Si no fuese por el Amor y la Filosofía todos nos consideraríamos perfectos.
Sólo en el amor nos preguntamos si somos válidos, útiles, buenos, necesarios, suficientes, tememos que el objeto de nuestros deseos pueda colmarse con alguien más y, si no somos torpes, la decisión no estará en nosotros, sólo podemos desear mejorarnos; nuestros fracasos nos convencen de que así es. Sólo en el Amor salimos del gusto complaciente de ser sencillamente nosotros mismos, para comenzar a ser, si es posible, con alguien más.
La necesidad de ser con alguien más, aunque pueda parecer torpe en un comienzo, es, probablemente, lo más hermoso de un ser humano.
La filosofía, sin mucha aplicación, nos muestra la lógica de nuestra imperfección, argumentando que no existiría la vida si fuésemos perfectos. En otras palabras: somos seres en constante crecimiento, en constante perfeccionamiento; y es el crecimiento, en quienes se atreven, en lo que consiste la esencia misma de la vida. Crecer implica caer en el Caos, atreverse a untarse de lo desconocido, desarmarse, perder pie, fe, convencimientos y religión. Crecer implica incluso perder toda esperanza.
Crecer es abrirse a lo desconocido ¿Qué fuerza es capaz de empujarnos al abismo y saltar a él como única opción para no mantenernos en el fracaso? Sólo puede ser una fuerza superior a nosotros mismos y esa fuerza es el Amor.
El Amor exige nuestra destrucción. El Amor no es un contrato social, no es un deber que debamos cumplir para demostrarle algo a los demás. El Amor se debe a nuestra constitución hormonal, la necesidad de dejar de permanecer uno mismo para siempre.
Quien observa al Amor se da cuenta de que sus víctimas viven en un constante ensayo, las armas de la inteligencia premeditada no les funcionan, el Espanto les obliga a morir, a improvisar, a fracasar y a atener todo su ser a un simple beso que quizá no se dará.
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