SOLO CUANDO ALGUIEN MUERE
El trueno retumbó hacia el oeste precedido por una luz poderosa que maquilló de plata el paisaje nocturno.
Ya habían pasado dos noches y no lo había vuelto a ver. Pero hoy habían enterrado a alguien en el cementerio, así que tarde, casi de madrugada, estaría con ella. Siempre era así.
El martes, gracias a que había muerto el viejo farmacéutico, habían estado juntos. Ella lo había esperado impaciente, sin poder acallar la urgencia de la piel, entregándose con una pasión que se renovaba y crecía en cada encuentro.
Mientras recordaba los susurros y gemidos que habían nacido en las gargantas la última vez que estuvieron juntos, miraba caer el agua por la ventana entreabierta.
La puerta se abrió y un temblor de lluvia entró a la pieza sin ser invitado mientras un trozo de luz se escondió bajo la cama y murió al instante.
La pesada penumbra ocultó lo que él traía a la espalda. Con cierta dificultad lo adosó a la pared.
Pilar lo llamó y él se desvistió sin prender la luz. Estaba mojado y frío y el contraste con el cuerpo caliente le erizó todos los pelos.
Las bocas se unieron con furia y entre beso y beso el calor fue creciendo hasta convertirse en una hoguera.
Permanecieron abrazados y sudorosos por unos minutos.
- Te extraño tanto-murmuró Pilar- Ya no me conformo con verte sólo cuando alguien muere.
-No puedo remediarlo. Es mi trabajo. Además sabías que era casado.
-Déjala. Busquemos otro cementerio. Habrá algún pueblo alejado...
-No puedo, Pilar. No hay otro mejor que éste. Es oscuro, grande, no hay guardias adentro.
-Es que quiero estar contigo más a menudo.
-Mañana, cuando cobre el dinero, nos vamos a la provincia. Digo en casa que voy a hacer negocios ahí y nos metemos con pizza y bebidas en un hotel, por todo el día. ¿Qué te parece?
Por toda respuesta, ella lo besó en los labios, se los mordió despacio y todo se inició de nuevo.
Afuera, la lluvia se convirtió en una canción de mil gotas de cristal.
Después de cerrar la ventana, prendieron la luz.
-¿Qué te parece?- preguntó con orgullo Héctor.
-Es hermoso- dijo Pilar con admiración.
-Casi como tú- dijo él mirando sus pechos erguidos y su estrecha cintura que se ensanchaba en una generosa cadera.
-¿Cuánto te darán por él?
El dijo una suma y los ojos brillaron de alegría.
Ella trajo un paño y secó algunas partes del féretro. Un resto de tierra cayó al suelo produciendo un sonido extraño.
El ruido de un motor los hizo mirarse a los ojos. Ella abrió la puerta. Un hombre entró sin decir palabras y se llevaron el ataúd.
Don Jonathan los recibió en la carpintería. La noche estaba agonizando, los relámpagos que languidecían hacia el oeste llamaban a la mañana.
-¿Todo bien? ¿Nadie vio nada?
-Todo bien.
Los ayudó a bajar el féretro. .
El finado descansaba en una bolsa negra de nylon. El cajón se vendería a otro candidato.
Héctor se marchó silbando una cumbia pegadiza y desapareció en la noche.
Pilar quedó sola, como tantas veces. Pero la resignación de aceptar a la soledad mientras Héctor no pudiera verla, se rebeló. De ella nació una decisión: No quedar sola más de una semana, muriese alguien o no.
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