Yo andaba por allí en la calle en pleno verano, sacando mis cuentas en papel y lápiz, por si el cielo empezaba a caerse en bloques sólidos, cuando aparece Silvia con un arreglo de globos del tipo ¨te quiero mucho – anónimo¨. Preciosa, esta vez se le dió por flotar sobre los pastos de los últimos jardines exteriores amaestrados de mi calle, dejando una estela de anarquía botánica a lo largo de su ruta. Los gladiolos se ponen a temblar y las crestas de gallo arquean las espaldas en éxtasis. Escucho los chillidos de la selva primordial y la sabana; mariposas y libélulas huyen aterradas ante el repentino retroceso de la civilización, perros y canarios de ciudad se vuelven oligofrénicos y no consiguen orientarse jamás. Incluso veo un inquietante par de lujuriosos ojos amarillos aparecer dentro unos arbustos sobre los cuales ella bailó la mano libre de anónimos. Ella me miró tres pasos después de haberme visto y me sonrió con el encanto de una serpiente preñada. Yo tropecé de la impresión, pero me recuperé justo para que la deferencia no sea evidente.
-Hola- entré con el tono de sorprendido que esperé de mí – ¡Vaya tienes un admirador secreto!.
-No es secreto; es de Osquitar, ¿Te acuerdas de él, no?
Un abogado recién graduado de evidente futuro prometedor. Te das cuenta desde que te aprieta demasiado la mano con su cara de palo recién afeitado y una sonrisa que no corre riesgos; un tipo duro y serio pero en el fondo, cálido. Un tarado –pensé. No le dí la más mínima oportunidad con la loca de Silvia.
-No, para nada.
-El abogado ese que conocimos la semana pasada.
Yo no conocí a nadie, bribona. Sé que vive cerca. Sé donde estudió. Sé que tiene un vulgar ¨dios personal¨. Sé dónde quiere trabajar. Sé con cierta precisión el tipo interés que siente por ti. Sólo intercambiamos algunos datos básicos. No sé que han intercambiado ustedes en secreto. Eso no pude saberlo. Pero no dirás que no te lo advertí jamás.
-Ah bueno. Un buen candidato...
-No es candidato, tonto. Los globitos son por que le ayudé a conseguir una cuenta.
-Eso no implica la negación de lo otro ¿No? ¿Tienen cuentas los abogados? ¿Te refieres a una cuenta como los publicistas o más bien como los joyeros artesanos? ¿O estamos hablando sencillamente de un asunto de contabilidad? Aunque no me imagino a Osquitar entre tantos vulgares contadores- dije yo sin pausas de respiración, para tratar de borrar la estupidez de lo de ¨candidato¨.
-Más bien como los prestamistas, creo...
-Ah bueno. En fin, no tiene nada de malo.
-No, claro que no. Está preocupado por su futuro y me parece bien. Tienes que saber proyectarte o terminas llorando por el tiempo perdido. En fin; sé que es tonto aclarárselo a alguien como tú pero el dinero siempre será el problema principal...
-¿Cómo que alguien como yo?
-Como tu pues... así todo despistado y despreocupado y...
-Oye, yo también vivo sobre la tierra y sé lo que vale el dinero y consumo selectivamente la basura que me venden y...
-Bueno no te enojes, lo que quise decir en todo caso es que Oscar es responsable y sabe adónde va y todo eso. Llega un momento en que esas cosas importan ¿Sabes? El otro día me invitó a un seminario para empresarios. Me parece bien que hasta un abogado se interese por esas cosas, por que así va haciendo relaciones.
-Ahá
-Bueno, nos dieron una charla sobre Marketing y sobre imagen empresarial. ¿Sabes qué es el posicionamiento, no?
-Más o menos
-Bueno, fuimos a ese seminario ¿Y sabes a quién vimos? Allí estaba el ministro de energía y minas ¡ah! ¿Y te acuerdas de César Gamarra, el chico que vivía acá a la vuelta?
-Claro
-Lo vimos allí. Ahora es asistente del Ministro de Energía y Minas...
-Ah. ¿Y que cuenta?
-En realidad no hablamos mucho. Andaba muy ocupado, ya sabes.
En fin, la charla siguió en esa dirección, es decir, en ninguna, mientras ella se balanceaba apoyada en su ramo de globos. Asimilé bien el primer minuto pero la sensación de nada empezó a impacientarme. Tenía ganas de decirle directamente que ese asunto no me interesaba en absoluto. Pero, ya no me veía tan seguido con Silvia y no quería arriesgar lo poco de amistad que nos quedaba; así que esperé a que terminara o que intuyera mi total desinterés por el asunto sin que yo tuviese la descortesía de cortarla.
Pero, parecía que ninguna de las dos cosas iba a ocurrir. Ahora me hablaba de la gente que ella conoce de la universidad. Un tal Andrés que la acosa y no sabe como deshacerse de él. Que es buena gente pero nada que ver. Me hablaba de sus mejores dos amigas con las que conspira para sus travesuras. Me habla de un tipo misterioso que toca el bajo en algún grupo. Oscar aparece nuevamente no sé de dónde ni para qué. En fin; gente que ella encuentra interesante y sobretodo, gente que la encuentran a ella interesante. No va a acabar nunca.
Resignado, me limité a asentir de vez en cuando. Unos chiquillos, de unos diecisiete - dieciocho años, la observaron conmocionados mientras pasaban por la acera del frente. Silvia es una chica así de atractiva. Recordé cuando yo tenía mi propia pandilla, los otros siempre terminaban preguntándome por ella, con envidia. Yo les respondía soberbio e indiferente.
Adopté esa postura de superioridad suponiendo que la otra alternativa era ser un conquistador rudo, viril y audaz; al menos frente a ellos. Y tendría que conquistar a Silvia, y que la vean en mis brazos, y luego tener que contarles mis experiencias sexuales con ella y etcétera. Todo demasiado complicado, además de improbable. También pensé en inventarles todo un pasado apasionado y escabroso con ella y de por qué era tan indiferente a sus evidentes encantos. Pero, en fin, me decidí por lo otro. Decidí jugar al ser superior; indiferente y misterioso. Supongo que es una tendencia de mi personalidad. No tiene que haber una relación directa entre Silvia y el hecho de convertirme, hablo de esa época rara, en un tipo más bien sombrío y antisocial, que leía libros depresivos y buscaba las películas en donde ganaban los malos. Y mi héroe era Batman. El Batman más gótico y solitario por supuesto, no el de la serie de la televisión ni el de los superamigos.
Ahora, claro, cuando estaba a solas con ella era distinto. Ambos nos conocíamos bien, desde los nueve años más o menos, y ambos sentíamos, aunque desde esa época ya no lo expresábamos tan directamente, el cariño de cada uno por el otro. Pero no se trataba de hipocresía. O si lo era, no iba en una sola dirección. Cuando ella estaba con sus ¨amiguitas¨ le encantaba dejarme en ridículo, como para evidenciar su superioridad frente a ese pedante y estrafalario pero encantador tipo que era yo.
Por otro lado, creo que frente a los demás yo podía fingir esa indiferencia puesto que sabía que tenía un lugar importante en la vida de ella. Nadie me iba a quitar eso. Y eso me daba un status especial entre mis amigos. Si alguno de ellos lograba acercarse, si alguno la llegaba a conquistar, jamás podría invadir ese terreno cercado de alambres de púas que era mío. Menos mal que ninguno de esos mugrosos de mi pandilla lo intentó siquiera. Lo hubiera matado.
Luego ella ingresó a una universidad y yo a otra. Cada uno tenía un mundo de gente y de horizontes distinto. Supongo que fue normal nuestro alejamiento. Supongo que no había forma de retenerla de este lado. Supongo...
Silvia dejó de hablar en algún momento y pasó su mano sin globos delante de mis ojos, como se hace la primera vez con los ciegos; pero mantuve mi mirada perdida en el vacío para acentuar mi dramática postura de monje en éxtasis y a ver si hasta yo me la creía. Retrocedió consternada y dudosa. Luego me empujó el hombro. Firme pero suave.
-¿¡Ah!?- dije, despertando.
-Parece que no estás muy atento hoy ¿Verdad?- reclamó ella un tanto irritada. -¿qué pasa contigo?
-Es que me vino uno de esos estados de Gracia, ya sabes. Como las ataques de epilepsia nunca sabes cuando te cogerán.
-Ya nadie escucha lo que digo -refunfuñó
-No pues, no te me engrías en un día así –dije yo- ¿Qué me ibas diciendo?.
-En fin, nada tan importante en verdad. ¿Tienes algo que hacer ahora?. Quiero mostrarte algo.
-¿Ah sí? Que es...
-Ya verás
-Ya te he visto las piernas. Están bien pero ya no me impresionan tanto como antes.
-Lo dices sólo por que no te les puedes acercar... -dijo, quedándose con la última palabra.
Así llegamos a su casa, dos cuadras más tarde. La mamá estaba allí en el recibidor acomodando unos elefantes de porcelana sobre un estante repleto de otros animales y me saludó con ese gesto afectuoso de toda la vida. Me gusta esa señora. Es una ama de casa plácida y serena, y siempre te regala un gesto sincero. Y no es de las que te quieren alimentar siempre o de las que te preguntan generalidades sobre cómo te va y cómo está tu familia para luego conformarse con cualquier respuesta. Ella me ahorra todo ese trámite. A veces, como esta vez, sólo te mira y te sonríe sin pronunciar palabras. Hay algo de compasión budista en esa señora, en su mirada. Tal vez así mira a todos; o tal vez es una mirada reservada para los amigos de su hija que están en la misma situación que la mía. Esa señora comprende. Me gusta mucho de verdad.
El cuarto de Silvia es muy cálido. Con paredes amarillo ocre y muebles de madera de verdad. La alfombra es de color gris rojizo. A primera vista parece una calle de provincias, sólo que con los muebles del lado equivocado de la pared. En todo caso da la impresión de una de esas pinturas de calles de provincias que les venden a los turistas. La pared que se opone a las ventanas presenta dos cuadros. El primero es una reproducción de ¨Pubertad¨ de Edvard Munch, en donde se ve una adolescente desnuda sentada en una cama, en un ambiente oscuro y opresivo. El segundo, un cuadro pintado por la misma Silvia en su época londinense (de cuando hablaba de irse a vivir a Londres). En este cuadro, una mujer gorda sentada de lado, con un enterizo celeste, mira por una ventana. A través de la ventana se ve un ocaso rojo y un perro negro que mira al espectador.
Se me ocurrió que Silvia veía en la adolescente de Munch su pasado y en la señora gorda su futuro. Y pensé que había algo de ridículo positivismo en ese asunto. Algo así como que el pasado ya ocurrió y no se puede remediar, pero el futuro lo pinta uno mismo. Ridículo, vulgar, deprimente... en fin; qué sé yo de esas cosas. Pero, inmediatamente después me pareció que la adolescente de ¨Pubertad¨ y la señora gorda de Silvia tenían en sendos rostros la misma expresión desconcertada y expectante. ¨Entonces –pensé- la sucesión de los cuadros tal vez significa lo contrario; que a pesar de los esfuerzos, de la voluntad de mejorar, no podemos cambiar nuestra condición básica. No podemos elevarnos, no podemos abandonar nuestra horrible mediocridad. El destino está trazado desde antes de nosotros. Desde antes de Silvia. Desde antes de Munch, incluso¨. Allí lo dejé por que la idea de andar psicoanalizando pinturas de decorados me pareció ridícula, vulgar y todo eso que ya expliqué.
-¡Oye! –Me dijo, desde mi izquierda a cinco pasos- ¡Despierta!
Allí estaba ella, detrás de una pecera enorme colocada a un lado de su cama como si fuese una mesa de noche demasiado alta. O más bien como si hubiese deseado un perro para que durmiese a su lado y en cambio recibe esta caja de vidrio. Le pone nombre a la caja, la lleva al parque y le enseña el truco de traer la vara. Y cada noche, la caja se recuesta sobre su vientre translúcido, al lado de su cama, para velar su sueño.
Me acerqué a la pecera que estaba llena sólo en las tres cuartas partes inferiores; un piso ascendente que se elevaba sobre el nivel del agua formaba un islote a un lado, con miniaturas de castillos en coral y cerámica. Allí dentro, alguien había puesto tres tortugas de mar.
-¿Qué te parece? ¿No son hermosas?
Lo más cerca que he estado de las tortugas de mar es a través de un documental sobre el desove de una de estas criaturas en una playa del Pacífico. Es una ceremonia más bien pesada y melancólica, con movimientos muy lentos. Un asunto exasperante, si me preguntan. La gran tortuga se arrastra como cien metros playa adentro, cava un hoyo más o menos profundo y pone unos 150 huevos. Al nacer las tortuguitas deben llegar al mar, por lo que pasan miles de obstáculos y peligros: un sol abrazador, irregularidades del terreno, cangrejos, gaviotas, tiburones, etc. El caso es que probablemente, sólo una de esas ciento cincuenta tortuguitas llega a la edad madura para repetir el proceso. En todo caso no puedo de borrar de mi mente a los cuatrociento cincuenta espíritus errantes de las tortuguitas muertas detrás de estas tres.
Son animalitos curiosos estas tortugas. Se mueven tan rápido que no le hacen juego al nombre. Y no son cálidas, al menos no a simple vista. No te muestran el menor interés. Incluso son indiferentes entre sí. Sin embargo son agradables a la vista, sobretodo por que no se ven como seres vivos. Parecen más bien adornos cincelados por artesanos muy finos. Pequeñas joyas para coleccionar.
-Me las trajo mi papá cuando vino de Panamá.
-¿Te las trajo desde Panamá?
-No. Quiero decir que las trajo aquí a la casa. Cuando llegó de Panamá se dio cuenta que no me había traído nada y fue directo desde el aeropuerto, con sus maletas y todo, al centro comercial para comprármelas. Es tan estúpido que me parece lindo ¿No crees?
-¿No será al revés?
-Llegó, me dejó las tortugas y el manual, y se largó de nuevo a los tres días. Me deja unas tortugas para consolarme. No tiene lógica. Es estúpido...
-En la India las tortugas de mar son sagradas. Según su mitología, una gran tortuga que vive en el fondo del mar es el dios del amor eterno. Si alguien te regala una tortuga, sus sentimientos te acompañarán por mucho tiempo, tanto como la longevidad de ellas. Para siempre.
-¿De veras?
Sonreí afirmativamente, principalmente por que no lo sabía.
-Que bueno. ¿Sabes? En realidad me siento menos sola con las tortugas. Por eso las puse allí. ¿No te pareció raro que estuvieran al lado de mi cama? Me acompañan cuando duermo.
-Pues...
La miré a través del vidrio. Ella estaba recostada en la cama, apoyándose en un brazo. Separados por un mar de tortugas y un islote para desovar.
-Es raro. Ellas allí y yo aquí. Vivimos en mundos separados. Les doy de comer una vez por día. Y eso es todo. No es como tener un perro. O siquiera un gato, ya que tanto me hablan de la indiferencia de los gatos. Estos animales sí que son indiferentes. Me paso horas mirándolos. A veces me miran. A veces un buen rato. Parece que vamos a comunicarnos, pero no. Sólo nos miramos. Allí acaba nuestra relación. –Tomó una pausa para suspirar- A pesar de todo me gusta así. No me siento sola cuando recuerdo que están allí, viviendo sus propias vidas aparte. Es como ver la vida de otro planeta...
Me miró. Yo la miré. Todo muy literal.
-En fin –dijo ella al fin- ¿Qué opinas?
Me encogí de hombros. Me había puesto melancólico con toda esa palabrería y con la presencia de Silvia. Es decir, ella también estaba melancólica y yo no sabía qué podía hacer. No sabía si me había querido decir algo. No sabía si yo debía hacer algo. No sabía si debía más bien no hacer nada.
-¿Cómo se llaman?
-No les he puesto nombres. No quiero. Pero puedo diferenciarlas. Esta, por ejemplo es la más activa. Y esta, la pequeña, es la más solitaria.
-Bien. ¡La llamaremos Matilda, en honor a la vaca lechera!.
-Como quieras –dijo lánguida; sin preguntar ni continuar.
-¿Cómo se sabe cuál es hombre y cuál es mujer?
-Las tres son hembras. Tres hembras en una pecera.
-Parece un buen tema para una porno -dije yo...
-Más bien es asquerosamente triste...
Dijo esto con una seriedad tan convincente que inmediatamente me sentí mal. Me incorporé, nervioso y empecé a pasearme por el lado opuesto de la habitación. -¨Tema para porno¨ -¡Qué idiota! –pensé- ¿Acaso no puedes controlarte? Te crees muy listo, ¿verdad? Patético, payaso insoportable... Me sentía inferior, superficial, asqueroso. Pasé al lado de la adolescente de Munch y de la señora gorda sin atreverme a mirarlas. Llegué hasta un estante lleno de libros.
Los libros aparecían amontonados sin ningún orden. Los gruesos tomos de la enciclopedia Sopena al lado de ¨Cosmopolitan¨, al lado de Jack London, al lado de ¨Los Miserables¨. Una biblioteca familiar, sin indicios de personalidad- pensé. Entonces ya no me sentí tan mal. No me sentí tan inferior, en todo caso. Seguí paseando la mirada: manuales de Yoga, libros de pintura, ¨Mafalda 9¨, ¨La Eneida¨ ¨Demian¨, ¨El arte de amar¨ de Frohm.
De pronto, algo que no esperaba. Había una ejemplar de ¨Los cuentos morales¨ de Eric Rohmer. Y no sólo eso. El precioso libro estaba atrapado entre ¨Tus zonas erróneas¨ y ¨Juan Salvador Gaviota¨. ¿Quién diablos puso a Rohmer entre tanta basura? ¿Cómo pudo pasar? -Es terrible. -Me dije. Y cuando me lo dije me pareció más bien casi divertido. Ya nada encajaba con nada. Rohmer y Bach. Las Tortugas y Munch. Las Tortugas y Silvia. Silvia y yo. ¿Quién puso tus muebles en la calle de provincias para los turistas? La señora gorda me mira por la ventana. Osquitar y su futuro prodigioso de dinero, mujeres y globos de colores. ¿Quién diablos nos puso a todos juntos? ¿Para qué si no encajamos? ¿Para qué?
En ese momento me di cuenta de por qué me había sentido tan mal. Silvia me estaba abriendo su corazón (por decirlo de alguna manera) y yo me acobardé saliendo con el chistecito. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué no aprovechar la oportunidad? Ella me trajo aquí, ella bajó al tono íntimo, ella está sobre la cama, esperando... ¿Por qué no mostrarme tal como soy? Por lo que ella misma dijo. Me mira a través de un vidrio y así quiere que sigan las cosas. ¿No lo dijo lo suficientemente claro? Le gusta tenerme cerca, dando vueltas alrededor. Eso la halaga. Pero no quiere llegar a más. ¿O en realidad estaba hablando de las tortugas? Me entraron ganas de salir de allí. De coger el libro de Rohmer, para tener algo a qué aferrarme y largarme de una buena vez. A ver si allá afuera las cosas son más claras.
Por que aquí dentro algo está torcido. Algo malo sucede. Y algo va a pasar. Tal vez no inmediatamente. Tal vez pasen años de angustia e incertidumbre. Las paredes se agrietarán y encorvarán. Y las tortugas... las tortugas crecerán desmesuradamente, como en el documental que ví, y al no tener una playa decente en donde desovar, enloquecerán y empezarán a arremeter contra todo en este cuarto. El odio acumulado será tan profundo que la bilis les saldrá por la boca deshaciendo tus preciosos muebles de madera, y tus cuadros y todos estos libros de mierda. Y tú, querida Silvia, sentirás la muerte asfixiándote bajo el peso descomunal de Matilda La solitaria, y con sus garras y sus dientes hambrientos te destrozará y mutilará horriblemente. Y en el último momento, entenderás y demasiado tarde lo que te estuvo diciendo todo este tiempo...
Respiré aliviado, como si todo eso que acabo de narrar hubiera sucedido realmente. No es que deseara que sucediera, pero, si algo así tiene que suceder, mejor que suceda rápidamente; sobre todo si tenemos de por medio esos ¨años de angustia e incertidumbre¨. En todo caso, me sentí relajado y sentí que todo volvía a su estado normal. Me palpé el bolsillo y allí estaban mi lápiz y mi papel para cuentas. Todo bajo control –pensé- ahora puedo regresar. Giré sobre mí mismo. Silvia seguía sobre su cama (ahora apoyada sobre su espalda) sin enterarse de nada, con la mirada perdida en el techo. El ver a Silvia así entera, sin mordeduras, sin rasguños y con todos sus miembros pegados al cuerpo reafirmó el bienestar que sentía en ese momento.
Me acerqué y me acosté en la cama, al lado de ella. A pesar de lo que pueda parecer, en ese momento lo hice sin ninguna otra intención que la de estar cómodo conmigo mismo. Así se siente uno después de una catarsis, aunque ésta sólo sea mental. Incluso pude disfrutar el hecho ser indiferente a Silvia; cuya presencia, en general, me resulta abrumadora. Estuvimos en silencio un buen rato.
-¿Sabes cuánto viven las tortugas? –dije yo, buscando una idea feliz- Más o menos como doscientos años. Ellas vivirán para ver crecer a tus hijos, ver que éstos tengan otros hijos. Y ellas verán morir a tus nietos y los enterraran como cuando entierran sus huevos para protegerlos de los depredadores.
-Yo no voy a tener hijos. No tendría nada bueno que ofrecerles.
-Todas dicen eso hasta que con la edad empiezan a decaer.
-Mi mamá dice que ya estamos en el fin de los tiempos y que ya viene el juicio final. En todo caso ya todo va a acabar. –dijo Silvia, tenebrosa. Luego soltó una risa en el mismo tono– Mi mamá está loca ¿Te habías dado cuenta?
Me incorporé un poco para mostrarle mi cara de confusión.
-Ya viene así desde hace años. A veces se pone a hablar de cosas así de espantosas y se pone a llorar como una histérica. Y de pronto cambia completamente a normal o se pone loca de contenta y la ves por allí canturreando como si le fueran a dar un premio. Y se pone peor cuando viene mi papá. Por eso cada día él se aleja más. Por eso creo que mi papá nos va a dejar. ¿Sabes cómo me doy cuenta? Las últimas veces que lo hemos visto se ha portado muy amable. Como nunca. Como para compensar lo que va a hacernos. Y ahora esto de las tortugas. ¿Qué otra cosa pueden significar tres hembras en una pecera?
Yo estaba sorprendido. ¿La mamá de Silvia estaba loca? ¿El papá las iba a dejar? ¿Dónde quedaba la vida feliz de Silvia que yo conocía? Ahora tenía los ojos húmedos y temblaba un poco por todos lados. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué podía decir? ¿Dónde estaba la correlación entre las tres tortugas y el que los padres abandonen a sus esposas y a sus hijas? ¿Había enloquecido Silvia?
-Si mi mamá tiene razón y todo va a acabar pronto entonces no importaría lo que pase ¿Verdad? En realidad esto del fin del mundo es el pensamiento más optimista del mundo. No importa que tan mal estén las cosas. No importa todo lo que te duela. Muy pronto acabará para siempre.
-Yo no creo que... –empecé yo, pero de tan nervioso que estaba no pude acabar la frase.
-Pero es una idiotez. El mundo no se va a acabar nunca. ¿Sabes lo que realmente pienso? –continuó ella. Su amargura se hacía más intensa- Creo que esto del apocalipsis ya ocurrió. Ya bajaron los ángeles con sus fuegos, sus pestes y sus bombas atómicas y desinfectaron la maldita tierra. Después llegó Dios y reinstauró su gobierno celestial. Y todo esta bien ahora. Sólo que algunos estúpidos no nos hemos dado cuenta. Seguimos aferrados a nuestro infierno particular. Seguimos amargándonos la vida. La Bestia ha caído en prisión y el círculo de los que con él nos quedamos se estrecha día a día. Nos falta el aire y los espacios extensos para proliferar. Nos hacen falta las eventuales caídas que ya no sucederán. ¡Oh!, pero siempre te dicen que agradezcas la suerte que tienes ¿Qué mierda saben ellos? ¿Qué saben ellos de mi vida? No tiene derecho ¿No es verdad? Se creen tan superiores por que les va tan bien con sus vidas. Toda la gente que veo es tan feliz. Incluso cuando se quejan y todo les sale mal puedes ver que todo les importa un pito... ¡por dentro están tan satisfechos de sí mismos! Por que ellos sí saben... ¡Es el paraíso! ¡Esto es lo que nos prometieron! ¡Esto era todo! –Levantó la voz mientras la humedad en los ojos se elevaba a niveles peligrosos- ¿No lo ves? ¡Toda esta basura nunca va a acabar por que el reino de Dios es para siempre! ¡Eres tan estúpido si no lo vez! ¡¿No escuchas a los benditos cristianos riéndose de ti todo el tiempo, sintiendo pena por ti?!
Silvia se tapó el rostro con las palmas de las manos. Flexionó un poco las rodillas, quedando en una especie de posición fetal inconclusa. Todo el cuerpo en tensión, completamente inmóvil. Como si se hubiese secado por dentro y petrificado. Incluso dejó de respirar. Respiraba por la piel. Silvia mutaba alguna otra forma de vida. Respiración cutánea, como en los anfibios primitivos. Está retrocediendo en la escala evolutiva, en una regresión hacia la vida vegetal y luego, hacia la materia inerte.
Es un instante helado, en el que no sabes que hacer contigo. Sobretodo cuando la tristeza de ella se debe a causas tan ajenas a ti mismo. Es casi vergonzoso estar allí. Como por instinto la abracé. Tuve que forzar la entrada de mi brazo por debajo de su espalda. Todo en ella me rechazaba y se volvía más rígido. Pude sentir la espantosa tensión en los músculos, la vida húmeda que se negaba a colaborar. De la conmoción me puse a llorar y la abracé más fuerte.
Y ella también se puso a llorar. Primero, los espasmos violentos y las lágrimas derramándose exuberantes por las sienes hacia las patillas y las preciosas orejas. Luego los lamentos entrecortados por profundas inhalaciones de aire. Me sentí conmovido de verla volver así a la vida, de verla regresar a mi lado. Sus manos aún le ocultaban el rostro.
-Yo lo sabía, yo lo sabía... –dijo después de un rato. Abrió los brazos y me abrazó ocultado su rostro sobre mi hombro, fuera de mi ángulo visual.
-¿De qué hablas?
-Esa estúpida pintura -me dijo, susurrándome al oído- Ellos están allí. Mi mamá es la gorda melancólica. Mi papá es el lobo negro. Todo muy obvio, muy primario ¿Verdad? No quise darme cuenta entonces... –y sus brazos se cerraron con más fuerza. Como si quisiera olvidar lo que acababa de decir.
Nos quedamos así abrazados un buen rato. Ella aún sollozaba un poco. Yo me sentía bien. Me sentía fuerte. Me sentía una persona estupenda sobre la cual pueden llorar las mujeres despechadas. Bueno, en realidad ese pensamiento terminó por no gustarme demasiado. En cambio otra cosa me hizo sentir bien. La sensación de que en esos momentos Silvia era totalmente honesta. O más bien que ya no había cabida para la deshonestidad, para los disfraces, para los trucos caprichosos. La, en general, esquiva Silvia me mostraba uno de sus lados puros. Mi mente pudo descansar sin tener que especular sobre segundas intenciones, sobre los gestos ambiguos de siempre.
Alguien dijo alguna vez que el cuerpo no miente. En ese momento esa frase parecía verdadera. Y como si fuera lo más natural del mundo los dos estábamos acostados y abrazados, sin movernos. Sentí sus senos generosos apretándose contra mi pecho en cada respiración. Sentí su perfume delicioso y confundidor. Sentí su aliento cálido en mi cuello. Sentí las pequeñas vibraciones de los últimos sollozos. ¿Cuánto tiempo así, en ese estado perfecto? ¿Cinco minutos? ¿Un minuto?
- ¿No crees que debí hacer algo? –dijo ella de repente, con la voz quebrada- ¿por qué tuve que esperar hasta que la situación se pusiera así de horrible? ¿Por qué no hice algo en ves de esconderme como una rata cobarde?
Me separé un poco de ella, para verle el rostro. Tenía los ojos hinchados enmarcados en unas ojeras profundas. El maquillaje estaba corrido hacia los lados. La piel rojiza. Hipnotizado, ella tenía el rostro más hermoso del mundo.
Le aparté del rostro algunos cabellos que se atravezaban. Ante el gesto, los labios de Silvia se entreabrieron de sorpresa y anhelo. Acerqué los míos y les dí un beso suave y lento.
Silvia reacciona. Nos fundimos con un beso más profundo. Con muchos, a continuación. Nuestros dientes chocan un par de veces pero eso no nos iba a detener. En un giro yo estoy sobre ella. Las manos de ella exploran bajo mi camisa. Otro giro y ella está sobre mí. Mis manos acarician su espalda, tientan sus nalgas. Nuestras piernas se entreveran ya sin inhibiciones.
Ella se incorpora y se sienta sobre mis caderas. Se acomoda el cabello hacia atrás y cierra los ojos. Mis manos se elevan a invadir el frente. Sin prisas, Silvia, tenemos tiempo. Silvia suspira y sus manos caen vencidas a cada lado. El sol cae oblicuo por la ventana, conteniendo su intensidad, para darnos calor sin sofocación. Las tortugas y su vida independiente de nosotros. Las pinturas no se atreven a moverse. La mamá está allá abajo, pero está loca. Todo me daba confianza para ir despacio. El apuro puede estropear un momento así.
Mis manos persiguen las zonas sensibles, las zonas desmilitarizadas, como se suele decir, por debajo de la blusa. Comprueban las líneas del brassiere y encuentran desde al otro lado de la tela, como por sonar, los pezones endurecidos. Luego, reptan hacia los lados; sintiendo las costillas y el ensanchamiento de la caja toráxica por la respiración. Ambas manos en sincronía se deslizan hacia abajo por la curvatura anhelada de la cintura y vuelven a subir por los costados; se desvían cautelosas a la altura de las axilas, pasan por las hendiduras de las clavículas y se pasean sobre los hombros y alrededor del cuello. Silvia me mira, con los ojos entornados, con una sonrisa de bienvenida. Mi expresión no cambia, pero las yemas de mis dedos toman el control y reptan nuevamente hacia abajo, ésta vez en un avance directo, por el frente. Siento la ansiedad y la exasperación en los poros y en las terminales nerviosas, siento en las venas el ritmo acelerado del pulso. Mis manos llegan hasta el abdomen. Mis pulgares exploran bajo la tela del jean el borde prometedor de la truza. Ahora también yo sonrío; ella se estremece y suspira.
Mis manos abandonan la protección de la blusa. Van hacia el rostro. A recordar, a redefinir las líneas de expresión. Las cejas pobladas, la curvatura de la nariz, los labios entreabiertos. Ahora el terreno ha sido reconocido y se han eliminado los últimos focos de insurrección. Ya puedo entregarme completamente y tomarlo. Mis dedos bajan confiados hacia los botones de la blusa. Lentamente, los botones van cediendo, uno a uno, engreídos y disforzados, pero sin oponer verdadera resistencia.
La experiencia del sexo, de la fusión. Se habla de ella como la experiencia de lo inenarrable y supongo que lo es literalmente. En la fusión uno se pierde a sí mismo y tal vez por ello, las palabras resultan equívocas e insuficientes para describir el momento. Esa es la razón por la cual se le coloca detrás adjetivos generales. Pero hoy me niego a resignarme a los adjetivos de siempre: glorioso, excelso, grandioso, maravilloso, exquisito. Claro que el sexo llega a ser todo eso, pero como también no es sólo eso sino otras cosas muy distintas, mejor que se los apliquen a los edificios que se inaguran todos los días o a los postres de los restaurantes caros. No a algo que todos dan por sentado por que nadie quiere pensar en ello. Prefiero arriesgarme a ser mal entendido que renunciar y darme por sobreentendido en este aspecto o, aclarémoslo de una vez (¡y maldito sea mi ego sobrealimentado!), en cualquiera de todos los otros aspectos de mi vida.
La experiencia del sexo, es el control y es la pérdida del control. Del propio cuerpo y del cuerpo que uno invade. Del cuerpo que es reflejo y resistencia del otro. La alegría y la posesión de la alegría. ¿Dónde está la revelación? ¿Dónde la experiencia transformadora? La ilusión confunde el tacto, y entre las caricias y los gemidos, nos hace creer en lo que queremos creer. Y se abren puertas en ambos sentidos, pero claro sólo hay que ver la parte luminosa, y olvidarnos de las zonas pantanosas que van hacia abajo; por el riesgo de sentirnos tan mal... o tal vez el simple mezquino miedo al ridículo.
Por que a algunos estúpidos nos pasa que la sangre puede volver a la cabeza en medio de ese embrollo. Sólo durante algunos segundos. Y sin dejar de sentir con la piel sentí la maquinaria que me obliga a seguir adelante. La máquina de las infecciones en que se ha convertido la vida, que crece como el cáncer, que prolifera voluntariosa. Que te obliga a moverte, a respirar, a llenar todos los vacíos con palabras y movimientos; que te obliga a sonreír a la gente y a ver el futuro con optimismo; que te obliga a desear lo que está frente a ti; la máquina que te ofrece caramelos y cigarrillos para conservarte en sus filas. Todo crece y todo cambia y todo se desarraiga. Y ya no puedes detenerte a pensar; el vacío que nos ha dejado la máquina es tan espantoso que no lo puedes soportar...
Pero, en esos segundos, también sentí que me encontraba en el lugar más seguro del mundo; tal vez en esta unión exista la esperanza de aislarnos de la influencia de la Máquina para siempre -pensé. Tal vez si Silvia me amase. ¨¡¿Tienes que ser tan espantosamente solemne?! -Me gritó ella con su voz cavernosa- ¡¿Tan ridículamente cursi?!¨ La máquina no cede un milímetro, no te da una oportunidad. La máquina crece y no se detendrá jamás. La máquina no hace nada y no tiene propósitos, y de allí que es infinita y eterna. La máquina no se enfrenta a nadie, de allí que nadie puede enfrentársele. La máquina no tiene vida, de allí que nunca morirá. Seductora y rastrera crece, y crece en todas las direcciones, sin instintos ni emociones que le estorben. Y sigue creciendo, la maldita, ocupando todos los espacios que antes eran nuestros. Y me aferré a Silvia, a su movimiento cadencioso, sensual. Me ha atrapado pero ¿después me dejará allí como si fuese una liberación, me dejará en toda esta confusión, en toda esa ambigüedad? -Hay menos riesgo así. No es para nosotros el entender estas cosas. Sólo debemos seguir adelante.–dijo ella, en éxtasis. Si tan sólo pudiera estar seguro. Tal vez si yo la amara realmente...
-¿Qué pasa?
Como respuesta tomé una de sus manos, la que me acariciaba el pecho, y la presioné contra mis labios. Algo para aferrarme. Nada pasaba fuera de lo normal. Pero, ¿cómo evitar la melancolía? Las cosas a nuestro alrededor volvían a materializarse con tanta precisión. Una silla, una lámpara, una pecera con tortugas, las esquinas de las paredes, las ventanas abiertas. Las cosas volvían a tener el carácter de diferentes y separadas. Los colores se apagan regresando al gris habitual. Se tarda uno un poco; hasta que los ojos se acostumbran a la nueva luz.
Me dio un beso tierno en la sien, al tiempo que liberaba su mano de mi mano –vamos a vestirnos –susurró.
Nos vestimos en silencio. Yo aún no estaba bien orientado. Calzoncillos, pantalón, medias antes que los zapatos. –No te confundas- me dije –es tu viejo cuerpo, el de siempre. La idea me pareció graciosa por alguna razón y me distrajo de mí mismo. Observé a Silvia mientras se ponía el brassiere, mientras se acomodaba el pantalón, mientras se abrochaba la blusa.
Silvia, abrió la puerta de un armario, revelando un espejo de cuerpo entero. En el reflejo se retocó los últimos detalles de un nuevo tipo de belleza, más inocente y civilizada, que disimulaba toda huella de lo ocurrido.
-Te sientes incómoda ¿Verdad? Puedo sentirlo –dije yo
-¿Por qué lo dices? ¿Tu te sientes incómodo?
Es la zona muerta –pensé- el momento en el cual el primero que habla pierde. El primero que dice la verdad. ¨El pez no debe abandonar las profundidades; las armas más eficaces del Estado no deben ser mostradas¨ El que arriesga pierde la batalla y luego vencido se resigna a vivir en la vergüenza. Es la guerra.
-Tal vez.
-No me hagas esto, ¡por Dios! Es horrible
-Hacérte qué...
-¿Por qué diablos no puedes aceptar las cosas tal como llegan? Esperaste por esto demasiado tiempo ¿verdad?
-Tampoco tienes que ponerte así...
-Es que eres tan estúpido que... -empezó ella, pero no terminó la frase; como si la idea respecto a las consecuencias de mi estupidez hubiese perdido todo su valor. Y se quedó allí, con un gesto abortado en las manos, con la mirada cargada de frustración; o tal vez, de desidia y abandono.
¿Acaso no hay nada más? Ella tenía razón. Tal vez eso era todo lo que se puede esperar. No tenía nada más que decir en ese momento. Pero dentro de mí había un mensaje para ella. Algo que no podía expresar en palabras. La miré a los ojos tratando de comunicárselo. Pero ella necesitaba palabras. Necesitaba una muestra sensible en donde yo cedía terreno, donde le prometía una vida milagrosa. Esas palabras que no pronuncié.
Las miradas también se desgastan. Unos segundos y ya no significan nada. Silvia dejó de mirarme y giro nuevamente hacia el espejo. Revisó su rostro, revisó sus gestos, revisó su ropa. Ella estaba dispuesta a seguir adelante. A perseguir las promesas de su propia vida.
-¿No quieres algo de tomar?- Dijo ella desde el espejo– Voy a ver que encuentro...
Me quedé solo en el cuarto. Todo estaba perfectamente inmóvil. Incluso las tortugas, que ahora dormían. Me incliné a observarlas. Silvia tenía razón: Mientras las otras dos dormían en la playa, Matilda yacía solitaria en el fondo. Pero ella no dormía. Abrió sus ojos verdosos para mirarme. Y entonces sucedió lo extraordinario. Matilda me habló.
Sobrecogido, ví cómo abría y cerraba su boca desdentada. Dentro, la lengua se movía formando las palabras. Sus ojos se entrecerraban puntualizado sus intenciones. -¡La tortuga me habla! - pensé conmocionado. Por supuesto que no se oía nada, por que ella estaba bajo el agua. Pero no era necesario. Sus palabras llegaban directas a mi mente.
¿Qué me dijo? Me dijo algo en la forma de una canción, una melodía preciosa, muy dulce y muy triste; un mensaje que llegó hacia mi desde tiempos remotos a través de generaciones y generaciones de tortugas. Una antigua leyenda sobre el origen de las tortugas de mar, tal vez. No entendí lo que decía, pues el idioma de las tortugas me es desconocido; pero supe en ese momento que la parte inconsciente y automática de mi cerebro ya trabajaba en el desciframiento del mensaje. Un día de estos, tal vez al despertar, tal vez viendo alguna película, tal vez emborrachándome con amigos más o menos cercanos el mensaje se revelaría en palabras humanas. Sólo tengo que esperar.
Matilda dejó de hablarme y cerró sus ojos. Eso era todo. Me puse de pie y caminé por la habitación. En realidad sabía perfectamente adónde iba, aunque cierto pudor me llevó por una línea sinuosa. Llegué al estante de libros, cogí el libro de Rohmer y lo escondí dentro del pantalón. Giré hacia la puerta buscando testigos. No había nadie.
La gorda y el perro negro seguían allí en la pared. Pero no ví ninguna madre loca ni ningún padre abandonador. Intuí la trampa que me tendían. Pero ya no caería en ella. No tengo por qué andar por la vida creyendo que todo lo que existe lleva además de sí mismo un significado particular para uno. Aspiré profundamente y me quedé allí frente a la puerta entreabierta, dispuesto a enfrentar lo que sea.
Silvia llegó con dos vasos de chicha morada en una bandeja. Me pregunté sobre la necesidad de tanta formalidad para el asunto. Un ritual, me dije. Algo para suavizar las cosas.
-Me voy –dije, un poco rígido.
-Quédate un rato. Toma tu chicha, por lo menos. Por favor.
¿Cuál era la importancia de este último acto? Es la necesidad de cerrar formalmente una simple visita amistosa –me dije- Tal vez la chicha morada tenga algún efecto amnésico. En fin. Si las cosas se van a poner así, tal vez yo también quiera olvidarlo todo.
Tomamos cada uno nuestro vaso.
-¿Qué llevas allí?- dijo en un tono aparentemente inocente.
El libro. El maldito libro se había inclinado y me hacia un bulto en el pantalón.
-Nada realmente- dije como para mí.
Saqué el libro de su escondite. Ella lo miró como por primera vez. Le costaba trabajo reconocerlo.
-Tal vez... quería llevarme algo tuyo...
-Ah bueno –dijo al fin- Llévatelo.
La expresión de Silvia. Neutra. Inexcrutable. ¿No sería por el condenado libro, verdad? Por que tengo derecho a él ¿Sabes? Más que tú al menos. No tienes que ser condescendiente al respecto.
Terminé con la chicha. Silvia seguía allí inmóvil. La misma mirada, la mirada de quien no piensa ceder; ¿Esperaba o soportaba? Ya nunca lo sabré –me dije- nunca voy regresar. Adiós para siempre.
-Toma- dije yo. Y le devolví el libro. – no lo quiero.
Detrás de ella aparecieron nuevamente los globos de Osquitar. Patéticos, reclamaban atención desde el piso, al lado del escritorio. Te dejo también con el maldito libro, y puedes ponerlo donde te dé la gana, pensé. Te dejo con tus globos y tus óscares. Pero yo gano. Llevo dentro el secreto de Matilda. Lo siento mucho.
-Adiós- dije finalmente. Di media vuelta como un semáforo, hacia las escaleras. Hacia el primer piso.
Adiós escaleras, adiós paredes, adiós para siempre elefantes de porcelana. ¿Dónde estaba la señora? Debía verla por última vez.
La encontré en la cocina. Estaba cortando unos vegetales para hacer alguna ensalada o sopa o algo por allí. Es aún una mujer joven y atractiva para la edad que supongo tiene. Me miró como si mirara un atardecer, ladeando un poco la cabeza, incluso. ¡Dios! ¡Cómo la voy a extrañar!
-Ya me voy señora...
-¿No te quedas a tomar lonche?
-No señora. Aún quedan cosas por hacer allá afuera.
Me sonrió por toda respuesta. No; esta mujer no está loca –me dije- Sólo que habla poco. Y tal como van las cosas en el mundo, es más bien un raro y precioso signo de cordura.
Sobre la mesa había una gran variedad de vegetales. Apios, nabos, zanahorias, rabanitos. Estaban siendo cortados en cuadraditos pequeños, como ladrillos de una pirámide viva. Es decir, no podía dejar de imaginar a la señora haciendo algo más significativo de lo que realmente hacia.
Pensé en ofrecerle un gesto de adoración; una despedida ritual. Escogí uno de los rabanitos, supongo que por el color y lo puse frente mi rostro. La señora me miró con curiosidad. Entonces mordí el rabanito y sonreí más mi sonrisa, como hacen los estúpidos. El maldito picaba asquerosamente, pero ya no podía echarme para atrás. Tragué sin soltar una sola lágrima. El otro trozo me miraba desafiante. Pero tenía que hacerlo. Por ella. Y por mi. -También es un gesto de reafirmación de mi propia persona -me dije. Me metí el medio rábano a la boca. Mastiqué y tragué. La señora me miraba, ahora con el ceño fruncido, pero no hizo ningún comentario. Me sonrió silenciosamente, se encogió de hombros y volvió a reinar sobre su propio mundo de vegetales a cuadros.
Ya en la calle, el sol directo me despertó totalmente. Miré hacia la ventana de Silvia. No salió a ver si la miraba. Mejor.
Allí recordé algo que sucedió hace como cinco años, cuando Silvia y yo teníamos dieciséis años. Recordé un beso que Silvia me había dado allí, frente a su casa. Recordé sólo ese momento, pero me gustaría contarles toda la situación, para que entiendan.
Era un jueves, cerca de las tres de la mañana. Yo regresaba a mi casa de algún concierto y la ví allí, inclinada sobre unos arbustos de su jardín exterior. En pijamas y con una zapatilla en la mano. Me acerqué en silencio. Ella buscaba algo en el pasto, entre las plantas. Era una cazadora primitiva, de las que dibujaron en las paredes de las cuevas. Una amazona en una selva insignificante.
-¡Hola!- dije yo. Ella se sobresaltó y giró, levantando la zapatilla en posición de ataque.
-¡Maldito! ¡Me has dado un susto horrible! ¿Por qué no avisas que eres tu?
-Lo siento. Pensé que eras la famosa ladrona de los jardines.
Ella suspiró aliviada y volvió a su tarea.
-¿Se puede saber qué diablos estás haciendo?
-Esos malditos grillos que no me dejan dormir... tengo que matarlos. No dejan de hacer ese ruido horrible.
-¿Grillos?
-Sí, grillos. Sirve para algo y ayúdame ¿quieres?
De ese modo, también yo me uní a la cacería. Francamente, a esa hora no se veía nada. Pero ella no se daba por vencida. Revisaba minuciosamente cada área en donde yo sólo veía zonas negras perfectas.
-¿Haces esto todo el tiempo?
-Hay noches en que no puedo soportarlo. A veces incluso, me da la impresión de que lo hacen a propósito. Al final llego a la conclusión de que es mejor salir a hacer esto que tener que aguantarlos toda la noche.
-Claro, tiene lógica.
Así seguimos un buen rato. Separando ramas de arbustos y peinando el pasto húmedo.
-Seguro que ya los has espantado. Ya dejemos esto.
-No. Están aquí. Lo que pasa es que con el ruido que hacemos se quedan callados y quietecitos y eso lo hace más difícil.
-Está bien- dije yo después de un momento –Tengo un plan. Tú parate aquí –Y le señalé la vereda- Yo los espanto y tú los esperas allí para matarlos. Después de todo, tú tienes la zapatilla.
-De acuerdo, capitán.
Ella se paró en la vereda. Yo me puse a saltar sobre el jardín, pateando los arbustos.
-¡Salgan malditos! ¡Les llegó la hora! ¡Me los voy a comer crudos! ¡Les voy a hacer confesar todo!- Gritaba yo, eufórico
-¡No hagas tanta bulla!- Dijo ella sin poder contener la risa
-¡Y cómo quieres que los asuste! ¡No les demuestres cobardía a los malditos!- le contesté; pero civilizado, al fin y al cabo, bajé la voz.
Y allí estaba yo, saltando, pateando y maldiciendo. Silvia se reía, pero jamás abandonó su posición de alerta, esperando los grillos. Ya le había dado cuatro vueltas al jardincito y estaba por rendirme, cuando, como un milagro, sucedió.
Un grillo confundido salió a la vereda. Silvia tensó sus músculos y salto sobre él. El pobre grillo, patético, trató de huir, pero fue en vano. Silvia, entrenada en estas situaciones, le dio con la zapatilla. Un movimiento rápido del brazo. Un golpe seco y contundente.
Me acerqué para ver el cadáver aplastado.
-Pobre Pepe grillo
-No sientas pena, tonto. Estos bichos se comen la ropa de tu casa ¿Sabías?
-Bueno- dije yo. Estaba cansado y fui a sentarme en el suelo, contra la pared de la casa.
-¡Oye! Esto no se ha acabado todavía. Estoy segura que eran dos grillos. Yo los escuché.
-Búscalos tu, si quieres. Yo ya no puedo más.
Me miró. Yo me encogí de hombros.
-Escucha. Si el otro grillo siguiera allí ya habría salido. Se han ido a mi casa. Los grillos saben que en mi casa no hay pena de muerte por cantar.
-Que gracioso- dijo como enojada. Luego revisó todo el límite entre el jardín y la acera buscando otros grillos fugitivos. Suspiró, se encogió de hombros y vino a sentarse a mi lado.
-Vamos a quedarnos aquí en silencio. –continuó ella- Si queda algún grillo vivo, se pondrá a cantar en cualquier momento.
-Bien- dije yo. Y apoyé mi cabeza contra la pared, agradeciendo que esta parte del plan tuviese menos actividad. La cerveza que había ingerido en el concierto de esa noche me hacía sentir sus efectos relajantes. Cerré los ojos. Silvia apoyó su cabeza en mi hombro.
-No te quedes dormido- dijo ella
-No, claro que no.
Nadie en las calles. El cielo nublado. El silencio era perfecto. Después me daría cuenta de lo extraño que se siente, por que inevitablemente uno asocia el silencio de la noche con el canto de los grillos. Pero los grillos ya se habían ido. La gente, los autos; todos habían abandonado este planeta desgastado.
-¿Crees que estoy loca?
-No –contesté sin abrir los ojos- Tu estás completamente chiflada. Pero loca no.
-Hablo en serio. No sé que me pasa en noches así. No puedo soportar nada. Es como si todo estuviera desordenándose, como si las cosas se movieran... ¡Por Dios! Ya ni sé lo que digo... sólo escúchame hablar. Es tan patético. Todo me parece tan... no lo sé. Me da miedo. Me paso demasiado tiempo pensando. Creo que hay algo malo en mi cabeza.
-No. Lo que esta mal es el mundo. Algo hicieron mal cuando lo estaban construyendo.
Escuché su sonrisa.
-Gracias- dijo después, y se acurrucó un poco más hacia mí.
-De todos modos, me parece peligroso que salgas así a esta hora.
-¿Por qué? ¿Crees que algún día los grillos se reúnan y me tiendan una emboscada?
-No pues, me refiero a los ladrones y...
-Si ya sé a qué te refieres –me cortó- pero conozco bien este lugar. No me da miedo. –hizo una pausa – Además, tu siempre estás cerca para protegerme ¿Verdad?
Sonreí ante la idea. Me hizo sentir bien.
Luego sentí el calor de su rostro, sus labios en mi mejilla. Un beso pausado, duradero, silencioso.
Cuando abrí los ojos ella ya estaba de pie, sacudiéndose el pantalón del pijama. Y sin gestos de despedida se metió a su casa.
Luego también yo me fui a mi casa. Recuerdo que estaba tan cansado que no sentía pasar las cuadras. Pero recuerdo también que, después de que Silvia se metió a su casa me quedé allí sentado en la vereda con los ojos abiertos, durante unos veinte o treinta minutos, sabiendo perfectamente que si algún grillo se le ocurría asomarse por allí, yo le saltaría encima y lo mataría a patadas. Se lo tenía bien merecido...
Al margen de los significados ocultos y evidentes, en los cuales pensaría después, el recuerdo de ese momento me hizo sentir bien. No me puso loco de contento ni nada de eso. Pero me dió la sensación de que las cosas tienen algún sentido, en alguna parte.
Y así, animado por el reflejo de un beso de cinco años atrás, y al igual que en ese entonces, me puse en camino a mi propia casa.
Y caminar me dio aún más ánimos, sobretodo por la sensación de moverme hacia algún lado. Una cuadra y ya me sentia totalmente recuperado. Estas cosas pasan todo el tiempo -pensé- así que no debe ser algo tan irremediable. Después de todo ¿Cuál ha sido el problema? Sólo ha sido un tonto malentendido. De lo emocionado y nervioso terminé confundiéndolo todo. Un día de éstos volveremos a encontrarnos. Y aclararemos todo esto. No me pareció algo tan difícil. Después de todo, su casa estaba sólo cinco cuadras de mía.
Con esta conclusión feliz, caminé las otras cuatro cuadras.
EPILOGO
Pero al llegar al frente de mi casa aún me sentía pesado, como si hubiese arrastrado espíritus posesivos desde el cuarto de Silvia. Decidí caminar un poco más, para perderlos.
Llegué hasta la avenida, donde había más gente. Llegué hasta el centro comercial. Entré pensando en dar un par de vueltas.
En el tercer nivel aparece una tienda de mascotas. Calculé que allí habían sido compradas las tortugas de Silvia.
-¿Desea algo señor?- me preguntó un tipo que, calculé, tendría mi edad. Demasiado pulcro y civilizado para alguien que trabaja entre tantos animales.
-Quiero saber el precio de tres tortugas de mar hembras- dije señalando un tanque lleno de tortugas.
-Bueno; en realidad ésas son tortugas de agua dulce- dijo el tipo, como si se disculpara de un crimen.
-¿Y dónde puedo conseguir verdaderas tortugas de mar?
-Si hablamos de tortugas ornamentales, es decir, si piensa ponerlas en una pecera, no las conseguirá en ninguna parte. Es el problema de mantener la salinidad marina, que es muy inestable. Se necesitaría un equipo muy costoso. Un verdadero laboratorio. Todas las tortugas que ha visto en peceras son tortugas de río, como éstas.
Suspiré desilusionado.
-Bueno, pero no se desanime. En verdad, ambos son el mismo tipo de tortuga. Comen lo mismo: algas y esas cosas. Ambas ponen huevos. Ambas tiene el mismo comportamiento. Y vivirán mucho tiempo. Para toda cuestión práctica –continuó con entusiasmo- el hecho de que las tortugas no vengan del mar no cambia para nada las cosas ¿verdad?
-Creo que no- dije yo.
-Bien. ¿Quería el precio de tres hembras, verdad? Un momento –revisó unas hojas enmicadas que tenía en las manos- ¡caramba! Creo que la lista de reptiles se quedó adentro. Espere un momento, por favor... –y desapareció detrás de una puerta camuflada de pared.
-Claro que te espero- pensé – Tiempo es lo que tengo.
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