El mundo editorial está convulso ante el próximo lanzamiento del que ha sido calificado como “el libro de autoayuda definitivo”. Aunque también está la opinión del antiguo editor del escritor, que calificó el texto como “la mayor de las estupideces que he visto en mi vida”, afirmación ésta que realizó tras atragantarse con un pincho de tortilla en el transcurso de un cóctel para recaudar fondos en beneficio del cultivo del berberecho con limón incluido.
Desde las páginas de esta revista, vamos a adelantarles a nuestros lectores en primicia exclusiva y mundial algunos datos sobre tan esperado libro y su autor.
El autor, de sobras conocidos por todos, es el famosísimo Salvador Jelpmi, escritor de origen incierto, aunque se sabe que es humano. Hay quien dice que es de origen hindú, otros que es puro criollo, los hay que dicen genovés, portugués, español, bielorruso, birmano, e incluso algunos se atreven a sugerir que es del Atlético de Madrid. Ante tanta confusión de nacionalidades, el escritor no ayuda a despejar la incógnita porque siempre que se le pregunta por este tema, esquiva hábilmente a su interlocutor dejando escapar una risita nerviosa y dando tres volteretas, dos para atrás y una hacia delante.
De lo que sí existe documentación es sobre sus orígenes humildes. De hecho, antes de poder dedicarse de lleno a la escritura, Salvador Jelpmi se vio obligado a realizar los trabajos más variopintos para subsistir: fue profesor de botánica de plástico –aunque con poco éxito, dado que se le morían las plantas tras insistir en que “el ácido sulfúrico es el mejor aliado de las plantas de plástico interiores”-; trabajó de negro en un taller literario de París –oficio del que siempre renegó por la incomodidad de tener que llevar cadenas y grilletes, aunque su jefe le suplicaba una y otra vez que no era necesario, cretino, y que se quitara ese betún, que lo dejaba todo perdido-; fue también productor discográfico con relativo éxito –suyo es el bolero “Me estás matando como un enfisema, amor mío (a ver si va a resultar que estoy enfermo..!)”-; así como otros oficios tales como carpintero, albañil, taxista, vigilante nocturno, vigilante diurno, camarero, oficinista, submarinista de río, cobaya en la industria farmacéutica, ingeniero agrónomo en el desierto del Gobi, diseñador de cereales para desayuno, preso preventivo, otra vez cobaya, domador de marmotas y Papá Noel en unos grandes almacenes en Afganistán.
Precisamente tras este último trabajo, Jelpmi tuvo una revelación. Se dio cuenta de que la gente lo que quiere es ser feliz. También se dio cuenta que los talibanes no aceptaban de buen gusto su disfraz de Santa Claus y su repertorio de villancicos en inglés. Pero eso era obviamente debido a que eran desdichados (aunque la expresión exacta que usó fue la de “desgraciados pirómanos hijosdep..!” tras haber sido rociado con gasolina para mecheros por un comando integrista llamado No-voy-a-ser-tan-tonto-como-para-darte-el-gusto-de-matarme-yo-solo-perro-occidental, un comando terriblemente conocido por su defensa del Corán, su rechazo a occidente y su aversión a los chicles de fresa ácida).
Así que Salvador Jelpmi, desde el hospital donde se recuperaba de las heridas, comenzó a escribir y, de paso, a forjar su leyenda como el más agudo, el más perspicaz, el más sabio y el más inútil de todos los escritores de libros de autoayuda.
Su primer libro fue un éxito. Su titulo (“¡Qué desdichado eres, chaval!”) era ya toda una declaración de intenciones: Jelpmi no pretendía escribir un puñado de meros consejos, no. Pretendía llegar al meollo de la infelicidad humana. También pretendía pagar las facturas del hospital, pero eso son temas baladíes para nuestro autor. A él nunca le ha importado el dinero, sobre todo el ajeno. Lástima que sus acreedores nunca hayan compartido su visión espiritual de la vida. Y es que Jelpmi ha sido siempre un incomprendido. Quizá ayudara el hecho de que no poseía lengua (la perdió en la niñez, cuando el médico de cabecera le ordenó que sacara la lengua para revisarle las amígdalas), pero eso sería limitar la dimensión humana de nuestro hombre. Tarea harto difícil teniendo en cuenta que Jelpmi pesa 156 kilos en apenas metro y medio de estatura.
Tras acabar su primer libro, Salvador volvió a recluirse para redactar su segunda obra. Eligió una fresquita y oscura cárcel turca tras haber sido capturado en el aeropuerto con 36 kilos de hachís en una bolsa de supermercado, mercancía que él –tan poco terrenal- desconocía que fuera ilegal. Incluso desconocía que fuera una droga. De hecho, desconocía también que estuviera en Turquía. Desconoció también a los policías, a su abogado, al juez y a un señor de marrón que pasaba por allí. Nuestro héroe pasaba por una fase de desconexión con el mundo: se estaba elevando.
Fruto de esta elevación nació su siguiente libro: “”¿Qué coño hago aquí y quienes son estos señores tan raros?”, donde expuso con cruda sinceridad su perplejidad ante la incomunicación humana (épico es el capítulo “¿Por qué los extranjeros hablan tan mal que no se les entiende nada?”, verdadero tratado de lingüística práctica) amén de explicar diferentes anécdotas sobre su vida en la cárcel y un par de recetas sobre comida rápida que leyó en una antigua revista.
Inmediatamente la mayoría de revistas y diarios del mundo entero precisó de su colaboración, de tal forma que Jelpmi aparcó la escritura de más libros para poder atender las múltiples solicitudes que le llegaban. Sus admiradores más acérrimos le echaban de menos, pero pudieron deleitarse con sus artículos. Artículos que, en coherencia con la multidisciplinaridad de Jelpmi, versaban sobre los temas más variados: sobre el amor (“¿Seguro que es sífilis, doctor?”); sobre la necesidad de libertad del ser humano (“¡Sáquenme de aquí, pedazo de alcornoques!”); o sobre el miedo a la muerte (“Querida Muerte: yo aún soy joven, mi hermano no”). Pero el espíritu flexible de Jelpmi le ha llevado siempre a enriquecer estos textos más profundos con otros más sensibles a las necesidades cotidianas, más prácticos. Son memorables sus textos dedicados a temas como la botánica, una de sus pasiones (“Las macetas es conveniente ponerlas debajo de las plantas, no sobre ellas”); la cocina (“El aceite hirviendo quema, joder”); o la salud (“La medicina forense y por qué es conveniente practicarla sólo con muertos”); artículos todos ellos que algún día verán la luz en un volumen recopilatorio. Ésa ha sido siempre la voluntad del autor. Otra cosa es lo que opinen sus editores, empeñados a veces en obstaculizar el fabuloso caudal de sabiduría de Jelpmi.
Debido a un malentendido con su editor, Jelpmi tuvo que esperar para encontrar quien le editara la que él calificó en sus círculos más íntimos como su “obra maestra”, aunque dada su modestia acompañaba esta afirmación con una apostilla digna de su humildad: “bueno, o no, que vete tú a saber”. Tras lo cual soltaba una risita nerviosa y daba tres volteretas, una hacia adelante, dos hacia atrás.
Pero ahora, queridos lectores, la obra ya está lista, a punto de salir en las librerías. ¿Su título? “Las treinta y seis revelaciones”, todo un catálogo de las enseñanzas de este gran hombre. El libro está dividido en cuatro apartados con nueve revelaciones cada uno. ¿Por qué esta división numérica en concreto? ¿Acaso tiene un significado oculto? Oigamos a su autor: “No sé, cuatro por nueve son treinta y seis, ¿no?”, verdadera perla de la ironía como no podría ser de otra forma.
Cada una de las cuatro partes está dedicada a uno de temas fundamentales que preocupan a todo ser humano: así la primera está dedicada al nacimiento y primera etapa humana (“Debe doler un parto, caray”); la segunda al desarrollo de la personalidad (“¿En serio ese monstruo deforme del espejo soy yo?”); la tercera a las dudas que surgen durante la vida (“¿Por qué deshojamos margaritas? ¿Por qué no alcachofas? ¿O lechugas francesas?”); y la cuarta y última a la superación de los miedos que nos atenazan (“El coco no existe... ¿verdad? ¿Eh? ¿Verdad?”).
Dentro de las revelaciones encontramos verdaderos aforismos destinados a ayudarnos a tener una vida mejor, a iluminarnos. Señalemos aquí algunos de ellos. Por ejemplo:
“Cuando un deseo tuyo no se cumple, cambia de deseo. Cambiar de persona es mucho más difícil”.
“Si tu jefe te agobia demasiado, habla con él. Sé amable y comprensivo, él también debe estar estresado. Seguro que si le tratas con cariño, te escuchará y evitará darte las tareas más arduas. Confía en la capacidad de convicción de la palabra. Si no, confía en la capacidad de convicción de un buen bate de béisbol. Al fin y al cabo la cárcel es gratis.”
“Si quieres que tu pareja escuche tus demandas, invítala primero a cenar. Llévala al mejor restaurante que conozcas. Una vez allí, móntale un escándalo. Verás como te oye.”
“Si quieres conservar a tus amigos, el formol es ideal.”
Y así, razonadas y salpimentadas con explicaciones perspicaces, transcurre esta obra magna de la literatura del saber. Estamos convencidos de que todos los admiradores de este gran hombre que es Salvador Jelpmi disfrutarán con su lectura. Y, aquellos que todavía no se hayan adentrado en la literatura de Jelpmi, pueden comenzar leyendo la guía telefónica. No será tan divertida, pero sí más sensata.
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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