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El dolor, luego de un inexplicable receso a las cuatro de la mañana, lo despertó, puntual, a las seis.
Era domingo, aunque no hubiera podido distinguirse de cualquier otro día en la semana. La tormenta nocturna había dejado paso a una mañana azul y ventosa, que desmentía el verano.
Basilio Céspedes terminó de incorporarse en la cama con la lentitud de los años. Bajó las piernas al suelo y agitó con la mano la parva de medicamentos que desordenaban su mesa de noche, hasta encontrar su reloj pulsera.
Sosteniéndolo frente a su cara, lo alejó y acercó varias veces, hasta que las agujas le confirmaron la hora.
El dolor, que lo seguía a todas partes como un hijo bobo, había heredado de él su puntualidad de militar.
Céspedes era bajo, canoso, y de una engañosa apariencia frágil. Sólo en el acero de su mirada hubieran podido descubrirse restos de crueldades pasadas. Se miró al espejo, y trató , sin éxito , de emprolijar su aspecto. La noche maldormida le encandilaba la cara con los rayos del sol que se filtraban por las persianas. El paladar le parecía pegado con guano. Se frotó los ojos. Luego su mano izquierda tocó el vendaje de la cicatriz quirúrgica , que demoraba en sanarse, dos dedos por debajo del esternón.
“Todavía vamos tirando” se dijo, y se volvió a mesar los cabellos en un gesto inútil de coquetería. (Ya estaba por llegar la enfermera de día) ”Todavía vamos tirando”, y sus ojos se miraron en esos ottros ojos legañosos, los que reflejaba el espejo, que , aunque le parecieran extraños eran los suyos propios. Como también habían estado legañosos esa mañana, la de su primera muerte.
Pero ésta mañana, la de ahora, se desgranaba de pronto en ecos de hospital, de puertas que se abrían y cerraban, y voces, y holaquetal, y quebonitaselave, y chaucito, y los pasos rápidos, urgentes de Mariví entrando en la habitación.
Mariví era, y se sabía, hermosa. Su cabello renegrido derramaba su cascada de treinta años de mujer espléndida. La pollera blanca reglamentaria fallaba en su intento de uniformizar el contorno de sus piernas. Y, como una placa al pie de un monumento, un prendedor de plástico explicaba su busto con las letras “María Victoria Parral, Enfermera”.
-Buenos días, Coronel-dijo, y Basilio supo, o intuyó, como cada día, que ella se mordía la lengua al llamarlo “coronel”, para que no le saliera “abuelo”- otra vez dormimos mal, parece.
-Es el dolor, m'hijita,-respondió. Y no pudo evitar pensar que veinte, o quizás treinta años atrás, la habría impresionado con su porte, o con su uniforme. La habría seducido, o, en todo caso, la habría poseído, de una u otra manera. De todos modos en esos años duros ( o gloriosos, según qué camarada de armas se lo dijera) era cosa de todos los días.
En cambio, ahora dependía de ella para que le pusiera una inyección que acalambrara, aunque fuese por un rato, la garra inmunda que le trituraba el mediastino.
Pero, aunque él no lo supiera, para Mariví, Basilio ó el Coronel, ó el Abuelo, como lo llamaba según quién la oyera, no era sólo un simple anciano. A veces la mirada de ella se había reflejado en sus ojos acerados, y se había inquietado pensando cosas que, si bien eran el reflejo de sus deseos, le producían vergüenza y rechazo, y le hacían temer que Basilio se diera cuenta de lo que pasaba por su interior. Otras muchas veces, en cambio, especialmente en días como éste, en que todo parecía posible, su única conclusión era: “¿y por qué no?”
Y de todos modos era imposible que el coronel lo notara, por lo menos esa mañana, en que su única meta era sentir ese pinchacito, quietito que no le va a doler, que le daría ese falso respiro.
Y era ese dolor, que le recordaba su mortalidad a bofetadas, el que le había disparado, justo esa mañana, los recuerdos de sus queridas, gloriosas muertes.
Desconocedor de cualquier arrepentimiento, el Coronel Basilio Céspedes consideraba unidos por un lazo indisoluble al amor y a la muerte, dos instancias fundamentales de todo ser humano. No habiendo sido jamás destinatario del amor de una mujer, sus muertos ocupaban en su mente, el lugar que se le destina a las novias. A lo largo de su vida había matado y fornicado cientos de veces, por ganas ó por mandato, y con los años los rostros de sus víctimas se habían ido desdibujando hasta formar un sincicio de caras suplicantes y piernas abiertas. Y, a falta de una primera novia, el Coronel guardaba, en el sitial de honor de su memoria, su primera muerte.
De repente, la punzada de dolor le acometió con más fuerza, cortándole el aliento.
-Vamos, Mariví, poneme ese maldito calmante, carajo- y las curvas que se insinuaban de espaldas bajo el guardapolvo, y que en ese momento no importaban, se apresuraron en el armado de la inyección.
-Le voy a poner una endovenosa, le va a hacer efecto más rápido- explicó, innecesariamente la enfermera.
Mariví, esa mañana, se sentía como más vieja. Su aplomo de siempre parecía haberla abandonado, como si sus energías se estuvieran desintegrando junto con lasa de su paciente.
“Lindo pulso”, pensó mirando el temblequeo de sus manos, ”justo para una endovenosa”.Y trató de serenarse para completar su tarea.
“¿Por qué tarda tanto?” se preguntó Basilio, bañado en sudor, como también había preguntado esa mañana, en que se demoraba la orden de fusilar a esos diez perejiles, levantados en un operativo, y que ahora esperaban su muerte contra una pared desconchada de los suburbios. “Tranquilo, Céspedes”, le había dicho el teniente López, a cargo del batallón.”Ya te elegí uno. Apuntale al párpado caído, no podés fallar”. Y él había mirado a su primera, futura víctima, la vista fija en esos ojos, uno más abierto, el otro más cerrado. Que lo seguían mirando, fijos y desparejos, cuando ya había disparado, y no se animaba a acercarse y cerrárselos. Y ahora, veinticinco años más tarde, los seguía recordando, como recordaba sus palmas sudorosas que de casualidad no habían dejado caer el fusil en su temblequeo, como temblaban, notaba ahora de repente, las manos de Mariví.
-¿Pero qué te pasa, hija, estás temblando?
-No es nada, coronel, falta de sueño, nomás.- y se reprochó por ser tan tonta, tan cobarde, como para no decirle toda la verdad. Y en ese momento, mirando la figura del anciano, deseó tener vivo a su padre, al que casi no había conocido, aprendiendo a quererlo a través de fotos ó recuerdos de otros. Para poder refugiarse en sus brazos cuando la vida, como ahora, la ponía en una encrucijada, aunque qué ridícula, cómo iba a consultarle justo acerca de esto. Y trató de tomar nuevamente la jeringa y proseguir con su tarea peor sin darse vuelta, sin atreverse a mirar a los ojos del coronel que ahora parecía adormecido, pero era tan sólo el dolor. Pero cuando giró hacia el paciente con la jeringa cargada sus manos temblaron otra vez, sólo que más fuerte, y dejó caer la jeringa al suelo, sólo que ésta vez a propósito, con un sollozo final que fue tapado por el ruido de los vidrios, y la protesta de Basilio pero hija, tené mas cuidado, y el líquido que se desparramaba por el linóleo, con un olor almendrado.
Y entonces se dio cuenta de que nunca, por más que se lo propusiera, iba a poder matarlo. Aunque fuera fácil, anónimo y justificado. Aunque el no hacerlo significara tirar por la borda años de búsqueda, y le valiera para siempre la mirada de súplica y reproche en los ojos de su padre, que ahora sólo la miraban desde una foto vieja. Uno más abierto, el otro más cerrado.

(1er premio concurso Asoc de Profesionales Hospital. Zubizarreta)

Texto agregado el 29-11-2001, y leído por 1355 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-09-2008 Gracias por los indicios. Me encantó que lo dejara seguir sufriendo. pantera1
03-08-2005 wow!!!! Me gusta, un final inesperado! muy muy inesperado, el pasado se devuelve como una espada! ;) xwoman
 
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