Yo siempre dije que Iván era bueno en el fondo y ahora está a tres metros bajo tierra. Después de todo este tiempo es fácil pensar en eso, una vez que te desprendes de las impresiones más fuertes. Fue sencillo matarlo. Cogí una botella de vino vacía y le di en la nuca. Una sola vez. Cuando comprendí lo que había hecho, me dije a mí misma que sólo quería asustarlo, que sólo quería hacerle daño. Pero ahora sé que cuando blandía la botella apuntaba a su corazón.
Una tiende a inventarse una serie de razones para justificar sus actos. ¿Por qué maté a Iván? ¿Cuál fue el verdadero motivo? Fernando se pasó gran parte de aquella noche tratando de averiguarlo. Creía que yo le ocultaba algo, que no quería revelar las razones del crimen. Él llegó de inmediato, apenas lo llamé y le dije que algo muy significativo había ocurrido, que no podía esperar hasta el día siguiente. Cuando vio el cadáver en la tina llena de agua casi se desmaya. Luego se recuperó y dedujo que Iván se había resbalado y dado un golpe mortal con el tubo del caño. Tuve que decirle la verdad. Que yo lo maté. Que luego le quité el calzoncillo y lo llevé hasta la tina y lo cubrí de agua. ¿Y que por qué hice eso? Otra vez no tengo respuestas convincentes. Por que se veía mejor así. Me pareció un gesto humanitario abrigarlo con agua tibia. Algo de respeto por aquel cuerpo o rezagos del cariño muerto. No lo sé.
Esa noche habíamos hecho el amor. Luego él se puso a dormitar. Yo me quedé allí oyendo su respiración y sus sonidos de sonámbulo. Me vi a mí misma al lado de Iván. Me di cuenta de lo poco que lo conocía. Y ese poco empezaba a disgustarme. Pero no era por cosas concretas. Algunos gestos vagos. Ciertas frases distraídas, ciertos tonos de voz. La forma en que despreciaba los problemas ajenos. La forma en que le cambiaba la mirada cuando se entusiasmaba con planes para el futuro. Cosas así de pequeñas.
No pude soportar su presencia y me escapé a la salita. Mientras fumaba y bebía de un vino barato que Iván había traído, pensaba en cómo deshacerme de él. Pensaba en echarlo al día siguiente. Aún así, la perspectiva de esperar toda la noche se me hacía insoportable.
Entonces Iván se despierta y viene a mí. Me da un beso cariñoso y bebe de mi vaso. Luego me da la espalda y se pone a buscar algo que ver en la televisión. Él está en calzoncillos. Yo (ahora que lo recuerdo sé que suena absurdo) me había puesto mi jean, un polo y zapatillas. El desequilibrio entre nosotros, la imposibilidad de entendernos siquiera mínimamente. Iván se sienta en el sillón y me pregunta si hay algo de comer. Como en un sueño y desprovista de cualquier emoción justificadora, cogí la botella (ya vacía) y avancé hacia él. Y ocurrió. De pronto, Iván desapareció de mi vida y de la vida de todos.
Después llega Fernando. No respondo sus preguntas satisfactoriamente. Al fin se rinde y piensa en cómo sacarme de esto. ¨Cómo salvarte¨ creo que dijo. Pero él no entiende que ya no necesito salvaciones. Estoy libre. El acto me ha dejado el corazón limpio y el panorama claro. Un horizonte llano, perfecto. Y la temperatura de cero absoluto: sólo para virus y ángeles. Sigo bebiendo, sigo escuchando los buenos consejos del buen Fernando.
Para las tres de la mañana él ya tiene un plan. ¨Lo simple es lo que funciona mejor¨ dice, casi con alegría. Me dan ganas de pegarle una estrellita dorada en la frente. Su plan es que yo despierto al día siguiente y que encuentro a Iván ya muerto en la bañera. ¨Se habrá resbalado con el jabón¨ concluirán ellos ¨Luego me llamaste a mí y yo desde aquí llamé a la policía. ¿Entendiste?¨
Tenemos que hacer algo antes. Vamos al baño y Fernando quita el tapón de la bañera. Por alguna razón, el ver cómo el agua baja de nivel y deja desamparado al cuerpo desnudo me conmueve. Finalmente coge el jabón y lo pone al lado del cuerpo. Me recuerda a esos funerales en donde entierran al fallecido junto con algunos de los que en vida, fueron sus objetos favoritos.
Fernando se va. Me coge de ambas manos y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí. Me lo pregunta otra vez. ¨Es el gesto del réferi al boxeador que ha caido¨ pienso en ese momento y no puedo evitar reír. Así que me lo tiene que preguntar nuevamente, para estar seguro. Pobre.
Me quedo sola. Todo está inmóvil alrededor. Me pregunto por qué el plan no pudo situarse en ese momento. Por qué no podía despertar en medio de la noche para ir al baño y luego llamarlo a él. Tal vez es una manera de castigarme dejándome con el cadáver por un par de horas. ¿Para que reflexione y me arrepienta? En todo caso parece lógico encontrarme con el cuerpo al amanecer. No sé por qué. Suena más limpio, más normal.
Por la mañana todo resultó como fue planeado. Yo tenía el diálogo bien aprendido. Los policías me miran, alternando el deseo y el desprecio. Odian que no esté llorando. Odian mi cara de piedra. Quieren saber de mi relación con Iván. Les escupo respuestas cerradas. No tengo por qué decirles nada, no tienen derecho a inmiscuirse. Ellos sospechan (o tal vez saben, malditos cerdos astutos), y también buscan motivos y razones. Escudriñan todo el lugar persiguiendo respuestas. Fernando está a mi lado todo el tiempo y los mantiene a cierta distancia.
Los policías vuelven dos veces más. Traen consigo más preguntas y alguna que otra provocación a ver si caigo. Me observan cuidadosamente. No creen o no comprenden mi indiferencia y esperan que se revele algún odio asesino oculto. No les gustó que no fuera al entierro. Eso los vuelve más policías. Pero no tienen nada entre las manos, como dijo el abogado.
La última vez ya no los trato con tanto desprecio. Les ofrezco café y tostadas con queso-crema. Una se familiariza con la gente con la que habla; incluso se desarrolla cierto grado inevitable de cariño. Cuando se van, piden disculpas por las molestias causadas. Las piden en serio. Casi hasta siento pena por ellos.
|