En un oscuro pasillo se divisa el contorno de su espalda erguida por una tristeza letal, de la que nace un rosal opaco como las alas del ángel negro. Entre la sombra se puede distinguir su perfil de porcelana, sus ojos lúgubres y brillantes. Encadenada a recuerdos Begoña llora, aúlle por la salvación, por la piedad de alguna mirada, de alguna mano, de alguna vida que la jale del pozo. Sus brazos rodean como una serpiente su cuello, conteniendo la angustia que pareciere explotar en un millón de meteoritos, enfrascando la hiel que chorrea a gritos, hinchando maratónicamente las venas moradas que corren por sus manos. Mirando un punto fijo, observa la sombra de quienes transitan por su costado, escabulléndose de la gente, sorteando los caminos que la llevan a la perdición, refugiándose en el antro de sus pensamientos, en su corazón empantanado.
Mirando un punto fijo la aurora seduce su mirada, atrapándola con un señuelo consolador, con la esperanza del amparo, en el sueño de un abrazo. Se posan ante Begoña las ultimas gotas de luz, el último tiempo de los tiempos, para ofrecer clemencia a puertas del despegue, formando figuras en el suelo. Luminosidades anaranjadas se cuelan por sus ojos, arrancando sus alas de las vértebras de su espalda, levitando de su piel cada cicatriz, cada surco. Ya el suelo parece un recuerdo fatídico en el pasado, y las nubes el mañana que se presenta impetuoso. Flotando por los aires cae sangre por sus ojos, tiñendo de rojo las amapolas que anuncian su paso, escribiendo en el suelo con talento parsimonioso las ultimas palabras que sus labios trizados se atreverían a entonar:
- Por favor, ¿me ayuda? ¿Me ayuda a sostener mis pies en el cielo?
Del firmamento se cierra el trato, las estrellas cumplen juramento, entre relámpagos cae un rayo. Una espada atraviesa su cuerpecito con irónica rapidez.
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