No hace mucho tiempo llegó a mis manos un poema, cuya autoría se le atribuía a Borges.
En él, como un balance póstumo, el poeta se refería a la inutilidad de un sinnúmero de prevenciones que había tomado en su vida, como el viajar siempre con paraguas o con un botiquín repleto de remedios. Ahora, en el ocaso, comprobaba que habían sido inútiles y que de volver a nacer las enmendaría, pero ya era tarde para arrepentimientos pues se hallaba en las postrimerías de su vida.
María Kodama, negó que ese poema perteneciera a Borges, pero quien lo ha conocido a través de sus obras, quien ha observado su modo de vida, sabe muy bien que pudo haberle pertenecido.
Yo no soy Borges, ni su autor apócrifo, pero consciente de que mi reloj biológico está marcando ya el atardecer, estoy esta tarde en el porche de mi casa, recostada en mi reposera, regalo de mi hijo en las otras Navidades, observando el sol y regocijándome bajo ese calor tibio y adormecedor de los soles de otoño. Entonces se me ocurre pensar en qué escasas oportunidades he contemplado así, plácidamente, el sol de otoño.
Vienen entonces a mi memoria, como en el poema, cuántas cosas he dejado de vivir.
Recuerdo a mamá desde muy pequeña no dejándome correr, porque me hacía mal, no permitiéndome comer chocolate, porque me salían granitos. Pienso en mi adolescencia donde no me atrevía a salir, no me atrevía a divertirme porque era fea o era gorda, con una personalidad muy fuerte siempre subyugada por temor a ¿qué?.
Amando locamente, hasta el delirio y con un temor y unos prejuicios que me impidieron romper con las reglas y vivir mi amor ante la gente.
Caer en un matrimonio indeseado porque las reglas, las buenas costumbres y el qué dirán me impidieron romper con el compromiso.
Estando siempre a punto de escribir una carta que no llegué a escribir.
Sintiéndome mujer, con sus anhelos, con sus sueños, con sus deseos y no atreviéndome a vivirlos por tabúes, por temores, por cobardía.
Conservando cada pequeña cosa, cada objeto, para que no se rompiese, como mis copas de cristal, mis platos de porcelana, que no los usé para que no se dañaran, o mis pocas alhajas, que no las lucí, por si se perdían o me las robaban.
Poniendo el despertador tres horas antes de mi llegada al colegio, por si me quedaba dormida, o llegando dos horas antes a las estaciones, por si perdía el tren o el ómnibus.
Trabajando desde muy temprano hasta entrada la noche para que no faltase nada, sin observar que ese trabajar incesante me hizo faltar el ver crecer a mi hijo, el estar a su lado cuando más me necesitaba, el no ver envejecer a mi madre compartiendo con ella tardes de mates y de charlas con tortas fritas, el calor del sol de las tardes o el bailoteo de la lluvia sobre mi ventana, en esas tardes de invierno que invitaban a quedarse en casa. O algo tan simple como jugar con mi perro o pasear con él, que vive atado al no estar yo en la casa.
Hoy, hace mucho tiempo que transcurrió la mitad de mi vida, mamá ya no está, mi hijo creció y se encuentra felizmente casado, mi amor está muerto, mi cuerpo aún vibra, siente y desea, mi perro sigue dentro del garaje, mis copas de cristal y mis platos de porcelana siguen dentro del armario, la carta continúa sin escribirse y mis alhajas no se perdieron... mirando el sol que se esconde en el horizonte me pregunto: ¿Valió la pena?.
|