sus mejillas, una lágrima se perdió en la noche y cayó en las sabanas de lino blanco. Pero no lloró. No se había dado por vencido, aunque su alma se le estuviera pidiendo, sus manos, su mente, sus ojos, su pierna, sus recuerdos, sus sentimientos, su mente, su corazón, su aliento.

Irrumpió su sueño de esperanza el timbre que resonó por tercera vez en la habitación. Ni siquiera por el hecho de que el teléfono haya sonado tres veces le tentó a contestarlo, el hecho de que el timbre resonara en la habitación y en su cabeza le aclaraba su forma de ver el pasado, sus hechos que lo llevaron a estar en su cama, inválido, casi muerto. El timbre rompía el silencio que podría terminar en muerte, él lo sabía, sabía que su alma no resistiría tal tormento que lo que pasó en los últimos días, lo que pasó antes del choque, lo que pasó después del choque, lo que está pasando, y lo que pasara si se preocupara por lo que pasará. El timbre reflejaba en su mente el vacío que había generado su vida, ha pesar de ser artista, de ser músico, creador de belleza, inspirador de emociones, lastimó y fue lastimado, se balanceó la vida casi perfecta que había llevado. Con cada timbre sentía como las sabanas se le pegaban al cuerpo, como las medicinas vibraban sobre la pequeña mesa, como la luz temblaba en toda la estancia, como la lluvia se tranquilizaba, y al dejar de sonar se aceleraba la caída de las gotas. En medio de ese movimiento dentro del cuarto, de la cárcel propia de las sábanas, del lamento del cielo con la lluvia, del tormento del timbre del teléfono que le recordaba la amargura del clima, del tiempo, de su tiempo. Pensó en ella. Rompió el pasado que había estado recordando en esos minutos, entre timbre y timbre, entre el compás de la alarma de un automóvil que resonaba en el callejón, del lamento de la lluvia sobre el metal de los contenedores en lo más profundo de ese mismo callejón, el momento culminante en su vida, el choque, el dolor, y pensó en ella. Soñó con acariciar su piel serena, con pasar sus dedos de músico por los caminos de su piel, y levantando la mano en medio de las sombras que la lámpara asustaba, cerrando los ojos, imaginó acariciar sus mejillas, bajar por su cuello, sentir sus hombros, jugar con sus cabellos color miel, mirarla tras las sombras, mirarla tras los sueños… Soñó el recuerdo de ella, el recuerdo de su mirada, el recuerdo de ella misma tras las sombras de su habitación. Trató de levantar la mirada al techo y soñar la primera vez que la miró, esa mirada que le intensificó su vida… su vida…

El sol salió tras de los edificios de cristal, tras los árboles y tras las sombras de la ciudad. Fausto observó el amanecer desde una banca en el parque. Los coches pasaban por la avenida que daba a sus espaldas de manera constante, inquietamente pensó si en verdad pasaban automóviles detrás de él. Con el ruido escuchaba y que sentía, imaginó por un instante que se paraban dos autobuses dentro del mar de autos que seguían pasando, que en uno una señora de entrados sesenta años estaba subiendo, y que en el otro un niño de menos de diez y su madre de más de cuarenta bajaban. Escuchó cada instante, cada golpeteo de las gotas que volaban al rodar las llantas, cada pisada sobre uno de los espejos de agua que en la acera se habían generado después de la lluvia, cada crujir de motor y cada escape, cada paso que se daba a sus espaldas, cada pájaro que alimentaba a sus crías que crecían entre las ramas y las hojas de los árboles, cada estación de radio con una tonada distinta, y con el sol al amanecer como clave soñó componer una sinfonía de ruidos en una banca, en esa ciudad. Su vida había sido inquietantemente casi perfecta, tenía los recursos suficientes para existir, viajaba, sus relaciones interpersonales nunca habían sido tan buenas, su piano y sus composiciones eran lo que más le encantaba de su vida. Desde que llegó a esa nueva ciudad extraordinaria, con una extraña mezcla de culturas, compró un departamento, aunque diera giras por ciertas regiones del mundo y no estuviera establecido permanentemente en un solo lugar, y así cada día, en el parque de enfrente de su edificio, se sentaba en la misma banca, a la misma hora, a contemplar el alba, lloviese o no, a contemplar la aurora del nuevo día, a oler las flores de cada mañana, a escuchar los extraños ruidos matutinos de una ciudad. Su vida era buena. Su vida era ejemplar.

Contempló el reloj que se perdía en su mano izquierda, dentro de la manga de su chamarra negra, era hora. Se levantó de su banca matutina y esperó a un espacio para pasar ese mar de automóviles. Entró a su edificio, y ya en el elevador pensó el día que era ese, era lunes, a las nueve con diez minutos, la señora que le hacía la limpieza y preparaba el desayuno había llegado a las ocho y media, hora en que se levantaba y se arreglaba, y una vez preparado salía a sentarse a su banca mundana por quince minutos, la hora exacta para escuchar esa perfecta sinfonía citadina, y al regresar esperaría que el desayuno estuviera preparado y listo para disfrutarse. Sintió cada piso que dejaba abajo con el lento y pausado movimiento de su elevador, observó sus paredes de metal casi en perfecto estado, con pequeños rayones, observó el brillo de los veinte botones que había para cada piso, contempló el color naranja con el que resplandecía el piso siete, su piso siete. Le llamó la atención su reflejo entre las paredes de metal, de aluminio, como si fuera él un espejismo, un reflejo de lo que quería ser pero nunca fue, un reflejo de amores perdidos tras las sombras y tras los espejos, un reflejo de soledad… El timbre del elevador le hizo regresar de su mundo de ensueños y misterios, que le afligían el alma cada que pensaba en ellos, sabía que uno de esos miedos que traía adentro que no podía comprender le iban a cambiar la vida cuando les hiciera caso, cuando algo nuevo le pasara. Saboreó los huevos que le habían preparado, tomó su taza de café con leche y dejó el dinero de cada día en la cocina. Se preparó, y retomando el recuerdo del elevador se quedó contemplándose por un tiempo en el espejo de su baño, el agua corriendo, desperdiciándose, llenando de un ruido extraño el baño… Regresó a sí mismo, cerró la llave, y se dirigió a su automóvil, y así se dirigió a su rutina del lunes, su rutina semanal… su vida diaria… nada especial, todo era semejante, no había giros, no había cambios, todo era normal, todo iba bien, mas no dentro de él…

Esa era su vida, nada especial, recordó después de haber imaginado a su musa, en esos tristes momentos por los que transitaba su vida, imaginaria tras las sombras, tras las luces. Carmen Paz, era su nombre, Carmen Paz… Hace poco tiempo atrás en uno de esos días normales, antes de tener en la mente el recuerdo de Carmen Paz, había optado por buscar la soledad, recuerdos tristes del amor le llevaron a tomar el camino solitario, dedicado completamente a su música, ganando así nuevos aclamaciones hacia su obra, pero que dentro de él le iban marchitado el alma. Ese camino solitario… quería recordar como empezó todo, como la búsqueda de su soledad se transformó en el camino de la felicidad, y a su vez se tornó en tristeza amarga que lo llevó a un miedo más inocuo que el que estaba sintiendo en estos momentos después del choque. Quería volver a sentir el volar de las mariposas dentro de su ser, respirar y oler esa fragancia a perfume, quería recordar ese día que cambió su vida, el día en que Carmen Paz pasó a ser de simple armonía a un sinfín de sinfonías… su sinfín de sinfonías…

¿Por qué buscaba la soledad? Se preguntó en un espacio en blanco de su vida emocional. No sabía que es lo que estaba pasando, ni que es lo que iba a pasar. Tomó el café caliente que se había preparado para irse a sentar, a su banca, a su parque, a contemplar su alba, su extraña sinfonía matutina. Caminó hacia el elevador con el vaso desechable humeante, y ya en él, sintió el crujir de las cadenas con cada movimiento que daba el elevador para descender a la realidad. Las paredes del elevador en las que se reflejaba no le causaron admiración ni perturbación alguna esa mañana, pero seguía adentrado en su pregunta, había una pequeña muestra de deseo por querer comprender su realidad y la del mundo que le rodea. Cruzó el tranquilo mar que era su calle, que aún no era perturbada por el hombre en su máquina errante. Se sentó en su banca y contempló el misterioso aire azul que la mañana impregnaba a su entorno. Las sombras de los árboles eran grises profundos, el poco pasto que había en ese parque había tornado su verde impecable a uno azulado profundamente intrigante, el asfalto seguía con sus tonos grises, pero la banqueta, la banqueta era azul claro, y la fuente un azul piedra misteriosamente iluminado. Pasaban coches a sus espadas que contrastaban con los aires grises y azules que observaba, ruidos extraños al ambiente que poco a poco se perdían en la lejanía. Un señor, caminando a sus tres perros que le parecían en ese momento blancos y negros, pasó cerca de la fuente que Fausto contemplaba. Con cada pulso suyo, el tráfico de la ciudad aumentaba, con cada ladrido que escuchaba en la lejanía, con cada nueva persona que cruzaba por su vista, con cada sorbo que a su café daba. Entendió que ese día no iba a haber una salida del sol, tal como esperaba en su alba cotidiana. Una gota de agua que cayó sobre su mano que sostenía el café le despojó de toda esperanza de contemplar el inicio del nuevo día. Sintió como poco a poco más gotas tocaban sus cabellos, su cara, sus manos, sus ropas, su ser, y a su vez escuchó cada golpe de las gotas sobre los techos de los coches, sus cristales y el movimiento de los limpia brisas que imaginaba con el paso de cada automóvil. Las gotas que se acumulaban en el asfalto brincaban con el paso del hule de las llantas. Estaba lloviendo.

Regresó a su hogar y notando un cierto movimiento en la cocina cayó en cuenta de que la señora de la limpieza había llegado. Entró en su recamara, completamente ordenada, y tocó su piano. Su mente pronto se llenó del olor de la lluvia y la resonancia de sonidos de la melodía triste que interpretaba. Sintió que ese momento fuese eterno, pero el timbre de su apartamento le regresó al mundo en que aún estaba lloviendo. Caminó hacia la ventana y se asomó para contemplar la calle, y adivinar quien tocara su timbre. Unas cuantas gotas de agua le mojaron la cabeza al abrir la ventana, y entraron con la fuerza del viento a su habitación. Ya sabía quien era, desde el momento en que sonó el timbre, al momento en que diferenció uno de los automóviles estacionados enfrente de su edificio. Pero no sabía que es lo que ella quería…

Una sombra le asustó de momento, ¿por qué no podía recordar a Carmen Paz? ¿Por qué tenía que recordar a un amor doliente y etéreo? ¿Por qué tenía que recordar a Amelia y ese preciso momento que le dijo lo que le partiría el alma, y recordar la crueldad con que jugó con él? Tenía que soñar con Carmen… tenía que recordar a Carmen… el primer día que conoció a Carmen… Carmen Paz… pero no pudo… había un recuerdo que le traía a Carmen Paz, el recuerdo de Amelia Flores. Hubo un día en que el destino le hizo recordar a Amelia, y ese mismo día le hizo encontrar a Carmen. Ese día fue un juego de emociones ordenadas misteriosamente… una mezcla de dos pasiones.

Contempló al sol como si entendiera que su día hubiese terminado. La clemencia de sus pasos resonó a lo largo del pasaje por donde transitaba en ese momento. Las hojas de los árboles jugaban con el vaivén del viento y dibujaban sombras bajo las luces del sol. Con la mano en su bolsillo izquierdo siguió caminando sin querer mirar atrás. Pero el destino juega con nosotros, como jugaba con Fausto, y le cambió en ese momento todo su panorama y todas sus emociones. Recordó sublimemente a su anterior amor: Amelia Flores. Recordó pausada y ofuscadamente cada momento que pasó con ella. En esa época solo era un joven de veinte años entrando a los treinta que no la cabía comprender los sentimientos del ser humano y su deseo de encontrar a alguien estable con quien pasar el resto de sus vidas, y a su vez alguien inestable, con quien fugarse de esa estabilidad que les corrompía las vidas, pero que traía frutos de sabores lívidos. Amelia era la esposa de uno conocido de él, pero que no había tenido la oportunidad de conocer por su profesión y el ritmo de vida que llevaba. Al igual que Fausto, era complicada, armonizaban en la forma de ver la vida, su vida, y las de los demás, pero ella no tenía un propósito, no le daba un sabor de lucha a su vida, de buscar algo, vivía por los demás, pero no por ella. Sabía que el estar con él era como introducir un alfiler en su garganta, simple y de un dolor espantoso, ya que amaba a su esposo, más que querer a Fausto, lo necesitaba. Era cantante de ópera, no muy conocida por su baja difusión, pero con una voz prometedora. Deseaba algo más, aparte de cantar y de su esposo, como deseó a Fausto indescriptiblemente el día que lo vio, sentado tras del piano, en un bar de renombre, a las once de la noche, ese viernes. Sintió el deseo de conocer a esa persona que gozaba con el hecho de tocar unas teclas de marfil y escuchar la poesía que remitían sus sonidos. Pensó que él podría llegar al centro de su vida y cambiar el curso de la apatía que vivía, ser capaz de brindarle la disonancia a esa armonía silenciosa que era su matrimonio. Con el tiempo, ambos se descubrieron y se dieron cuenta de más de sus sentimientos. Él, sabía que enamorarse de un amor así era peligroso, por razones lógicas del corazón y de la situación, de la vida: era casada. Y el destino chocó con sus vidas, Amelia traía un niño en su vientre, pero no estaba segura de quien fuese su padre. Fausto, al enterarse, pensó en que el niño podría ser suyo, y entró en duda e inseguridad, él no quería que por infortunio ella se divorciara para que el niño fuera criado bajo su amor mutuo. Ella no quería que el niño fuera de Fausto, no quería perder el amor ciego que se esposo le regalaba diario, por uno frágil y misterioso como el de Fausto. Desaparecieron, Amelia y su esposo, de la vida de Fausto. Pasaron varios meses y no hubo noticia de Amelia. En ese momento sintió como el corazón recordó la amargura de esos meses que había esperado una noticia de Amelia, el canto de los pájaros que percibió en lo alto de un árbol le asustó como si fuese el canto de su amada lejanía, de su amada inseguridad, de sus admirados desamores. Ese fue el recuerdo de Amelia Flores, el recuerdo que le opacó el alma en ese momento que el sol caía tranquilamente sobre sus hombres, agregándole un peso enorme a su intranquilidad.

Dentro de ese pasaje no alcanzaba a percibir el desconcertante ruido de la calle, mas aún no sentía tranquilidad en ese pasaje de árboles. Cotidianamente con anterioridad visitaba el pasaje, pero con el tiempo y su falta tuvo que empezar a olvidar, como sus amores, como sus recuerdos. Y así regresó a la ciudad fuera del pasaje, pasando calles, pasando gente, caminando con el recuerdo de Amelia, para regresar a su casa, y esperar la última etapa de ese día. Pero no llegó a su hogar a esperar a que terminara el día tocando, caminando pasó por una tienda que llevaba poco tiempo de haber abierto que nunca antes había visto, ya que casi nunca caminaba, siempre viajaba en su coche. La tienda era de música, partituras, discos e instrumentos. Entró y de un vistazo la recorrió mentalmente. “Nada nuevo” pensó, hasta que una chica le llamó la atención. Estaba acomodando las partituras al fondo de la tienda. Fausto contempló la delicadeza con que movía los libros y los separaba conforme los acomodaba y los ordenaba en el librero, que contenía la música lista para ser interpretada. Caminó tranquilamente al fondo de la tienda, hacia ella, y mostrando poco interés en lo que estaba haciendo empezó a buscar entre los libros. Ella, tranquilamente puso el un último libro en la columna que Fausto contemplaba, y le preguntó suavemente, musicalmente. Ella contestó. Y se adentró en un precipitado deseo de conocerla. Era extraño, como a su edad, y con las experiencias que ya había tenido, siguiera pensando que el amor existiera, y más que fuera tan súbito e inexplicable como el deseo ese momento, ese deseo de conocerla. Apenas de sus labios habían surgido unas cuantas palabras y ya sentía entrar a él el ligero sonido, el suave sonido de sus palabras, con su delicadeza y sencillez, mas aún con un nuevo misterio, un nuevo enigma para su vida… para su vida…

¿Era eso?... ¿mi vida?... ¿mi propósito? ¿La sencillez del amor en un enigma más profundo y misterioso como la vida? No… ese no era mi propósito, ese propósito no lo he perdido… ¿Quién más me llama tres veces en la noche para avisarme que viene en camino, bajo la lluvia, a una habitación, que no está en el séptimo piso, sino en uno que da a un callejón donde resuenan las gotas de lluvia que chocan contra los contenedores que se esconden ahí? ¿Qué no estoy en mi hogar? ¿Mi habitación? ¿No está aquí mi piano? ¿Mi Piano? Mi piano… Me duele la cabeza, las gotas de lluvia que han caído por casi dos horas están empezando a aturdir mi cabeza y a llenarla de la misma melodía que por dos horas ha chocado contra la ventana y contra mi mente, y a su vez mis recuerdos… me duele la cabeza… mi… sol… mi… sol... ¿Qué estoy imaginando? ¿Dónde está mi piano?... ¿Dónde está… mi piano…?

Texto agregado el 02-08-2005, y leído por 144 visitantes. (0 votos)


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