MATHEU 1923
Nací en el viejo Parque de los Patricios, siempre lo he contado, en el no menos viejo Hospital Rawson, donde mamá llegó un doce de setiembre a la madrugada, caminando con tío Luis y casi pierde la vida al parirme, el día catorce.
En ese entonces, vivíamos junto con el tío en Brasil y Rioja, pero mami ya en ese momento, por enésima vez, decidió abandonar a papá, pues ya no soportaba más el sufrir tanto.
Me contaron que un día de junio, con sus escasos bártulos, con sus cortos y lastimeros veintisiete años, con tío Luis que tenía diecinueve y conmigo de nueve meses, se mudó, más bien huyó, a Matheu 1923.
En esa casa con grandes balcones a la calle, umbral de mármol, zaguán y cancel, yo comencé a crecer y a descubrir la inmensa felicidad de un niño y el dolor, las lágrimas y el desconcierto inconmensurables de un adulto.
Era una casa ya muy antigua, con una gran sala e inmensas habitaciones consecutivas a lo largo de un patio, un genuino patio del viejo Buenos Aires, inmenso, soleado en invierno, con infinidad de macetas muy alegres con su diversidad policroma de malvones, helechos, geranios y hortensias y sombreado en verano por la parra y las glicinas que cubrían el cielo, alegrando y aromando el ambiente.
Ahí vivía una familia, una querida y maravillosa familia que me adoptó y a la cual adopté como mía: los “del Valle”, la abuela Rosa, el abuelo Manuel, las tías Lily, China, Porota, Sole y Osvaldo.
Vivían para mí, era la “primer nieta”. Ahí aprendí a caminar y cuando al año tío Luis entró en el Servicio Militar, yo corría a la puerta para verlo pasar con su regimiento, golpeando las botas sobre los adoquines y sobre las vías del tranvía.
Sé que papá nos encontró, que pidió perdón una vez más y una vez más mamá lo perdonó, y papá volvió. Deben haber transcurrido en paz o casi en paz esos primeros años, porque tengo apenas flashes de ellos: uno es maravilloso y despierta aún una inmensa ternura en mí al recordarlo: Por la puerta pasaba el tranvía 56, mamá me mandaba a la hora en que llegaba papá y lo veía pasar ya parado en el último escalón del tranvía saludándome con la mano, yo corría y corría con mis pasitos cortos y vacilantes hacia la esquina, y al llegar a ésta el tranvía aminoraba, papá se tiraba, me abrazaba y me subía “a caballito” sobre sus hombros.
Así volvíamos a casa y yo era tan feliz, que esa sensación me invade en este momento, y después de tantos años, me hace llorar.
Pero el día en que cumplí tres añitos, por Dios... cómo recuerdo ese día, tía China me había comprado una pequeña mesita de mimbre que hacía juego con el silloncito también de mimbre, que yo ya tenía.
Jugué esa tarde en mi mesita. Tenía un inmenso cajón de juguetes al que agarraba a la rastra cada vez que mamá se enojaba conmigo y yo me mudaba, enojada, a la cocina de la abuela. A la noche llegó papá, trajo un pollo al spiedo (ahora sé que era al spiedo) para celebrar, estuvo en el dormitorio con mamá y comenzaron a sentirse gritos cada vez más fuertes, eran tremendos.
Recuerdo que tía China cortó una pata de pollo, puso un plato sobre mi mesita y ahí en el patio, junto a la habitación, sentada en mi silloncito y con mi mesa nueva, comí solita mi cena de cumpleaños, mientras todos los gritos y todos los insultos del mundo entraban en mis oídos y yo no entendía nada... ¡cumplía tres años!, ¡sólo tres cortos añitos!.
Papá me había traído una pulserita de oro que, habiéndole agregado eslabones, aún uso, tiene grabado mi nombre en el anverso y en el reverso dice: “Su papi” y la fecha.
Cuando los gritos se transformaron en terribles, el abuelo Manuel intervino y lo echó a papá de casa. ¡Lo echó! y papá bajó la cabeza y se fue... sin celebrar, sin comer el pollo, sin estar conmigo... y yo ahí quedé, sin entender nada... sola sentada en el patio bajos las glicinas, mientras mamá lloraba desconsoladamente adentro y tampoco estuvo conmigo. Sólo tía China , me abrazó mucho y se quedó a mi lado.
Un año antes había nacido Dody, el hijo de ella y de su primer marido, se llamaba Rodolfo y le decían Rody, pero yo con mis malas erres le decía Dody y Dody le quedó por el resto de su vida, que se opacó cuando aún estaba en la plenitud de ella. Fue para mí más que un hermano, teníamos un sulkyciclo en el que paseábamos por el patio (yo conducía y él iba a “upa”), jugábamos, nos escondíamos detrás de las macetas, era feliz... hasta que en las noches sentía los tres golpes de aldaba de papá en la puerta, mamá salía y quizá nos íbamos a pasear, hacían vida de novios. Yo estaba en paz, a mi manera, ya casi no oía peleas, hasta que cuando cumplí cuatro años sucedió la hecatombe que relaté en “La mamadera de papá”.
Mamá sostenía que yo era “distinta” y como “distinta” me arreglaba siempre, invierno y verano con mediecitas cortas y zapatitos blancos, marca “Carlitos”. El cabello peinado con bucles o trenzas con unos moños que eran únicos, preciosos e “intocables” guay que se me ocurriese deshacerme un moño. Según ella, era igual a Shirley Temple y como Shirley me vestía: trajecitos y tapaditos de Harrods y Gath & Chávez, guantes, boinas, sombreritos, organzas, tafetas, viyelas, terciopelos, celestes, amarillitos, rojos, vestidos preciosos que ella confeccionaba noche tras noche quedándose cosiendo en la cocina mientras esperaba, la mayoría de las veces en vano, el toc, toc-toc de la aldaba.
Antes de los cuatro años ya leía y escribía de corrido, tenía todos los cuentos de hadas: de Grimm, de Andersen, holandeses, italianos, franceses, alemanes, ingleses, escandinavos, me compraban Billiken todos los lunes y el Pato Donald los martes (Patoruzú y Patoruzito no, porque según mamá, hablaban mal) (yo leía a escondidas los de Osvaldo), estudiaba inglés (yo quería francés) y piano (yo quería pintura) y a los cinco años comencé primero superior (porque en primero inferior me aburría) en el Instituto del Niño Jesús. Todo lo mejor, mamá hacía “juegos malabares” con sus pocos pesos porque “yo era distinta” y tenía que tener y hacer cosas “distintas”, ¡cómo me dolía a mi “ser distinta”!.
A ambos lados de mi casa había otras dos, casi gemelas, a la derecha vivía Pedrito al que yo mortificaba con mi falta de erres llamándole “pedito ”, todos se reían y yo no entendía por qué, y a la izquierda una modista muy antipática.
Cuando faltaba un mes para que cumpliese los siete años, papá (ahora comprendo que hastiado de golpear la aldaba y de hacer el papel de amante fuera de casa) alquiló un departamento en Flores.
Recuerdo el dolor inmenso de todos cuando íbamos a mudarnos, no nos dejaban ir, temían por mamá y su futura soledad ¡qué razón tenían! y yo... no podía apartarme de esa querida familia que era la mía, cambiar de barrio, dejar mi colegio... pero allá nos fuimos en agosto.
En la nueva casa teníamos mayor comodidad, muebles nuevos, un patio para mí sola y ése era mi más grande dolor, saber que estaba sola.
Ahí fui creciendo y ése es tema para otro relato, colegio nuevo, el Instituto Elisa Harilaos, profesora de inglés nueva, profesora de piano nueva, compañeras nuevas.
Mucho sucedió en esa casa, nuevas soledades de mamá, nuevas peleas, antiguos gritos, mi primaria, mi secundaria, mi egreso, mi universidad, algunos noviecitos, mi gran amor, mi dolor, el casamiento de tío Luis con mi querida tía China que se había divorciado, mi casamiento... todo, quizá demasiado.
De tanto en tanto, volvía a Matheu, a mis abuelos. Mis tías se habían ido casando y mudándose también, hasta que al fin también se mudaron mis abuelos.
Desde entonces, nada supe de mi querida casa de la infancia y jamás volví, incluso me alejé de Buenos Aires.
Este verano, más de cuarenta años después, estando en Buenos Aires, pasé en un taxi por Parque de los Patricios, le pedí al taxista que me llevara hasta Matheu 1923. Ahí recibí la primera sorpresa, lo vi tomar un sentido en la calle que para mí era contramano, no... hacía años que le habían cambiado el sentido, me dijo, ya no estaban las vías del tranvía, ya no estaban los adoquines, ahora estaba asfaltada. Estaba irreconocible. Nada había de mis recuerdos, ni la carnicería de don Manuel, ni el almacén de don Clemente, ni la farmacia de don Ignacio y Blanquita, ni la librería, ni la carbonería de don Miguel, ni don Gregorio el zapatero, ni Vicente el peluquero ... nada, nada quedaba ya en esa calle desconocida.
En un momento estuve frente al 1923 y ¡qué sensación!, la casa de Pedrito había sido reemplazada por un hermoso chalet, la de la modista, por una linda casita baja, pero la mía... ¡la mía estaba allí!, testigo inmutable de casi cien años del viejo Buenos Aires. Tenía sus ventanas, tenía su umbral, ese viejo umbral donde el abuelo, con los anteojos calzados en la punta de la nariz, leía La Prensa, con las piernas muy abiertas y los brazos también, por lo grande que era el diario, y donde tío Luis, esperaba sentado la llegada del diarero que en las noches de verano le traía "La sexta, de Noticias Gráficas".. Pero todo: puertas, ventanas, todas las aberturas, habían sido tapiadas con ladrillos, quizá por temor a intrusos, y tenía un cartel: EN VENTA.
Me sentí tremendamente desolada con el flash, porque el taxi pasó muy rápido (perdíamos el ómnibus hacia Cataratas) y en ese momento nadie comprendió esa angustia tan tremenda que me dominó al ver mi casa de pié, tapiada totalmente y en venta.
Hace un mes que pienso en ella y en su tremenda soledad, pero ahora sí, imagino por qué está tapiada... los actuales dueños habrán pensado que haciéndolo evitarían el ingreso de intrusos, pero no saben que tapiándola, evitaron la salida de mis recuerdos. Imagino que si voy con una enorme masa y hago un boquete en la pared que obstruye la entrada, me invadirá un tremendo perfume a glicinas, saldrán algunas abejas de las parras, oiré el trinar de los canarios de la abuela, el chirriar del sulkyciclo en el patio, el olor a los buñuelos de mamá o las tortas fritas de la abuela y escucharé el canto de mamá: ”Alegre en el verde palmar cantaba feliz y un día dejó de cantar, dejó de reír...”.
Ya no está la puerta con la aldaba, pero papá no tendrá necesidad de dar sus tres golpes, porque sé que hoy está feliz con mamá, que ya nada ni nadie podrán impedir que sean felices en el lugar donde no existen papeles, ni ventanas, ni puertas con aldaba, ni el dolor.
Pensándolo mejor, no derribaré la tapia, dejaré que los recuerdos queden donde pertenecen, dentro de mi vieja casa, con sus olores, con sus perfumes, con sus melodías, con los espíritus queridos de todos aquellos seres que me amaron, rieron, sufrieron, cantaron y jugaron conmigo, me hicieron inconmensurablemente feliz y ya no están físicamente, hace muchísimo tiempo.
NOTA DE LA AUTORA: Matheu 1923, no es una dirección imaginaria elegida al azar, existe en el viejo Parque de los Patricios. Como decía mi papá a los taxistas: “Pasando la esquina, a la derecha, la tercer puerta” pero claro, ahora la calle tiene sentido contrario.
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