Mientras oía a los otros dormir placidamente él se sentaba en la cama a esperar el sueño. Hacía ya varias semanas que este hecho se repetía con cada caída del día y ya este fenómeno de ver a los demás dormidos le daba cierto grado de malhumor, más porque era el único que no dormía en esa habitación, como si algún oculto móvil evitara tal hecho.
Esperando el sueño, bajo el espeso silencio y la pesada oscuridad él optaba por pensar y ver a su alrededor. Se sentaba, se recostaba boca abajo, de lado, boca arriba, pero nada. Estaba despierto y de pronto añoraba estar como sus compañeros de cuarto: en un sueño profundo, disfrutando de las escenas que tenían que sentir con ojos cerrados. Pero nada. Entonces recorría la habitación y lo veía todo (o casi) con sumo detalle, agudizaba el ojo bajo la oscuridad y su oído entre el silencio. Abría la ventana para que la brisa empapara su rostro, viendo estrellas y el mundo de afuera con sus voces y quejidos, sus figuras y lenguaje. Entonces contemplaba todo con agrado y tristeza a la vez. Y volvía a sentarse en su cama a esperar que se durmiera, pero algo lo mantenía alerta, en plena vigilia como si los rayos de sol estuviesen ataviados por la oscuridad. Pero él, a pesar de su humor, aceptaba la situación; más, porque estaba a punto de amanecer y de encontrase con el nuevo día a ver como todos despertasen.