Era un muerto en vida, un ser sofocado por las circunstancias. Su indiferencia, esa que le cerró las puertas a la existencia trivial, esa irreductible sensación de moverse en todos los ámbitos y permanecer a resguardo de todos, esta vez daba paso a una angustia ciega, a un terror sordo, a una voluntad fiera que se circunscribía a su propio metro cuadrado o quizás un poco menos, tal era su ostracismo. La vida estaba afuera, la presentía pero esta vez poco tenía que ver la voluntad en ello sino los obstáculos que se le habían impuesto gracias a esa simulación indeseada que lo hacía parecer un tardío impostor. Cosas de la vida, cosas de esa muerte presunta que ahora comenzaba a extinguirse para alborotar su sangre adormecida. Imaginó esos rostros circunspectos, esas risas fanfarronas, la facultad de los hombres por levantar caretas no bien las circunstancias lo ameritasen. Se trazaron en su mente visiones desaforadas, decoloradas en su vulgar hipocresía y se destrozó las uñas por tan siquiera regresar una vez más a intercalarse con esas almas insulsas que ni las vestimentas podían alegrar. Lo intentó con desesperación, gritando hasta desgañitarse y asfixiado en la mentira de su propio sino, sintió de pronto que su cerebro estallaba y ya no hubo imágenes, ni desesperación sino la muerte que se depositó esta vez real y solemne sobre su cuerpo sobrecogido.
Nadie supo jamás que al Samuel que sepultaron esa tarde, aún le restaba el horror de atragantarse con esas mortecinas trazas de aire, última ofrenda que le extendía esa irónica catalepsia…
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