Es la época en que la Revolución Mexicana está en su apogeo. Soldados van y vienen luchando contra los revolucionarios, quienes, pueblo que pisan, pueblo que dejan asolado con sus tropelías. La gente de bien se esconde de estos rebeldes que, más que por amor a la patria, andan en la revuelta pro provecho propio.
El alimento escasea, los víveres han sido acaparados o robados, la producción se ha detenido y agobia el fantasma de la escasez, del hambre, de la incertidumbre…
Carlitos, con apenas seis años de edad, escucha los cascos de los caballos, ve pasar a unos y a otros y se asusta, más por los comentarios y reacciones de sus padres que por una sensación directa de peligro. Escucha los disparos de los fusiles, intuye que algo grave pasa, ya su padre se lo ha explicado, esos señores tienen ideales para el país y se proponen derrocar a los poderosos opresores, quieren un país mejor. Carlitos comprendía en cierta manera, esos ideales estaban bien, aunque no ajustara con claridad la palabra “ideales” en su mentecita en desarrollo, sin embargo eso no le preocupaba demasiado, su padre sabría bien de lo que hablaba, en tanto que él ahora sólo pensaba en que tenía hambre y en su casa no había nada en absoluto para llevarse a la boca.
Su madre lo llamó:
- Necesito que vayas con la señora Cholita, a ver si te puede fiar un poquito de petróleo, porque ya no tenemos, le dices que en cuanto pueda se lo pago. Que me vaya anotando… y vas con cuidado y sin tardarte si no quieres que me preocupe… Toma el frasco para que te lo llene…
- Pero tengo hambre, mamá… - gimoteó el niño.
- ¡Ay hijo!, ¡no me mortifiques más..! Voy a esperar a ver si se aparece tu abuela por aquí, ya ves que siempre que puede trae frijolitos, masa para tortillas, pan o cualquier otra cosita… espera un poco y mientras ve por el petróleo.
Cuando iba hacia el centro, Carlitos vio cómo, en vista de la temporal tranquilidad, una gran cantidad de gente se había arriesgado a salir de sus casas para buscar alimentos y otras cosas indispensables o quizás para arreglar algún asunto pendiente. De pronto se escucharon cascos de caballos, gritos, balazos, voces maldicientes que se acercaban a todo galope. ¡Eran ellos! ¡Eran los revolucionarios! La gente corrió espavorida por las calles atropellándose unos con otros. Súbitamente Carlitos se vio arrastrado por aquel torbellino humano que lo llevaba hacia cualquier parte, hacia donde escapaba desordenadamente el tumulto en busca de resguardo, pues que ahí venían los revolucionarios armando revuelo. Y él, tan pequeño, entre tanta gente, sólo veía los pies corriendo junto a los suyos, sólo sentía los empellones y veía el piso procurando correr lo más posible para no caer mientras escuchaba los gritos y los disparos amenazantes. Todo era confusión. El frasco de vidrio que llevaba para el petróleo se le cayó de las manos estrellándose sin que pudiera hacer nada para salvarlo.
Segundos después, en cuanto vio la oportunidad de escapar, comenzó a jalar con sus manitas las enaguas y pantalones de la gente que le rodeaba y le llevaba en la revuelta y logró abrirse camino y salir de aquella alocada congestión; pequeño como era no fue tan difícil, corrió hasta la esquina y dio vuelta asustado para detenerse y mirar, buscar cómo huir de la zona. Sofocado volteó para todas partes, delante de él seguían corriendo multitudes. De pronto Carlitos sintió que pisaba algo e instintivamente bajó la cabeza para levantar el pie, ¡había pisado una quesadilla! Sin poder creerlo la levantó apresurado, le sacudió con su manita la tierra que tenía acumulada de tantos pisotones y, unos metros más adelante, empujó la puerta de un zaguán para comerla, casi engullirla con avidez. Mientras la comió no le importó nada más. Descubrió que estaba picosísima pero no era como para desperdiciarla sólo por eso, y así, con la boca ardiendo, la comió hasta el final.
Afuera la balacera y los gritos seguían rugiendo. Él, por dentro, había dejado de rugir.
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