Juro que le tenía un miedo aterrador a Dios. Yo pertenecía a una familia que hacía alarde de una fe que, por cierto, era bastante aguachenta y que colocaba a la iglesia y a la farmacia en el mismo saco: lugares a los cuales se asistía sólo en caso de extrema urgencia. Quizás por lo mismo, a mis ocho años me era difícil plasmarme una imagen de esa deidad omnipotente y rubicunda ya que me parecía algo demasiado inmenso, del cual tenía muy vagas referencias plagadas de eufemismos y abstracciones muy difíciles de elaborar en mi cerebro de inexperto mozuelo. Por lo tanto boceteaba con mis burdos conocimientos un indefinido retrato en el que se fusionaban de mala gana un ser de luengas barbas, pulcramente ataviado de blanco y un Jesucristo de rostro reconcentrado y severo como el que veía en las estampitas de Catecismo.
Le temía terriblemente a Dios, palabra que es cierto y oraba en las noches antes de dormirme, murmurando un Padrenuestro memorizado a punta de reconvenciones y amenazas veladas y este rezo era para mí como el sucedáneo de un cabrito abrasado en aras de algún sacrificio. Me sentía espantosamente observado por un enorme y mal agestado rostro barbado que yo concebía más bien como un juez implacable antes que alguien exultante de bondad. Sufría entonces las penas del infierno y a veces me desvelaba pues tenía claro que Dios también estaba dentro de mis pensamientos y me espantaba cuando una voz irreverente que se me desataba incontrolable, parecía rebelarse contra este riguroso estado de cosas y haciendo caso omiso a mi debilucha voluntad pronunciaba aterradores “Dios de mierda”, “Dios maricón” y otras linduras por el estilo, palabrejas que yo intentaba esconder a punta de lágrimas y perdones pronunciados con voz implorante. Menos mal que el sueño me sacaba muy pronto de circulación y la angustia daba paso a un descanso solemne que no transigía con deidades atemorizadoras.
Antes de mi primera comunión, acudí al confesionario y el cura se asemejaba más a un actuario tomándome rigurosa declaración que a un digno representante de Dios socorriendo a una pequeña oveja descarriada. El sacerdote, acomodado en su penumbroso cuartucho, me ordenó con su voz engolada que le confesara mis pecados y en ese instante me sentí Barrabás interrogado por los romanos. También sufrí una severa confusión al tratar de darle sentido a la palabra pecado. Se me ocurrió que esa palabreja significaba contravenir cada orden impuesta por mis padres, jalarle el cabello a mis hermanas o tocar el timbre de la vecina y arrancar hecho un demonio. Pero eso me parecía muy poco digno de ser expuesto, risible por parecer lo menos. Entonces inventé descaradamente que una vez tuve intenciones de asesinar a mi abuelo y juraría que después de esta confesión escuche algo parecido a una risa sofocada desde la penumbra del confesionario. Unos cuantos padrenuestros y otras tantas avemarías limpiaron mi alma de tan terrible pecado y quedé listo para recibir la comunión. Dios, entretanto, me seguía observando, conocía cada una de mis aviesas intenciones y yo continuaba por lo mismo encalillándome al fiado y sintiendo que las lenguas de fuego del infierno ya comenzaban a lamer mis pasos.
Actualmente, creo que esa vigilancia hostil ha dado paso a un sereno debate conmigo mismo. Ya no siento la presencia perturbadora de ese ser furibundo que estaba al cateo de cada uno de mis malos pasos, sino que percibo a un compadre con el cual puedo dialogar, discutir, razonar y a veces transigir. Es un ser que acaso me vigila pero sin la mirada severa que me aterrorizaba cuando niño sino que con un atisbo de comprensión por este ser extremadamente falible que soy y que ahora recuerda con cierta nostalgia aquellos años de dulce candidez…
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