Seleccionado como finalista en el certámen de la Lectora impaciente (España) MARIA Y EL MAR
Era el mes de enero. Las vacaciones recién comenzaban. Los dias, eran largos, muy largos. El buen tiempo parecía invitar a disfrutar de ellos al máximo.
En aquel pueblo de la costa, la vida se desarrollaba al igual que en años anteriores, con la normalidad típica. Los veraneantes llegaban, los turistas se apretujaban en las playas, en busca de sol, Aquí disponían de él, lo malo es que como creían que alguien se lo iba a quitar, era normal verlos el segundo día como si de verdaderos cangrejos se tratase. Pero aún así, ellos seguían en la playa, jugándose su salud en aras de un baño de sol que les durase todo un invierno.
Las claras playas del pueblo invitaban a la diversión. Los largos paseos por sus orillas. Las suaves olas. El mar en calma, azul, muy azul, hacía las delicias de grandes y pequeños, de lugareños y de turistas. Era a su vez el motor de la economía invernal. Era el medio de vida de las familias que invernaban en los largos meses que seguían al periodo de las vacaciones de verano. Pero en verano, no. Las habitaciones sobrantes eran para alquilar a los turistas y hasta los caballos eran para tirar de los coches, que paseaban a los turistas por todos los rincones del lugar.
En este ambiente había nacido María. María tenía doce años y la sonrisa por bandera. Era mar. Era el sur. Los ojos de ella estaban acostumbrados a la luz, a su luz, a la luz que sólo quien ha nacido y vive en la costa sabe comprender y queda marcado por su matiz para siempre.
Como estudiante, era inteligente y aunque no muy estudiosa, era de las niñas que siempre sacaba buenas notas. Todo era armonía en ella, pero había algo que destacaba sobre todo lo demás en su personalidad.
Tenía una especial predilección por el mar, por su mar...era como si fuese una parte de ella, como si el mar y ella se entendieran sin hablar, con una complicidad propia ya no de amigos, sino de hermanos.
Su mirada reflejaba el mar. Las ondas de su pelo eran copia de las del mar, su sonrisa era la propia sonrisa del mar.
Vivía María con su familia con sólo las preocupaciones propias de la edad, esas grandes preocupaciones que los mayores no entienden, porque ya se han olvidado.
Los mayores no comprenden que el tener que aguantar a un jefe en su oficina siempre será mejor que soportar los deberes tras la dura jornada escolar. Los mayores ya no se acuerdan del grave problema que suponen las incoherencias de la edad al despertar a la vida. Los mayores no entienden que esta vida que nos intentan hacer vivir según su modelo, sería mucho más atractiva si nos dejaran escoger a nosotros, los niños.
Pero esto es un problema de los mayores, y por eso los niños tenemos esa imaginación que nos hace ver en cada momento lo que queremos ver. Que nos hace disfrutar con nuestros juguetes o que nos hace comprender el silencio de un amigo cuando nos mira a los ojos.
María tiene un hermano mayor, que se llama Luis. Luis tiene varios años más que ella, y otra forma de pensar y ver las cosas. Será porque ya está pasando a verlo todo como los mayores... pobrecito. ¿Nos tendrá que pasar eso a todos?
No me he presentado. Yo soy Ignacio y me dicen Nacho y solo tengo trece años. La vida de los niños de mi edad es muy difícil, porque entre las dudas y el ¡cállate! los mayores no nos ayudan mucho.
Por eso me gustó cuando la conocí,. creo que una especie de simpatía hizo que me acercara a ella. Aunque también es posible que fuese la tristeza que surcaba su frente la que me atrajera. No lo sé, como no sé tantas cosas y como no quiero saber otras tantas que no entiendo de los mayores.
Conocí a María en el colegio, en mi ciudad, en Buenos Aires. Su familia se había tenido que desplazar por esos siempre importantes motivos laborales a vivir a la capital y claro, la hija tenía que ir con ellos.
Después de los primeros días del curso, en uno de los recreos, me acerqué a ella. Aún no sabía como se llamaba. Pero siempre estaba en el mismo sitio. Siempre se sentaba en uno de los bancos que dan a una especie de pequeño estanque. Y siempre se quedaba allí sola, con la mirada perdida.
Nunca le había visto hablar con nadie. La verdad es que no era de las que llaman la atención por ser populares. Es más, no parecía importarle nada de cuanto ocurría a su alrededor.
Un día me acerqué y me senté cerca de ella, pero mirando para el otro lado. Después de varios minutos de mirarle por el rabillo del ojo, me atreví a hablarle.
_ ¡Hola! ¿Cómo te llamas? Le pregunté.
_ ¿ Que te importa? Me contestó
Ante la rotunda verdad que encerraban sus palabras y ante la maravillosa manera de expresar sus sentimientos, creo que mi corazón dio un vuelco y a partir de aquel sublime momento, sólo tenía ojos para ella.
Aunque me preocupaba no haber conseguido mi propósito, la verdad es que duró poco. Uno de mis compañeros se encargo de averiguar.
Ésa – me dijo – a la que miras tanto, que parece que estas boludo, se llama María y es de un pueblo de la costa, aunque ha venido a vivir a Buenos Aires porque han trasladado a sus padres.
La información me sirvió para dos cosas. Una, para saber que se llamaba María y la otra, para saber que era de un pueblo de la costa, y para mi amigo estaba algo loca.
Que uno se llame María, no tiene mayor importancia, salvo que a mí me gustó el nombre. Pero eso de que alguien esté loca tiene que tener algún motivo. Por eso en el recreo del día siguiente me acerqué al banco y me senté. Como siempre cerca pero al revés.
Después de varios minutos, en los que estuve pensando cada una de las palabras que iba a decir, por fin le dije:
_¡Hola! Sé que te llamas María.
_¿Y qué? me contestó ella
La profundidad de su pregunta me confundió de tal manera que tuve que cerrar la boca, que se me había quedado abierta, para no tomar unas anginas en aquella fría mañana de julio. A los varios días, cuando por fin conseguí recuperarme del duro golpe que para mí supuso quedarme sin habla delante de aquella chica, cuando salí al recreo con las ideas muy claras, fui a sentarme al mismo banco en el que ella estaba. Ese día estaba leyendo algo en una hoja de bloc, que dobló y se metió al bolsillo. Yo estaba decidido a conocer de primera mano los motivos de su cara de tristeza, así que me llené de valor y le solté de sopetón:
_Maria, ¿Por qué estás triste?
Comprendí en ese momento aquello de que...” si las miradas matasen...” lo que no entendí a que venía, fue su comentario...
_¡Tú eres idiota!
Semejante afirmación puesta en sus labios me hizo reconsiderar mi estrategia. Estaba claro que mi método no era el mejor para obtener respuestas a lo que me preocupaba.
María se había levantado y se había ido muy enfadada. Me dispuse a meditar sobre todo ello y fue entonces cuando me fijé, que en el lugar que ocupara, estaba aquel trozo de papel que creyera meter en su bolsillo y que, al parecer, y por alguna extraña razón, se le había caído.
Desplegué el papel con ánimo de leerlo, ya que la curiosidad es algo que me vence, y si se trata de María, aún más... ya te habrás dado cuenta de eso, ¿verdad?
Mi sorpresa fue que allí solo encontré una poesía. Unos versos de un señor que decía...
El mar. La mar
El mar. ¡Sólo la mar!
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quiere llevar.
Padre ¿por qué me trajiste
acá?
Lógicamente, tuve que volver a cerrar la boca que nuevamente se había quedado abierta y debía estar causando gran admiración en mi amigo, que me miraba detenidamente a unos cuatro metros de distancia, sin decir nada, y moviendo la cabeza, en una clara señal de pensar que el que estaba loco era yo.
Aquel día, no pude pensar nada, las clases que faltaban para acabar la jornada las pasé dando vueltas a mi cabeza, tratando de intuir lo que la de María pensaba.
Una cosa parecía clara. A ella le gustaba el mar, y por alguna extraña circunstancia, el no tener mar en Buenos Aires, le ponía triste.
Se me ocurrió ir a hablar con el Intendente para sugerirle que trajese parte del mar a la capital. Era inconcebible que Buenos Aires no tuviese mar, pero creo que el lío de tráfico que podían causar todos los camiones que transportasen el mar iba a ser mucho. Además...estaba ese ¡cállate!, Que seguro me iba a decir, pues es una de las frases que primero enseñan a decir a los mayores que van a tener un hijo.
Dormí muy mal esa noche. Serían las cuatro de la madrugada cuando se me iluminó la cara, (creo que se me iluminó, porque estaba oscuro y no pude verlo) y una gran idea apareció en mi mente.
Me levanté. Abrí uno de los cajones de mi cómoda. Rebusqué entre el desorden propio de los cajones de una niño de mi edad, hasta que encontré lo que buscaba. Guardé el pequeño objeto en la mochila de los libros y volví a la cama.
Me quedé dormido como un tronco. La verdad es que a la hora de levantarme no había fuerza humana que me sacara de la cama. Sólo cuando me acordé que tenía aquel precioso objeto en la mochila, salté de la cama, desayuné...y me fui al cole.
A la hora del recreo me acerqué al banco de siempre. Allí estaba ella. Me senté cerca, pero en sentido contrario. Le miré directamente a la cara, y sin ninguna vergüenza le dije:
_ Ayer se te cayó esta poesía del bolsillo. Te la he guardado.
_Gracias, dijo guardando el papel en el bolsillo.
_ María, ¿te gusta mucho el mar, verdad?
Me miró. Creo que fue la primera vez en todo el tiempo que llevaba en el cole que lo hacía de frente. Su mirada era triste, pero una pequeña chispa de luz, habitaba en el fondo de sus ojos.
_Sí, mucho. _ Respondió.
_Te he traído esto _ le dije, y puse en su mano aquel objeto que había guardado en mi mochila la noche anterior.
María abrió la mano y se quedó mirando aquella pequeña concha nacarada, que el verano anterior había recogido en la playa, y que guardaba de recuerdo de aquellas vacaciones.
Me levanté para irme, cuando María me rozó la mano. Me detuve, la miré. Ella me miraba de frente. No me dijo nada. Pero vi claramente su gesto de agradecimiento a la vez que, aquella lágrima que recorrió su mejilla derecha.
Al día siguiente, noté algo extraño. Fue al salir al patio, a la hora del recreo, cuando vi que estaba sentada en el mismo banco, pero al revés, no miraba al estanque, miraba hacia la puerta y creo que incluso adiviné una ligera sonrisa cuando me vio aparecer.
Me acerqué y fue ella quien me saludó esa vez... ¡y me llamó por mi nombre!, ¿ No estaba loca, solo triste. No le gustaba la ciudad, ella quería su luz, su mar, sus playas. Y todo eso se lo habían arrebatado.
Le insinué que los mayores siempre hacen las cosas sin contar con nosotros y me sorprendió su respuesta.
_Sí, pero los mayores lo hacen todo por nosotros. No son mis padres los que me han arrebatado el mar. Ellos también eran más felices allí. Son las circunstancias de esta vida las que nos han traído aquí.
Bajó la cabeza con tristeza y entonces vi, que su cuello estaba rodeado de un cordón de cuero, muy fino, del que pendía la concha que le había regalado.
Adivinó mi mirada, sonrió, y tocó la concha. La acarició un rato y después me dijo:
_Pero ya ves, el mar ha venido a mí. Tú me lo has traído.
Pasaron los meses y ya se acercaban de nuevo las vacaciones de verano. Un día a la salida del colegio. Me sorprendió ver que mis padres estaban hablando con los padres de una niña
Me acerqué, no les conocía, pero me quedé otra vez con la boca abierta al ver que la niña que les acompañaba era ¡María!
Si no cierro la boca, muy posiblemente me hubiese tragado más de una mosca.
Al perecer nuestros padres se conocían desde hacía tiempo, ya que veraneábamos en un pueblo costero y de allí eran los padres de María.
Al parecer sus padres habían decidido volver. La sonrisa de María y la ansiedad de sus ojos denotaban claramente que era la que más lo deseaba.
Yo lo sentí por mí, me había hecho muy amigo suyo y además ese año mis padres querían hacer un viaje.
Mi cara debía ser un poema, ya que mi madre me cogió la mano y me dijo:
_Nacho, los padres de María quieren que vayas a pasar unos días con ellos. ¿Tú que opinas?
Esta vez me tragué la mosca. No dije nada. Pero las risas de todos dejaron bien claro que me habían entendido.
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Era un día radiante, por la ventana de mi habitación se veía el mar. Me levanté. Encontré a María con sus padres que me esperaban para desayunar.
Salimos para la playa. La noche anterior habíamos llegado muy tarde y muy cansados. Sólo los ojos de María se iban iluminando a la vez que el crepúsculo iba cerrando la noche. Cuando llegamos a la playa, María fue hasta la orilla, miró el mar, giró, y me miró. Caminamos por la orilla sin decir nada. En un momento dado una ola me alcanzó y mojó mis pies. Me dijo:
Escucha...las olas ahora te pedirán perdón por haberte mojado...no se han dado cuenta que venías conmigo.
María se sacó por la cabeza el cordón con la concha que le regalé en el colegio y me lo puso.
_Es para ti. Yo ya tengo mi mar.
Miré la cara de mi amiga. Vi esa gran sonrisa que iluminaba su cara. Me sentí feliz a su lado. Cogí su mano y recorrimos la playa.
Por primera vez, comprendí el significado de aquella poesía de Alberti.
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