Pepinelli leyó y releyó el comentario hecho recién a su cuento. Según él, este era de corte ofensivo. Pinchó sobre el nombre del aludido y derivado a su página, buscó con frenesí su libro de visitas. Allí estampó rotundamente su queja y de pasó insultó de tal forma al personaje aquél que luego de sonreír con satisfacción, pensó para sí que con esto la cuenta había quedado saldada. Sin embargo a la mañana siguiente, una irónica frase escrita con mayúsculas, desató una vez más su furia. Ahora Carablanca lo trataba de poetillo, de basura intelectualoide, de insípido escribidor con cero talento y mucha soberbia. Indignado, le contestó con frases aún más hirientes que al momento de escribirlas furibundas sobre el teclado, parecían golpes impactados en el rostro impreciso de su enemigo.

Los insultos fueron creciendo en intensidad, entablándose una guerra declarada. Esto provocó la preocupación de los colegas de este par de enconados adversarios y la cosa alcanzó tal efervescencia que llegó a oídos del dueño de la página. Este, intentando encontrar una solución salomónica, les comunicó que al primer insulto que apareciera estampado en cualquiera de los libros de los involucrados, significaría la inmediata eliminación del infractor. Por supuesto que esto no dio resultado ya que Carablanca atacó sin piedad una vez más a Pepinelli, lo que obligó al moderador a cumplir su palabra. Entonces Pepinelli se dio por satisfecho al sentirse triunfador de esta contienda. Y ya nunca más volvió a ocupar su nick de Carablanca puesto que pronto se creó un nuevo y aún más sanguinario detractor…