gmmagdalena
Adnari
Mujeres, niños y ancianos caminaban penosamente, ayudándose unos a otros, la mirada fija en la pequeña figura que los alentaba a continuar.
Los guerreros habían quedado atrás, demorando el avance del enemigo, de ese enemigo que sólo tenía un objetivo, apoderarse de Adnari, el bien más preciado de su tribu; una dulce joven albina y casi ciega que contrastaba con sus morenos hermanos.
Desde su nacimiento, trajo prosperidad. Vino al mundo acompañada de lluvias que dieron vida a fértiles campos. Dónde antes había desierto y hambre, hubo cosechas y alimentos. Se convirtieron en ricos frente a otras tribus y el odio germinó.
La guerra fue inevitable, otra tribu quería apoderarse de “la agraciada de los dioses” . Sus hermanos morían y la joven se desesperaba. Ahora huían los más débiles y los más fuertes ofrendaban su vida por ellos. Adnari sabía que todo sería en vano, todos morirían.
Parándose erguida frente a la columna, habló a su pueblo y se despidió de ellos emprendiendo el regreso.
Cuando estuvo a la vista de los que combatían, gritó sobre el fragor de la batalla y el tiempo se detuvo. Los guerreros quedaron paralizados con sus armas en alto y el torso girado hacia ella, viéndola. Entonces Adnari, sacó un pequeño puñal y se atravesó el corazón.
Cuentan los antiguos, que cuando la joven cayó, el sol se ocultó y comenzó a llover torrencialmente, los dioses lloraban su muerte. De su cuerpo comenzó a manar un hilo de sangre que, junto a la lluvia, fue creciendo hasta convertirse en un río que ingresando entre los guerreros los fue separando, quedando ambos bandos en orillas diferentes. En esas orillas crecieron los sembradíos que les dieron alimento y prosperidad y nació la leyenda de la niña que con su muerte dio vida al gran río colorado y convirtió a dos naciones en florecientes.
newen
El Corneta
Tras la fatídica marcha de Antuco, fueron apareciendo bajo la nieve los conscriptos de la Compañía Morteros del Regimiento Los Ángeles. Uno a uno, cuerpo tras cuerpo con sus congeladas caras de niños, mientras las madres agradecían el tener de vuelta el cuerpo del hijo-soldado. Uno a uno, hasta completar 44 de los 45 soldados.
El otoño se tornó en invierno y el cuerpo del corneta de la compañía no aparecía. El orgullo de su madre no aparecía, ni era detectado por los sensores de metal, del ahora tecnologizado ejército que no tuvo recursos para darle ropa térmica.
En el pueblo, los vecinos y amigos soportan el temporal hurgando la nieve durante el día, encerrándose en las casas por las noches a compartir la pena y el alimento. Vuelven a lo cotidiano hasta que todo se interrumpe al iniciarse el aullido del viento blanco. Todo se detiene, el mate ya no cambia de manos, y hasta la tetera suspende su pitido. El viento trae el sonido de la corneta con el último toque de marcha. Los hombres salen a enfrentar el viento con improvisadas antorchas para orientar al héroe, mientras las viejas encienden velas en las ventanas que lo guíen en su marcha. El sonido de la corneta es la esperanza de la vida. – Es sólo el viento – dicen los que encabezan la búsqueda y prometen indemnizaciones, pero no saben explicar el sonido del toque de marcha. –¿Lo escuchaste? Se interrogan los lugareños al amainar el viento y disponerse a continuar la búsqueda.
Tras 49 noches, aparece el último mártir de los Héroes de Antuco, pero no aparece la corneta; su instrumento.
Hoy los 45 héroes yacen en sus sepulturas tras las ceremonias y discursos. Pero cuando sopla el viento blanco cubriendo la cordillera, las madres interrumpen sus actividades y se preguntan –¿Escuchas la corneta? Es el toque de marcha que aún resuena en Antuco. |