Augusto Fonseca podía llegar a ser un personaje anónimo al que ponerle rostro y alma. Ciertamente era misterioso, poseía un carácter casi inaccesible, alguien verdaderamente especial, sin nadie a quien comparar. Escribía relatos, pero no lo hacía para entretener, en el fondo lo hacía por que le ayudaba a descubrirse a si mismo y a mostrarse a los demás. Tanto por desvelar, infinidad que transmitir, recrear, su expresión. Un susurro al oído, un párrafo de inigualable prosapia
El sentido del existir que tomaba forma, que adquiría dimensión en su espacio peculiar. Todo lo que el escribía, lo que salía de la vieja máquina mecanográfica que poseía sin duda podría ser catalogado como brillante, algo de lo que verdaderamente enorgullecerse.
Augusto Fonseca marcaba a todo aquel que llegaba a leerle y conocerle, es lo que decían. Desde que adquirí aquel libro en la vieja tienda de la calle cuarenta y dos esquina con Madison ya no era el mismo. No podía serlo. El estar abocado a un cambio, un corte, un comienzo, Augusto me lo había proporcionado, se lo tenía que agradecer. Dejaría de estar inerte, quieto e inamovible. Varió mi curso y divagar, todo se redimensionaba, tomaba forma adquiriendo una teatralidad desconocida para mi
Leí “Las últimas lagrimas” varias veces en pocas semanas de plazo. Su palabra, cuando la persona se deja modelar por su palabra, la que nos dirige, comprendes que esta va ante ti, y tu estás ante ella, su lectura es una respuesta, pues esta ha sido precedida por todas las cuestiones anteriores que se puedan imaginar. Traté de descubrir el interior, desmenuzar su contenido, buscando símiles, coincidencias, algo conocido, buscando una fisura. No conseguía nada. La idea de poder encontrar a Augusto me sobrecogía y mantenía vivo mi interés aunque sus escritos eran opacos, oscuras barreras impenetrables para seguir su rastro. El contaba algo, tenía un sentido peculiar, podríamos decir un sentido único. Todo se representaba a su gusto y disposición, pero no podías vislumbrar pistas a través de aquello. No había huellas, ¿como se puede reconocer el camino?.
Los recovecos eran formidables, el laberinto monstruoso de su literatura se asemejaba a una extensa tela de araña capaz de atrapar al más osado de los lectores. No cabía otra consideración en mi mente, magnífico sin duda. Magnífico.
Solamente podía manifestar admiración. Sus textos eran narraciones a menudo descarnadas, provistas de todo lujo de detalles, al mismo tiempo conseguían transmitir grandes cantidades de información en un breve espacio, con pocas palabras. No podré olvidar como relataba en “Muy especial” el porqué nunca se atrevió Platón a explicar la manera en que los condenados de la caverna fueron encerrados, ni cual era su conocimiento acerca del “mundo exterior”, describiendo el mecanismo de construcción del futuro como recuperación del pasado olvidado.
Fue entonces cuando comencé la búsqueda. Quería sentirme próximo a él, le admiraba intensamente, deseaba un contacto, cuando más ilusión tenía llegaba un momento, un instante en el que me daba cuenta de que era ajeno, de que la forma, el sentido de su existencia era completamente distinto y no se correspondería con la manera en la que yo vivía o pensaba hacerlo. Tampoco podría decir que esperaba mucho de la vida, más bien lo justo, ¿qué se puede decir exactamente que esperas? Se pueden exigir muchas cosas, condiciones o estados, pero al final cada uno tiene lo que se merece, ni más ni menos, es una máxima universal que supera cualquier concepción o capacidad humana.
Augusto se retrataba fugazmente en la primera parte de “Las últimas lagrimas”, o por lo menos es lo que pude entender. Podríamos decir que era la primera lagrima.
No era una persona que buscase el éxito, no deseaba impresionar a la gente con vacías convicciones. Un comportamiento extraordinario, fuera de cualquier molde, algo de lo que se distanciaba enormemente, o por lo menos parecía que lo intentaba. Era como si huyese a veces de su propia expresión. ¿Estaba atrapado y quería liberarse? Huía de si mismo y de sus miedos y fantasmas, pero a la vez conseguía atraparlos y dominarlos. Eso era lo que podía leerse en su historia, qué encantadora paradoja. El ser luchando contra si mismo. Siendo su propio motor y freno a la vez. Sabía de su capacidad, no es concebible que no sea así, pero se frenaba en ocasiones. Tenía el control de la situación y temía perderlo, igual en una expresión, en una palabra o en un gesto. Dominaba el medio, ocupaba y velaba su espacio, pero se aferraba demasiado a él. Permanecía aletargado, descansando, con su poder dormido. Sabía que si despertaba podría ser indomable, extraordinario, sin un modo de entenderse ni entenderlo, le superaría fácilmente, no podría controlarlo.
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