EXPIACIÓN
Abrió los ojos y lo primero que notó fue el zumbido intermitente de un foco mal colocado, a la vez que una tenue luna menguante detrás del ventanal, amarilla y sugerente, era seccionada por las persianas. Luego se fascinó con una aureola de café sobre el escritorio que atravesó con el dedo índice, y con el mismo recogió los restos de azúcar repartidos chupando lo que le quedaba en la punta y uña.
Entre pilas de informes, comprobantes emitidos, resultados de un Elisa, facturas de bodega y catálogos en proceso buscó una cajetilla blanda; y para su sorpresa encontró el último cigarro, algo retorcido pero salvable. Lo encendió, sintió regocijo y dio una gran bocanada mientras el humo se disipaba por el lugar. Pudo haber pasado largas horas sentado, fumando y haciendo figuritas con las nubecillas que se colaban por sus narices, divagando sobre los costos, el efecto de las nuevas regulaciones, la última “jalada”, las diversas cenas con los ejecutivos, la selección del débito, el apodo de aquella chica del dulce encaje, los financiamientos y tributos, la lista de hospedajes, la revisión de la nómina integral, el recorte del excedente, la selección entre un chirashi-zushi o algo de gusto más convencional, el probable látex rasgado, un pisco sour. el “qué dirán”, la caída de un rey... decisiones varias... cerrando todo bajo el portafolio de “salidas”...
Y a medida que la colilla se acababa dio cuenta de que su mujer era inmejorable, pues a pesar de esas gustosas citas en las afueras de la ciudad al terminar las reuniones, ninguna de sus “damas de compañía” le daba el deleite, ya consumado el acto, de ese besuqueo y masaje en los pies por mucho que pagara con tantos ceros. E hizo memoria de la pasión de su joven quinceañera, del noviazgo finito, del matrimonio, de los cambios en el acuerdo del contrato bajo el juez, del divorcio.
Aplastó la cabeza del cigarro contra el cenicero y lanzó un triste rasguño a un marco dorado, murmurando algo ininteligible entre babas y tabaco. Acercó el retrato para encontrar la fotografía de una linda niña de siete años, sonrosada y con chapes, cerrando esos ojazos negros que su padre apenas disfrutaba los fines de semana, abrazada a Toto el oso. Escuchó risitas y llantos por una rodilla rasmillada... manitas con barro, boca de chocolate, piel de perla, nariz de botón, vocecita de miel... Pequeña, sin idea de lo próximo, temerosa de cosas como el monstruo del armario y enemiga del caldo de pollo... Recordó el beso a su niña como el último, la única en verlo casi quebrado en mucho tiempo.
Entonces cruzó entre sus labios una inspiración y pensó en la brevísima circunstancia que llamó vida.
Se levantó y abrió la puerta, revisando que nadie estuviera merodeando en los pasillos. Cerró con llave y regresó al escritorio tirando del último cajón para sacar, entre clips y dos cuescos de aceitunas, los restos de un Chivas. Y se otorgó en tres vasos un alivio seco de 10 años.
Era un vago, adinerado y portador.
Y una despreciable idea de pérdida aparecía, diluyéndose su extensa pradera, su auto personalizado, el viaje anual a las playas de arenas blancas, la moda extravagante y los cinco continentes en el clóset, el Cinema Home, los terciopelos, la crema en el shirataki, el aroma del Cabernet, la peste cristal y las altas fiebres, el cumpleaños número ocho, los abrazos surtidos, el cobijo de la visita a la cama del domingo en la mañana, el orgullo con rostro de nena, la sonrisa de la chiquita...
Aletargado sentía un fin sombrío e inoportuno, acompañado por un boquete hondo que lo hacía encogerse en el pecho hasta presenciar el cómo su corazón se convertía en una cereza marrasquino arrugada... Había comenzado a sospechar, para luego creer y después desesperar, que había algo natural y perfecto, silencioso, sigiloso e insondable...
Lo presintió y era lo que le quedaba. Todo lo demás, para él, era una tranquilidad entrecomillada, esa que no se ajusta ni que es del todo a gusto. Y el recuerdo, como tal, le era insignificante... finito...
Todavía con algo de Chivas en la botella, lo acabó en dos sorbos y tosió complaciente. Mientras tanto la luz del alumbrado aún zumbaba.
Se tronó los dedos y tímidamente sacó del fondo del cajón un artefacto reluciente bajo la luz menguante.
Con sus ojos embotados y la sien latente se sintió en un naufragio, y torpemente colocó los documentos y registros lejos de la situación por armarse. Se acomodó, apreció al tacto con su frente el frío del metal y, prolijo y calmo, pronunció:
Uno... consumada...
Dos... la maravilla ilustre...
Tres... mi vida...
Cuatro... estiro la mano...
Cinco... y rozas mi palma...
Seis... y al momento de creer sentirte...
Siete... la cierro y te pierdo...
Ocho... mi voluntad...
Nueve... empuño con fuerza...
Diez... y te acabo... |