A lo mejor si nos asomamos con sigilo a su cuarto podremos robarle un poco de su vida, de su calor. Si estamos atentos podremos ver quizá lo que asoma en su vagina: un destello o un reflejo. Tendremos que trepar el árbol cuasi felinos y ubicar esa rama que da a su ventana, quitar las hojas que nos estorban y limpiar el cristal empañado por la lluvia a causa de este tiempo tan gélido. Habrá que escoger una posición que no resulte tan incómoda, que nos permita observar sin ser advertidos. Ahora ya situados, pegamos la nariz en el vidrio, atravesamos con la mirada la cortina, tan delgada que raya en lo transparente, pero sin serlo; penetramos en ese espacio suyo, perturbamos con los ojos su intimidad.
Dentro del cuarto se respira un tenue olor a incienso de aroma canela, la quietud e impavidez de las cosas estorban con su silencio al ruido hipnotizador de un ventilador metálico, viejo ya, que sopla con sus aspas oxidadas desde un buró de madera apolillada. Ella duerme protegida en un mar de sábana y almohadas. Cubierta de pies a cabeza. La luz está encendida, eso nos facilita la inspección del lugar. Damos un paneo de izquierda a derecha con la mirada y nos percatamos de que es un cuarto fuera de lo común, es decir, los objetos, las cosas que lo adornan, que lo complementan, en realidad no se complementan por completo. De pronto un movimiento: ella sacude una pierna de tal manera que un poco de la sábana que la cubre se resbale para dejar descubierta parte de su hermosa extremidad. El ruido del ventilador murmura incesante, gruñe bajito por todo el cuarto, nos hace sentir como si alguien más respirara profundo, de fondo. Intempestivamente (y sorprendiéndonos sobremanera) ella avienta de un manotazo la sábana completa, que cae al suelo, quedando así su desnudez expuesta a nuestros ojos, creando una escena impúdica y extraña al mismo tiempo, que para algunos resultará simplemente absurda pero para otros más como nosotros nos sea, además de eso, una situación altamente cachonda y de sumo contenido erótico.
Sin distraernos. Ella sigue durmiendo, ahí tirada, desnuda. No se ha movido desde hace cinco o diez minutos. Volvamos a la inspección del cuarto: un lugar no tan grande ni pequeño, con lámparas raras en cada esquina, una mesa de color negro –es decir: pintada de-, un buen pisito de estudiante, con algunos libros en un extraño estante y cuadros llamativos, pero oscuros, grises, colgados por todos lados. Vemos incluso su ropa esparcida por el suelo: una blusita, unas faldas y algo de su minúscula ropa interior. Entonces, una vez más, se mueve. Lleva una mano directamente a su monte de venus, para rascarse la hermosa mata de bellos púbicos. “¡Pero qué grosería, qué inapropiada!”, pensarían otros voyeurs más modosos y mamilas pero como nosotros estamos observado todo con ojos más cochinos, más perversos, nos ha resultado excitante, precisamente por lo espontáneo y por esa sensación estimulante que suelen tener los eventos más inapropiados en momentos corrientes de la vida. Ahora vemos como comienza a despertar, sin dejar de rascarse. Bosteza mientras lleva su otra mano a la altura de su boca exageradamente abierta, como esbozando una gran A y terminando en una decreciente o. Se estira, se desentume, siente frío. Busca la sábana, tentando con ambas manos, no la encuentra –quisiéramos reírnos pero tememos ser cachados-, frunce el seño, arquea las cejas pero no abre aun los ojos. Siente calosfríos. Imaginamos como se le erizan los poros del cuerpo, cual piel de gallina recién pelada, como se le paran los bellitos; vemos antojados como “se le han puesto altas” por el frío. En este momento escuchamos –imaginamos- unos tambores, muy bajos, como de fondo otra vez. Ella también parece escucharlos pues ya ha despegado los párpados para dejar ver sus ojos. Se reconoce en su cama, se ve desnuda, bosteza una vez más y se termina de estirar, para luego sentarse en flor de loto, con las piernas recogidas hacía sí y abrazándose debido a la corriente de aire, por el frío súbito que ha sentido. Mira fijamente al ventilador frente a ella que da su repetitivo barrido, su meneo interminable de un lado a otro, como codificando un lento no, como diciendo no a los deseos repentinos de su dueña. Ella pareciera intuir también esto pues dice sí, como de que no, como si tal objeto la escuchara, se levanta y camina hacia el aparato para apagarlo. Camina de puntitas, leve cadencia en su andar, el ombligo se le estira un poco muy estimulante a cada paso, los pechos le tiemblan al avanzar su esbelta figura desnuda, rompiendo el aire, destilando un olor a sexo por todo el cuarto, que se mezcla con la esencia canela.
Después de darle off al ventilador se dirige hacia un extremo de la habitación en donde descubrimos un frigobar atestado de stickers en la puerta, lo abre y extrae una botella de vino tinto medio llena. Regreso a la cama levanta la sábana con un pie, se la pasa a la mano y la avienta sobre el colchón. Ahora respiramos agitados pues algo en su rostro nos desconcierta, nos crea morbo. Da un trago a la botella, largo. Hasta nosotros sentimos el calor de esa acción. Y algunos hasta pensamos que estamos frente a toda una hembra y que bien podríamos liar con ella. Dejamos a un lado nuestros pensamientos pues la damisela ya se ha metido a la cama en lo que bien podríamos llamar un salto acrobático. A un lado suyo, en otro buró de tendencia más art noveau se encuentra una grabadora algo vieja y madreada pero que presume hartas fiestas y acostones inolvidables, que a muchos nos hace recordar nuestra propia grabacha también media traqueteada. Da power, pusha play y espera a que suene. Esperamos. Primero es un piano el que hace acto de presencia; triste su sonido, firme pero triste. Luego es un sax el que nos penetra. Ella da otro sorbo, coloca la botella en el suelo, a manera de que la pueda alcanzar acostada. Entonces, al momento que Billie Holliday comienza a cantar, con esa voz tan melancólica que tiene, ella empieza a moverse, a contonearse, así acostada. Ahora estamos absortos y el miembro comienza cosquillearnos. Vemos como se acaricia, rodeando con sus dedos la comisura, el ombligo. Juega con él, introduce suavemente su dedo. Con la otra mano se comienza a acariciar los pezones, que al contacto responden altivos, erectos, estimulantes y estimulados. Sudando vemos como comienza a tentar su vagina. Rodea sus labios vaginales con el índice y el pulgar, dándose leves pellizcos. Se introduce un poco el dedo de en medio, abre y cierra las piernas mientras se retuerce en el colchón. Ahora se estimula el clítoris, lo retuerce con dos dedos, lo frota. Busca algo con la mirada por el cuarto, sus ojos rebotan de un sitio a otro, no deja de masturbarse. De pronto hace un gesto que denota certeza. Abre la gaveta del buró, parece haber encontrado lo que buscaba, lo que necesitaba, saca una vela larga y de un grosor algo sugerente para la ocasión. Una tremenda erección se apodera de nosotros. Quisiéramos sacárnosla y también darle, ahí en el árbol, mientras vemos como se introduce la vela en su raja húmeda, suficientemente lubricada. Ella gime, se muerde los labios. Mete y saca violentamente la vela, que cada vez podemos ver menos, cada vez le entra más. Comienza a meterla cada vez más rápido y fuerte, hasta que se viene entre jadeos. Retira la vela empapada –quién fuera vela de cera-. Se sienta al borde de la cama. Recoge la botella de vino. Nosotros estamos algo desconcertados por la manera de pasar de una situación a otra de la observada. Vuelve a dar un trago y nos percatamos de que una lágrima baja por su mejilla, surcando la piel blanca, sonrosada por la agitación reciente. Seca su rostro inexpresivo, pero más lágrimas brotan, inconteniblemente, aunque su cara sea la viva muestra de la frialdad. Una vez más la botella entre sus labios y esta vez queda sin contenido, se levanta, camina hacia el ventilador, le da on, vuelve a la cama y se cubre de pies a cabeza, como estaba. Parece que se vuelve a dormir, pero no, debajo de la sábana solloza.
Después de unos minutos despierto, me he quedado dormido en la rama, me siento incómodo, bajo del árbol, me pierdo por el callejón oscuro, donde abundan los gatos a los que les brillan los ojos. Pienso en lo sucedido. Busco un cigarro en la bolsa de la camisa, el cual no encuentro pues yo no fumo y además ni traigo camisa, por lo tanto mi mano resbala en la tela de mi suéter. Sonrío y me hundo en la noche. En mi cabeza habita ya el reflejo que vi en su vagina.
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