EL BARCO HUNDIDO
Todos los años de mi adolescencia, a medida que se iba acercando el verano, escuchaba de mi padre la misma pregunta: ¿Dónde querés pasar estas vacaciones?.
Siempre fui esquiva al ruido, a las fiestas, al trasnochar, de modo que todos los años, mi respuesta era también la misma: En las playas del sur, y hacia allí marchábamos.
No había aún carreteras y para llegar a ellas había que realizar un recorrido de más de doscientos kilómetros por camino de tierra, muchas veces anegados e intransitables a causa de las lluvias.
Pero llegar allá, era llegar al paraíso. Casi no existían automóviles, los pocos turistas se movían a pie o en carritos-taxis con techo de lona, tirados por un pony.
Había una sola calle asfaltada, donde se situaban contados negocios de souvenires. Luego... nada, poquísimas casas, alguno que otro hotel familiar, el mar inconmensurable y esa playa ancha, inmensa y solitaria bordeada de médanos y sembrada de almejas.
Me encantaba pescarlas, venía la ola y la arena se cubría de pequeños agujeros, yo corría y cavaba frenéticamente y así iba llenando un balde, que luego llevaba a la pequeña casa que alquilábamos, y mi madre las preparaba en forma exquisita.
Pero mi mayor diversión, lo que más me fascinaba, era, apenas el sol se recortaba en el horizonte pintando con su pincel policromo, ese cielo tan diáfano, dirigirme más hacia el sur caminando por la playa, hacia donde asomaba el casco del “barco hundido”. Todos lo llamaban así, no había más datos sobre él. Los más viejos recordaban que “el barco hundido” siempre formó parte del paisaje.
Siempre había estado ahí, aún en época de sus padres, no se sabía de dónde había venido, ni cuándo, ni mucho menos por qué motivo había naufragado. Yacía enterrado en la arena, la que lo aprisionaba celosamente desde hacía más de un siglo o dos y muchas veces, en forma caprichosa, según soplara el viento, permitía ver un día algo más, otro día algo menos.
Pero aún los días de “algo más”, era poco lo que dejaban asomar de su prisionero centenario.
Emergía un trozo de la proa. Apenas se vislumbraban unos signos en ella que pudieron ser letras, pero que el tiempo había ido insobornablemente borrando.
Una mañana de hace veinte años amaneció misteriosa, una corriente había dejado durante la noche toda la playa sembrada de peces muertos apilados, sin que nadie, ni aún los pescadores más avezados, tuvieran conocimiento de un hecho similar.
El desconcierto de caminar entre tantos peces muertos me incitó a ir hasta el barco hundido; si el mar había hecho eso a los peces, podía haberlo destruido a él. Caminé durante más de dos horas. A medida que me iba acercando me confundía el horizonte por la variación de su espectáculo.
El mar se había llevado parte del médano que cubría la proa y ésta era mucho más visible, casi estaba totalmente despejada.
Me quedé ensimismada mirándolo, deseaba fervientemente que alguien me hubiese acompañado para ser testigo de ese hecho, pues temía que la indecisión de la marea pronto devolviese la duna que había hurtado y ésta volviera a crear su celosa prisión de años.
Me rodeaba un silencio sobrenatural, no se oía ni veía volar alguna gaviota. Todos, mar, arena, cielo, sol, parecían haberse detenido, para cederle unos momentos de libertad efímera al bergantín (con el tiempo supe que lo era) para luego quizá, abrazarlo celosamente para siempre y hundirlo paulatinamente en la arena y el olvido total.
Yo rogaba ansiosamente que alguien se acercara para apreciar el milagro del mar y la arena, pero parecía como si el temporal los hubiese borrado o como si un muro invisible se hubiese levantado entre el barco y el resto del mundo aprisionándome a mí, dentro de ese milagro que estaba segura no duraría mucho tiempo.
El agua, al retirar la arena, había dejado más visibles unos signos que parecían letras borradas. Quise acercarme a ellos, pero estaban muy altos. Lamentando no haber llevado mi cámara, trepé con dificultad sobre unas rocas resbaladizas que llegaban casi hasta estribor.
Cuando llegué hasta ahí, vacilé sobre si debía continuar mi incursión, pero estaba convencida de que ese espectáculo único, en breves instantes sería un sueño y en mi mente se confundían lo onírico y lo real, haciéndome titubear sobre la veracidad de los hechos.
No vacilé más, ya mucho tiempo había pasado desde que fuera una adolescente que vivía subida a los árboles aterrorizando a la familia, pero aún me sentía ágil y la adrenalina que me fluía a borbotones me impedía razonar y prever algún peligro.
De modo que luego de una ardua tarea de escalada, resbalones, rasguños y magulladuras me encontré en la proa sin ser consciente del peligro que podrían esconder esas maderas podridas provocándome una caída al interior, en donde nadie podría encontrarme y mucho menos salvarme al subir la marea.
En pocos momentos más estuve en contacto con los signos y comencé a pasarles la yema de los dedos como tratando de deletrear sus misterios en un lenguaje ciego, y cuál no fue mi sorpresa al descubrir que no estaban borrados, sino tapados por más de un siglo de conchas, caracolas y algas.
Encontré un trozo de roca afilada y muy lentamente comencé a raspar uno por uno.
La tarea fue ardua, pero al promediar la tarde, había dejado al descubierto en forma poco legible, el nombre desconocido y escondido durante años: “La Macarena”.
La Macarena, me repetía una y otra vez. Quien haya bautizado a un barco con ese nombre no pudo ser más que un sevillano, esa raza tan mora, tan alegre y tan devota de La Macarena, como todo andaluz.
En ningún momento tomé conciencia del peligro físico, algo había en La Macarena que me llamaba, que hablaba.
De pronto, descubrí en la cubierta toda derruida, escondida por sal, óxido, algas y arena, una pequeña abertura como si hubiese pertenecido a una puerta. ¡Cuánto lamenté no haber llevado una linterna para internarme dentro de lo que supuse sería la cabina del capitán o el puente de mando!.
No podía desperdiciar ese momento al que sabía único e irrepetible, de modo que arranqué una parte de mi blusa, la enrosqué y fijé bien a un palo de los tantos que había esparcidos y con mi encendedor (podía olvidar linternas, cámaras, incluso agua, pero mis cigarrillos y mi encendedor jamás) prendí y obtuve una precaria antorcha.
Con ella en la mano, más quemada que iluminada, llamada por no sé qué extraña invocación, penetré.
Eran evidentes los daños provocados por los años, las intemperies y la erosión eólica y marina, pero había algo en el ambiente que me hablaba de misterios, de dolor, de devastación o ambos dos. La bitácora había sido arrancada y no estaba por ahí, no había ningún elemento que podía haber perdurado, aún dañado: compases, brújulas, etc.
Se percibían los restos de lo que pudo ser un camastro y nada más. Un techo muy bajo que casi tocaba la cama, dejando lugar sólo para un cuerpo tendido boca arriba.
Entonces, aunque la opresión y el temor existían, mezclados con la alucinación que me producía el descubrimiento, de alguna parte de mi cerebro resurgió mi espíritu lúdico y casi adolescente, comencé a golpear las maderas del techo, como había visto en el cine que se buscaban falsos tabiques.
Observé a través de la abertura al sol que ya se estaba poniendo en el horizonte y a mis manos tiznadas y ampolladas por la precaria antorcha, de modo que desistí de lo que consideraba un juego y ya me disponía a analizar cómo iba a hacer para bajar, cuando choqué con una madera desclavada del piso. A mi grito de dolor se sumó muy tenuemente el crujir de una pequeña madera del techo, la que se abrió.
No vacilé. Buscando quién sabe qué cosa, metí la mano hasta el fondo de ese hueco descubierto y mis dedos tocaron algo resbaladizo. Tiré y me encontré con un sobre negro de hule, de medidas muy poco superiores a las comunes actuales.
Instintivamente lo escondí rápidamente dentro del corpiño, no muy invisible, dado que había arrancado un cuarto de mi blusa.
Ya oscurecía, comencé a descender con mucho cuidado, y segura de que no lo volvería a ver, acaricié sus letras y me fui alejando dejándolo ahí, testigo inmutable del paso de los años. Me pareció notar que estaba partido al centro, pero que la arena se había empeñado en cubrir su herida, por vaya a saber qué extraños designios.
Recorrí esos kilómetros a gran velocidad, le dije antes adiós con la mano a “La Macarena” y más que correr volé hacia la casa, donde mi madre me esperaba preocupada desde que había empezado a caer la tarde, y ya era noche cerrada.
Aduje un malestar, (vieja excusa) y me introduje velozmente dentro de mi habitación, me senté en mi cama, apoyé el sobre en mi falda y con un fervor y un recogimiento casi religioso, lo miré. Lentamente procedí al sacrilegio de arrancar el lacre y acceder a su contenido.
Cuál no sería mi sorpresa al ver caer sobre mi falda una sortija pequeña con un inmenso rubí todo rodeado de diamantes y una extensísima carta casi transparente de vejez y prácticamente ilegible a pesar de su tinta china.
Toda la noche me llevó ir deduciendo y transcribiendo lo escrito, hasta que el amanecer iluminó mi habitación y la hoja que yo lentamente había ido escribiendo y deduciendo, como si hubiese sido inspirada o dictada por una fuerza desconocida y benigna.
El milagro que obraba en mi papel, era el siguiente:
Amada Señora mía: En este aciago momento sé positivamente que esta carta jamás llegará a vuestras manos, pero consciente de que mis días se acortan, de que ya el final es inminente, encuentro consuelo en escribiros esta misiva que sé sin destino.
Amada Isabel, aún suenan en mis oídos y en mi corazón las maravillosas palabras de amor que me susurrasteis cuando en Cádiz me despedisteis. Me jurasteis amor eterno. Por ello llevo conmigo el anillo, conque he soñado desposaros.
Habéis sido la luz de mis ojos, el motivo de mis ansias desesperadas por vivir, habéis sido el lucero matutino que me ha guiado por estos mares de Dios con un solo propósito, una sola meta, regresar a mi amada España, para remontar Los Ancares en vuestra búsqueda y allá en vuestra palloza, toda cubierta por la fronda de los añosos castaños y observando el rutilante zigzaguear del río Cuá, postrado a vuestros pies, pediros que os convirtierais en mi esposa.
Os amo tanto Isabel, nunca sospeché que alma y corazón humano pudiesen atesorar tan gran amor.
Sé, no dudo, que vos también me amáis, pues así me lo jurasteis en el momento de mi partida.
Pero el destino, de manos de mi enemigo Felipe de Heredia, impidió la concreción de nuestro amor.
Cegado por no sé qué extraños motivos, pues nadie desconoce que la carga de mi bergantín La Macarena, si bien era valiosa, porque transportaba en él sedas y aromas orientales, nunca lo era como si hubiese traído piedras preciosas de los incas. Ya os digo amada mía, sin haber un motivo cierto, aprovechó las sombras de la noche para chocar mi bergantín. El muy cobarde (perdonadme mi amor, que os hable de temas tan tristes e intrigantes para vuestros delicados oídos, ahuecados cual pétalos de rosas) casi lo partió y mi barco quedó al garete. Luego lo abordó como el más ruin de los piratas que infestan estos mares del sur.
He perdido a mi tripulación en la refriega, muchos por el escorbuto, pues hasta eso, Heredia aprovechó para hurtarme las cebollas y los limones, y el resto, ingrato, fue tentado por las promesas de grandeza que él les hiciera.
Hace más de dos meses que navego al garete, me ha arrancado mis brújulas, mi bitácora, mis compases y sólo por las estrellas me guío y creo que cada día estoy más lejos de nuestro futuro hogar en Sevilla, las mareas me están acercando a playas desconocidas, ya La Macarena no soporta más golpes en su cubierta, sólo Dios sabe qué extraños designios me han permitido permanecer aún con vida, sin alimentos, sin naufragar, con escasísima cantidad de agua ya putrefacta, pero mis fuerzas están llegando a su fin.
Adiós mi amada Isabel, os llevaré en mi corazón hasta que éste sucumba. No os olvidéis de mí, pues si hay algo que me hace feliz y aún me mantiene con vida es el saber que siempre me recordaréis.
Os amo con todo mi corazón. Más allá de la vida y de la muerte, afectísimo en vos:
Diego de Triana.
No pude reaccionar por largo tiempo, esa carta me quemó las manos durante semanas, a mi madre le llamaba la atención que ya no me atrajera la playa, ni los amaneceres y viviera recluida en mi habitación.
Permanecía sola día tras día pensando. Me decía que por supuesto, Isabel, esa mujer tan idolatrada por Diego, había muerto hacía más de cien años, pero estaba convencida que era mi deber, al haber llegado circunstancialmente esa carta y el anillo a mis manos, que éstos descansaran en su tumba, si lograba encontrarla, o siquiera, en su tierra.
Ya no me cupo ninguna duda, debía viajar a España, internarme en León, buscar en los ayuntamientos de Los Ancares y con seguridad, pues me constaba que los archivos españoles se conservaban centenarios; allí estaría registrada Isabel de Santillana y Vedia, su nacimiento, su vida y su muerte.
Llegué a España, dos años después, de Madrid tomé el autocar a León y ahí alquilé un automóvil para ir ascendiendo por Los Ancares hacia el Bierzo.
Cientos de ayuntamientos pasaron por mis ojos día tras día, en ninguno encontraba algún dato que me llevara hasta Isabel.
Cuando ya casi me daba por vencida, me sugirieron hablar con el viejo párroco de Ponferrada. Hacia allí mi dirigí. Su iglesia se hallaba situada detrás del imponente castillo templario cuya magnificencia aún hoy, con el paso de los años, me sobrecogía.
El padre Manuel escuchó mi historia y mi intención de colocar la joya y la carta en la tumba de Isabel, y cofrade de mi idea y de mi locura, se dedicó a recabar datos y a desempolvar libros de hacía casi doscientos años.
Por no sé qué raro presentimiento, yo buscaba los registros de nacimiento hacia el mil setecientos ochenta y efectivamente, en los archivos de Ponferrada, con prolija tinta china y caligrafía gótica, aparecía asentado el nacimiento y bautizo de Isabel de Santillana y Vedia, acaecido el nueve de octubre de mil setecientos ochenta y uno.
Quise leer las notas marginales del registro, alguna aclaración, el cura me lo negó; quedó pensativo, casi huraño y me indicó: Su tumba está en el Cementerio de Balouta, allá en lo alto del Bierzo, hace más de un siglo que nadie es sepultado en él.
Aún con la sensación desagradable de que algo importante me ocultaba le agradecí al padre Manuel sus atenciones y fui subiendo hacia Los Ancares, pasando por Vega de Espinareda. El se quedó pensativo.
Caía la tarde, cuando desde el Mirador de Balouta distinguí un poco hacia abajo, el cementerio.
Con una desesperación y una premura anormal en mí, bajé. Una puerta vieja con herrajes herrumbrados cedió a mi empuje. Un silencio ancestral me envolvió, algunos pájaros saltaban de tumba en tumba. Comencé a recorrerlo hablando para mis adentros: Ay Isabel vos que fuiste tan amada y amaste tanto... hoy habré de reunirte con la carta de tu adorado y tu anillo de bodas después de tantos y tantos años.
Vagué por caminos mirando, leyendo, ya oscurecía y mi desánimo estaba embargándome, cuando de repente, en un recodo de un camino, semiescondida entre la sombra de los castaños añosos, surgió ante mí una tumba de mármol blanco en que se erguía la estatua de pie de una joven bellísima, a la que los años, la intemperie, los pájaros, no habían logrado empañar.
A sus pies tenía una leyenda. Me coloqué en cuclillas, fui retirando las hojas y el musgo que la cubrían... y me alelé al leer:
In Memoriam de Isabel de Santillana y Vedia. Nacida el 9 de octubre de 1781 y fallecida por causas desconocidas el 23 de mayo de 1801. Su amado esposo, Felipe de Heredia. “Tanto témpore vobíscum sum, et non cognovístis me?.”
Quedé aturdida frente a la tumba, había cosas que no me cerraban, fechas que aparentemente se superponían, nombres que no encajaban, frases en latín que querían decir mucho, o que no querían decir nada.
Me aparté, no quise dejar mis tesoros en ese lugar, emprendí el regreso cuesta abajo hacia Ponferrada. Al llegar, pese a lo avanzado de la hora y la avanzada edad del padre Manuel, golpeé insistentemente la puerta de la Iglesia.
Un adormilado y asombrado cura entreabrió la puerta y al reconocerme me permitió el acceso, supe que me estaba esperando.
Padre, le dije, usted sabía que existía algo más en esta historia, por favor, no puedo obligarlo pero le rogaría que me lo contase.
El cura se dirigió lentamente hacia la sacristía conmigo a la zaga, expectante. Volvió a sacar el registro del año mil setecientos ochenta y uno, que ahora no tuvo necesidad de soplar. Mientras buscaba el mes de octubre me decía: Cuando usted me relató la parte de la historia, me quedé asombrado al leer las notas marginales de la fe de bautismo de Isabel.
Ante mi gesto interrogante continuó, se casó el veintidós de mayo de mil ochocientos uno y en la madrugada del día siguiente, falleció de causas desconocidas.
Asombrada ante ese descubrimiento, pensé que ya no debía continuar hurgueteando en el pasado... ese pasado en el que a doce mil kilómetros de distancia, Isabel y Diego habían fallecido el mismo día. Ese pasado que no me pertenecía.
Saludé al padre Manuel agradeciéndole tanta deferencia, dejé un óbolo para su iglesia, y esa misma noche a las cero cuarenta y cinco tomé el autocar hacia Madrid.
Estaba exhausta y más aún, desilusionada. La carta y el anillo de Diego quemaban en mi bolso de mano. No me había sentido capaz de enterrarlos junto a la tumba de Isabel, consideré que no le pertenecían al asociarla con una infidelidad y una traición. Quizá era muy subjetiva en mis apreciaciones, no quise detenerme a investigar más, me sentía como parte de Diego y su secreto, agobiada.
Conseguí un boleto excedente en Aerolíneas y al día siguiente pisé nuevamente Buenos Aires.
No quise detenerme, sin pensar hice que un taxi me llevara a la terminal de ómnibus y de ahí la emprendí hacia las playas del sur.
La tarde en que llegué, un temporal estaba incubándose. Grandes nubarrones amenazantes esperaban ansiosos en el cielo. El mar estaba gris, casi negro, quieto, extrañamente quieto, no se oía el más leve susurro.
Precipitadamente tomé una determinación: el anillo y la carta debían regresar a su dueño ya que su destinataria, aparentemente, lo había traicionado (aunque la historia seguía sin cerrarme). Deseaba fervientemente que el bergantín estuviese accesible, que las dunas me permitiesen subir y depositar para siempre su tesoro en el recóndito escondite.
Llegué al lugar, ya iba cayendo la noche, los rayos amenazaban rasgar el firmamento, y el viento del oeste comenzaba a soplar.
El barco no se veía, apenas emergía su proa como lo recordaba en mi adolescencia. Entonces me decidí, me acerqué y comencé a cavar con mis manos incesantemente en la arena, en el lugar donde debería encontrarse estribor.
Cuando consideré que la profundidad era conveniente, deposité en el hoyo el sobre de hule con el anillo y la carta, con la esperanza de que el agua lo llevara en la bajamar, hacia destinos ignotos.
Estaba ya depositando mis tesoros, cuando repentinamente vi emerger a lo lejos la sombra de dos personas que iban acercándose. Cuando estuvieron al alcance de mi vista comprobé asombrada que era una joven pareja. Él bellísimo, alto, delgado, moreno, fibroso, de mirar penetrante y negro, y ella, una celestial criatura rubia a la que traté de asociar de dónde conocía.
Se dirigieron a mí, que estaba toda salpicada de arena, sonrientes, me preguntaron qué estaba haciendo. Sin vacilar les respondí “pescando almejas”. Ah, respondieron.
Yo, más con la vista que con palabras los interrogué sobre qué los había llevado allí, a esas horas y con el temporal amenazante.
Me respondieron, salimos a caminar: Ella se llama Isabel, yo soy Diego, ¿y usted señora?. Los miré y sin pensar les respondí: ¿Yo?... yo me llamo Macarena.
Ya la tormenta era inminente, me alejé rápidamente cuando las primeras gotas comenzaron a empapar mi ropa.
Quise saludarlos, pero el temporal arreciaba y me impidió verlos.
Esa noche, la costa se vio asolada por vientos huracanados y olas de tamaño muy superior a las comunes, como si fuerzas extrañas del pasado quisieran tomar decisiones drásticas con el presente.
No pude dormir, muy temprano salí a la playa, la tempestad había amainado pero aún se sentía. Me llamó la atención ver gente arremolinada, me acerqué y escuché los comentarios: Es posible que el agua y el viento hayan aflojado las dunas y lo hayan dejado libre. ¿De quién hablan?, pregunté. Del barco hundido señora, parece que el temporal lo echó al mar, ¡no está más!. ¿No es extraño?. Sí, ¡muy extraño!, respondí.
¿Qué les podía decir?. Además, ¿quién me hubiese creído?. Me alejé del lugar, mientras un trozo de hule negro flotaba sobre las olas.
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